miércoles, 7 de marzo de 2012

Principio y fin. "El colapso de la República" (Stanley G. Payne, 2005) y "Los cien últimos días de la República" (José Manuel Martínez Bande, 1973)

Contaba mi madre que, mientras agonizaba Cajal, los perros del barrio estuvieron llorando toda la noche. Por aquellos días ella estaba en Portugalete, donde pasó las jornadas revolucionarias del 34 que, según sus palabras, finalizaron cuando se levantó su famoso puente colgante sobre la ría. Lo de los perros aullando a la luna no deja de tener su aquel, como las anotaciones del diario de Colón según las cuales, pocas horas antes de avistar tierra, "toda la noche oyeron pasar pájaros".

Contextualizar los recuerdos supone una ardua tarea, sobre todo cuando, más que vividos, son transmitidos por terceras personas y asumidos como propios. Años después, revisando la prensa de la época y quizá, inconscientemente, intentando localizar el episodio de los perros ladradores, me sorprendió la escasa repercusión mediática que tuvo la muerte del Nobel español. Pero el ambiente no era muy propicio a homenajes y memorias.

Stanley G. Payne, en su libro El colapso de la República. Los orígenes de la Guerra Civil (1933-1936) (La Esfera de los Libros, 2005) supone una gran ayuda para todo el que quiera conocer cómo se fraguó nuestra guerra civil, de qué manera se fueron formando las fuerzas que acabaron enfrentándose aquellos calurosos días de julio de 1936. El historiador americano, claramente liberal, curtido en el estudio de los movimientos que convulsionaron el período de entreguerras, es uno de los más indicados para arrojar un poco de luz en la marabunta de aquellos tres años cruciales que van del 33 al 36. Al poner en contacto nuestro drama con otros que se estaban desarrollando o incubando a nuestro alrededor, elimina ese inquietante factor de adanismo y excepción que tradicionalmente caracteriza a la historia de España según gran parte de sus cultivadores. También quedan en entredicho las tradicionales e idílicas visiones de una República de pastel, donde todo era armonía y democracia festiva hasta que fuera truncada por el golpe de estado del General. Con el estilo ameno que caracteriza a la historiografía anglosajona, que no se recata a la hora de combinar el tono didáctico con aquel más coloquial del qué habría pasado si, nos adentra en los entresijos de los sucesivos gobiernos encargados de llevar el timón de la República; las maniobras torticeras de un Alcalá Zamora anclado en los tejemanejes del peor clientelismo político de la Restauración; la descomposición ideológica de una derecha que, sin embargo de contar con apoyos más que suficientes, se vio incapaz de articular una formación política que llenara de satisfacción a su electorado; el auge de una izquierda tremendamente desestructurada, impulsado por un radicalismo que fue dejando en el camino a sus facciones más moderadas (Besteiro) hasta transformar la II República, a inicios de 1936, en un régimen que en nada se parecía al que tenían en mente los que lo levantaron el 14 de abril. Desde la pueril, por anticuada, política (anti)religiosa, que se granjeó la enemistad de grandes sectores de la población que, de otra manera, no se hubieran opuesto a un laicismo más acorde con los tiempos, pasando por las fantasías educativas o agrarias que las arcas públicas, aunque saneadas a comienzos del periodo, no podían financiar, hasta los constantes ataques a la libertad por parte de una censura que no dejó de trabajar durante todo el período y de un Tribunal de Garantías que solo respaldaba el cumplimiento de los antojos del gobierno de turno, presenciamos un cúmulo de despropósitos que, necesariamente, tenía que desembocar en un enfrentamiento. A excepción de Chapaprieta, Besteiro (y a ratos Prieto: más por lo que decía que por lo que hacía), pocos personajes se libran de la crítica acerada del historiador. Es de destacar el análisis pormenorizado, con abundancia de fuentes de todo tipo, que lleva a cabo de la evolución del socialismo español, el nacimiento del comunismo y la toma de posiciones del resto de corrientes a caballo entre el marxismo y el anarquismo, así como sus sempiternos compañeros de viaje,  hasta desembocar en el batiburrillo del Frente Popular que pretendía manejar a su antojo Manuel Azaña.

Si la imagen de los perros que se anticipaban a la revolución de octubre era inquietante, ¿qué decir de la de una niña de apenas 13 años regresando a Madrid desde Montalbo, un pueblecito de Cuenca, un día del mes de marzo de 1939? De nuevo, mi madre, protagonizando un relato que en algún momento me gustaría aclarar. Según su versión, fueron evacuados el verano de 1938 de su piso en la madrileña calle de San Isidro, pero el hecho de que solo fueran evacuados mi abuela con cuatro de sus cinco hijos, no así el resto de los vecinos, suena más a deportación que a operación de salvamento. El caso es que se trasladó ella sola a Madrid, quiero imaginar cuando ya se había resuelto esa guerra civil dentro de la guerra civil que fue el golpe protagonizado por el coronel Casado.

Martínez Bande, en Los cien últimos días de la República (Luis de Caralt, 1973) pone el principio del fin de la misma en diciembre de 1938, una vez finalizada la batalla del Ebro, la más larga y costosa de la contienda. Esos simbólicos cien días son narrados al pormenor en esta obra, muy similar por el ritmo de la exposición y la técnica empleada a Frente de Madrid que ya tratamos en su día. La caída de Cataluña, la huída de Negrín y de todo el gobierno a Francia, el golpe de estado del Coronel Casado, hacia el cual no parece sentir mucha simpatía el historiador, los intentos de negociación de una paz honrosa con Franco por parte del Consejo de Defensa, el derrumbe de los frentes.... son tratados con todo lujo de detalles, aportando los testimonios de primera mano de sus protagonistas y los documentos conservados de los dos bandos en los archivos militares. Sin ocultar en ningún momento sus afinidades por todos conocidas, el tratamiento del asunto es lo suficientemente objetivo como para considerar esta obra de consulta obligada en una primera aproximación a la materia en cuestión.

En un momento dado, como zanjando las discusiones bizantinas a que se presta el fin de nuestra guerra, argumenta el autor: "Quienes al cabo de los años, y con una mentalidad propia, desconectada en absoluto del momento que representaba aquel mes de marzo de 1939, tratan de juzgar los episodios que acabamos de describir, suelen cometer, más que una injusticia, un error fuera de toda razón histórica" (p. 251). Se refiere, sin duda, a las pretensiones de Casado de alcanzar un acuerdo de paz, de igual a igual, cuajado de condiciones y plazos, con el vencedor, jugando la baza de haber derrotado, con el golpe, al comunismo que representaba Negrín y su gobierno.

Sea como fuere, quedan de manifiesto tres hechos incuestionables:
1. La postura de resistencia a ultranza del gobierno Negrín en una guerra que ya estaba perdida desde la caída de Cataluña, si tenemos en cuenta que ya se estaban liquidando en el mercado negro las armas adquiridas en el extranjero a un precio muy inferior al de su compra y que la Unión Soviética, una vez firmado el pacto con Hitler, había abandonado a su suerte a la República, solo podía ocultar una doble intención: ganar tiempo para enlazar el conflicto español con el europeo (pura entelequia ya que, por aquellos días, con el fervor y la falsa tranquilidad que provocó el pacto germano-soviético, nadie consideraba próximo y tardaría meses en estallar) y  facilitar la huída de los máximos responsables.
2. La marcha del Gobierno supuso un tanto a favor de las tesis defendidas por los comunistas, que se presentarían con un halo de heroísmo al no aparecer como responsables de la entrega de los restos de la república al vencedor y poder reorganizarse así, sin hipotecas, en la clandestinidad.
3. Desaparecido, con el gobierno y la renuncia del presidente de la República, todo poder civil, las posibles negociaciones quedaban en manos de los militares. Citando a otra obra de Stanley G. Payne, Martínez Bande anotará que la guerra civil empezó y terminó con un golpe de fuerza anticomunista. Aquí, una vez dominada la situación, Casado y el Consejo perdieron un tiempo precioso. En vez de facilitar y agilizar la expatriación de aquellas personas responsables de actos punibles, lo que habría supuesto una menor represión los primeros años de la postguerra, se enzarzaron en negociaciones, reclamando condiciones a un vencedor absoluto que, como tal, y una vez alcanzado el apoyo de las principales potencias, no se veía en la necesidad de considerar.

Por más que se empeñe, hay algunas zonas de oscuridad que la Historia nunca podrá iluminar. Es imposible conjugar la alegría de unos con el dolor de otros, y lo que consideramos datos objetivos solo actúan en espacios comunes definidos y aceptados por todos nosotros. Cuanto más se amplíe dicha área, mayores serán los cauces para el entendimiento, la concordia y la convivencia. Por el contrario, si nos afanamos en reducir lo que nos une, asfixiando el terreno que habitamos, nos veremos condenados a repetir indefinidamente, como en una tragedia, nuestros propios errores. Porque la historia, toda la historia, es nuestra y aunque podamos adelantar el desenlace de determinados acontecimientos, siempre quedarán los imponderables que nos depararán sorpresas de todo tipo.

1 comentario:

Carmen MdlR dijo...

Al hilo del final de tu articulo, no he podido evitar acordarme de aquella conversación entre esa niña que volvía sola a Madrid en plena guerra y mi padre, ambos niños madrileños, de similar edad, perdidos en medio de aquel disparate.  "Fernando, ¿tú también fuiste deportado?" ( haciendo referencia a su desahucio y traslado forzoso a Montalbo). "No, no, señora, a mi me evacuaron", respondió mi padre recordando sus años en Valencia. La conversación tenia lugar entre la hija de un alabardero y el hermano de dos milicianos y un brigadistas. Dos caras de la misma moneda, dos interpretaciones muy distintas, pero tan incuestionables una como la otra.

Este es el motivo de que haya encantado el último párrafo.