miércoles, 30 de mayo de 2012

Los pájaros del diablo

En estos días de mayo y junio, todo apunta al verano, a ese tiempo detenido, como en suspenso, receptáculo de muchas esperanzas infundadas y acumuladas durante todo el curso, de planes demorados y siempre pospuestos, de proyectos emplazados a julio y agosto, cuando no pocas ilusiones se ven frustradas. Estas tardes largas, eternas, a menudo bochornosas, de las jornadas que ahora nos toca vivir, contemplan cómo arrastramos nuestras tareas y obligaciones como si de un pesado fardo se tratara. Y los niños conviven varias semanas con esa mezcla extraña de sensaciones incompatibles (cansancio e inquietud, expectación y nerviosismo), y con sus horarios trastocados por la proximidad de las (sus) vacaciones. Y se expanden los olores dulzones y melifluos, oleosos y penetrantes de la primavera en plena sazón. Y la luz brilla cristalina y cálida, a veces insultante en su poderío. Y los sonidos, con su enorme poder evocador,  se multiplican, como si quisieran sacudirse el silencio y recogimiento impuestos los meses pasados.

A propósito, ahora me vienen a la cabeza aquellas mañanas de las excursiones escolares, que todos los años por estas fechas hacíamos a algún lugar de interés cultural o de simple esparcimiento alrededor de Madrid. Prestábamos mucha atención al parte meteorológico, pues el capricho del tiempo primaveral, con algún despiste del anticiclón de las Azores, podía fastidiar la ocasión con una brusca bajada de temperatura o unas lluvias fuera de lugar y prolongadas en el tiempo. Y preparábamos las visitas con antelación, anticipándonos a todo lo que íbamos a ver, haciendo acopio de la más disparatada imaginación. Recuerdo especialmente el Alcázar de Toledo con el despacho de Moscardó y la grabación de la conversación recreada que mantuvo con su hijo durante el asedio. Volvíamos de Segovia, Toledo, El Pardo, Aranjuez, La Granja o El Escorial (los destinos favoritos de mi colegio) cargados de cansancio y postales, con muchas cosas que contar que ponían a prueba la siempre infinita paciencia de nuestros padres.


Volviendo a aquellas mañanas de las excursiones y después de una noche agitada en la que mi mayor temor era quedarme dormido y no oír la llamada del despertador, o levantarme a deshora y llegar al colegio cuando el autocar ya había partido, dejándome en tierra, saltaba de la cama mucho antes de lo necesario, y pululaba por la casa silenciosa, que conservaba aun el aire quieto de la noche que poco a poco se diluía despejando las sombras. Espiaba las habitaciones donde mis hermanos apuraban los últimos minutos del sueño. O hacía ruido, pensando que mi madre se había olvidado de qué día era. Salía descalzo a la terraza y me estremecía la tibieza del alba. Me acodaba como podía en la alta barandilla, intentando seguir el vuelo desenfrenado y circular de los vencejos, su piar enloquecido, como festejando la llegada de un nuevo amanecer. Cuando entraba en el comedor, mi madre ya estaba en la cocina y calmaba mi ansiedad (“Hay tiempo, descuida, todavía es pronto…”), mientras preparaba la tortilla de patata y los filetes empanados, buscaba el “táper” adecuado, apañaba la mochila con los cubiertos, servilletas y cantimplora, y me hacía el desayuno. Y todo a la vez, en un tiempo que hoy considero record y al que nunca conseguí ni siquiera aproximarme.
Muy a menudo, después de una tormenta, aparecía en el suelo de la terraza algún vencejo derrotado, que parecía implorar su salvación, apoyándose en sus enormes y negras alas, incapaz de remontar el vuelo por sí mismo, ya que sus patas diminutas, prácticamente atrofiadas, no son, desde luego, el mejor de los trenes de aterrizaje ideados por la naturaleza. Si estaba mojado, procurábamos secar sus plumas hasta dejarlo volar en libertad. Alguna ventaja tenía haberse desplomado en la terraza de un quinto piso (sin ascensor, que conste).


En mi barrio, desconozco la razón, no veo muchos vencejos. Abundan, eso sí, las cotorras burlonas y chismosas que amenazan con destrozar los enormes abetos que pueblan el parque. Quizá los espacios demasiado abiertos aturden al vencejo, y la falta de cubiertas de teja o de prolongados aleros donde gustan anidar, les empujan a buscar cielos y aires más propicios. 

Ayer, por pura casualidad, leí que no hace mucho descubrieron los ornitólogos que los vencejos solo detienen su aleteo para incubar los huevos, pues duermen y se aparean en pleno vuelo. De noche, ascienden mil o dos mil metros, ralentizan el batir de sus alas y duermen dibujando círculos, al igual que los tiburones. Ah, se me olvidaba: también pude saber que en algunos países les llaman pájaros del diablo.

1 comentario:

elena clásica dijo...

Querido Nacho:

Qué preciosidad de texto, encuentro en este ensayo un profundo lirismo.
Son penetrantes las impresiones de estos días dilatados en el sol, tantas veces asociadas a recuerdos. En la evocación de los días del colegio y las excursiones vuelve a parecer todo tan nuevo, el día estaba por estrenar con la inquietud profunda y la ilusión del camino que teníamos delante. Con la turbación de que uno debía caminar solo, aunque contaba emocionalmente con el cariño de la familia, de la madre, simbolizados en la tortilla de patata o en los filetes empanados, cuyo olor al abrir la tapa de la fiambrera nos llega en toda su profusión de sacudidas anímicas. También el apetito era algo nuevo entonces, el júbilo por estrenar. La alegría, la ebullición de nuestros sentidos en compañía de nuestros amigos, sintiéndonos adultos y dueños del mundo.

Segovia, Toledo, El Escorial, El Paular, Aranjuez eran un horizonte luminoso y los recuerdos más felices para muchos de nosotros.

Las flores, los pájaros y las ardillas forman para mí parte de la divina estampa interior. Recuerdo cómo estaban esperando el momento de abrirse aquellas flores, cómo estrenaban trajes recién comprados, como los nuestros de los domingos. Estos días vuelven a mi memoria, como los indefensos vencejos a la tuya.

Qué misteriosos pájaros y qué fascinantes se nos aparecen en sus extraños y casi incesantes vuelos, en los que dibujan círculos como si conocieran el universo, como si se dejaran mecer por la armonía que los envuelve con un hilo invisible y bailaran al ritmo de una música que se nos ha olvidado escuchar.

Divinos animalitos, flores, campos que siguen el compás de una cadencia, cuya vibración en ocasiones parecemos haber olvidado y en días cuajados de luces y de noches electrizantes acuden estremecidos a nuestros sentimientos.

El vencejo me ha llevado volando hasta el mar, al recuerdo de un poema que Baudelaire dedicó al albatros. Un poema maldito y terrible, buena impronta de su autor. Si bien me conmueve el acto de cuidar y mimar a los pájaros heridos no puedo nunca olvidarme de aquel albatros majestuoso, que cae derrotado ante la crueldad de los humanos que no entienden su grandeza. Y en días de junio, plenos de exaltación y desasosiego produce dolor, un dolor indescriptible:


"Por distraerse, a veces, suelen los marineros
dar caza a los albatros, grandes aves del mar,
que siguen, indolentes compañeros de viaje,
al navío surcando los amargos abismos.

Apenas los arrojan sobre las tablas húmedas,
estos reyes celestes, torpes y avergonzados,
dejan penosamente arrastrando las alas,
sus grandes alas blancas semejantes a remos.

Este alado viajero, ¡qué inútil y qué débil!
Él, otrora tan bello, ¡qué feo y qué grotesco!
¡Éste quema su pico, sádico, con la pipa,
Aquél, mima cojeando al planeador inválido!

El Poeta es igual a este señor del nublo,
que habita la tormenta y ríe del ballestero.
Exiliado en la tierra, sufriendo el griterío,
sus alas de gigante le impiden caminar."


Pues vivan los días de junio, las remebranzas felices, los humildes seres vivos olvidados de sí mismos y amantes de las esferas, y vivan los poetas.


En mi mente un desvalido perrito que por tierras extremeñas disfrutó de unas horas de paz y de alegría infantil y conoció el cariño. ¡Quién fuera tan llano y tan profundo!

Un placer, Nacho, ya lo sabes. He disfrutado mucho de esta entrada.

Un abrazo, queridos amigos, familia.