viernes, 30 de noviembre de 2012

Enseñanzas de un desayuno (17-11-2012)

Capilla del Ave María con las dos puertas de acceso al comedor



Noviembre se afirmó templado y húmedo, extendiendo un manto gris de tristeza y evocación. La mañana de aquél sábado 17, tercera jornada de un resfriado que inauguraba con fuerza la temporada, amanecimos antes de las siete, apenas rayaba el alba, después de una noche de lluvia menuda y llorona. Lamenté profundamente no haber obedecido a aquella máxima encerrada en uno de los adagios con más contenido que conozco: “El hombre es dueño de sus silencios y esclavo de sus palabras”. Porque el compromiso adquirido dos meses atrás, cuyo incumplimiento solo estuvo justificado el 20 de octubre, se revolvió contra mi pereza y desgana al sonar el despertador.

No había marcha atrás. Salimos pitando Itziar y yo camino del colegio, donde nos esperaban Inés y Marina, María M. y Eva, Alejandro G., Mar y Rosa. Atravesamos el parque todavía desierto, alfombrado con las hojas coloristas de los sauces y chopos, ginkos, plataneros y prunos; zigzagueamos por San Bruno buscando el camino más corto ya que, en principio, llegábamos tarde. Nada más lejos: a las 8, solo se había presentado Mar que, curiosamente, es la que vivía más apartada.

La verdad es que no sabía muy bien dónde me había metido y eso que, antes de verano, había jaleado y aplaudido la iniciativa de mi hija, sugerida por Ana María, que consistía en, acompañada de algunos compañeros de clase, un par de madres, la propia Ana María (directora del colegio de Sara, “La Anunciata”) y todo aquel que se quisiera sumar, echar una mano en el comedor social del Ave María. Teniendo presente ese cerco que se va estrechando cada vez más (aunque muchos no lo quieran ver) y el futuro negro como la pez que nos espera, a Carmen y a mí nos parece muy instructivo que los críos conozcan realidades diferentes de aquellas en las que están inmersos. En ese sentido, a principios de curso me comprometí a acompañarles un tercer sábado de mes, que es el día que tienen asignado los colegios San Juan García y Anunciata.
El comedor del Ave María fue fundado en 1611 por el trinitario San Simón de Rojas (1552-1624), uno de esos personajes que pululaban por la corte de los Austrias y que gozaba de gran y merecido predicamento entre los miembros de la familia real. Desde entonces, presta sus servicios en la calle Doctor Cortezo, adosado a la capilla del Ave María y arrimado a los cines Ideal. Dichos servicios consisten en el reparto de desayunos de lunes a sábado, entre las 9 y las 11 de la mañana.

Llegamos poco antes de las nueve, y ya más de cincuenta personas aguardaban a que se abrieran las puertas. Los chicos, como es costumbre, van primero a un par de establecimientos de la zona donde, por lo general, les suelen dar sándwiches y bollería de la tarde anterior con lo que se redondean los desayunos servidos.

Al comedor, con una capacidad de 70 personas aproximadamente, se accede bajando una pequeña rampa. Al fondo del mismo se encuentra la cocina. Como bien observó Marina, éramos demasiados, pues a nosotros nueve se sumaban siete voluntarios más, antiguos alumnos de la Universidad americana de Emory (Atlanta) que todos los años, por estas fechas, se suelen pasar por el comedor para cumplir con el “Emory Cares International Service Day”.
Antiguos alumnos de la Universidad de Emory (Atlanta)
practicando una costumbre que no sé si se lleva por estos lares
  
Con las mesas preparadas, se abrieron las puertas y se fueron colocando todos en sus asientos. Se hizo el silencio y, una de las mujeres que llevaban la voz cantante en la cocina, se plantó en mitad del salón, comprobó que todo estaba en orden y, después de saludar con un escueto “buenos días” entonó un triple “Ave María”, al que los allí asistentes, en un murmullo casi ininteligible, respondían con sendos “gratia plena”, después de lo cual comenzaron a desayunar.

Nosotros pasábamos por las mesas, donde estaban perfectamente colocados un tazón, un plato con fiambre, un tercio de pistola, un yogur y un bollo, ofreciendo leche, café, cola-cao, azúcar, agua, servilletas y una bolsa que les servía para guardar aquello que no se tomaban en el momento. Era un no parar. A medida que terminaban de desayunar, había que recoger, limpiar las mesas, barrer el suelo y volver a colocar servicios nuevos. Así, cinco tandas. Itziar y sus compañeros lo hacían con la mayor naturalidad y desenvoltura, como algo rutinario y cotidiano, a lo que estuvieran acostumbrados. Debo reconocer que, al principio, a mí me resultaba un poco violento: no sabía muy bien cómo dirigirme a ellos (¿de tú, de usted?: opté por este último), con qué cara mirarles (instintivamente, uno tiende a evitar cruzarse con sus ojos). Pero esta incomodidad fue desapareciendo enseguida, creándose un ambiente de normalidad, dentro de las prisas que exigía el momento.
Terminada la jornada, la foto de rigor, publicada
en una revista de la universidad americana
  

A la vez que recogían, Inés, Itziar, María M. y Alejandro G. chapurreaban inglés y francés con los ex alumnos de Emory, uno de los cuales estaba acompañado por dos de sus hijos y vivían en España. Hablaban de los estudios, la universidad… dándole a la situación un tono distendido y relajado.

Porque todo se asemejaba un poco a esas escenas de las instituciones de caridad y beneficencia (y sus gestore(a)s) tan bien recogidas por Galdós o Baroja… ma non tropo. A eso me refería cuando hablaba más arriba del cerco que se estrecha (te robo la idea, Chusa), pues no solo te encuentras allí con el “transeúnte” (¡menudo eufemismo!), indigente o mendigo al que se supone típico beneficiario de esos servicios. En cada tanda entraban varias personas que no respondían a dicho patrón, y que deben arrastrar unas historias sobrecogedoras, igual de tristes que las de sus compañeros, pero más próximas a lo que, convencionalmente, denominamos “normalidad”. Y es que, tal como están las cosas, nadie está libre de que un vaivén de la suerte o una decisión inapelable que nos afecte directa o indirectamente, nos ponga en esa misma tesitura. También nos llamó la atención la escasez de mujeres que acudían al comedor. En un cálculo muy aproximado, no llegaban al 10%. Se ve que disponen de más habilidades, de una mayor capacidad de crear redes y lazos de ayuda que, al menos, difieran o suavicen el empobrecimiento.
San Simón de Rojas (1552-1624). Patrón de Móstoles
¿Solidaridad, caridad, beneficencia, compasión, voluntariado…? ¡Qué sé yo…!. Pero, al menos, pude extraer una enseñanza del desayuno de aquel sábado gris y llorón: no debemos vivir en una burbuja, en un compartimento estanco. Aunque es cierto que una de las formas de protegernos de la crisis es reforzar, blindar y cultivar nuestro pequeño ecosistema (familia y amigos), que es en lo único en lo que nos podemos apoyar si nos apunta el desastre, hay que tener en cuenta que también hay un mundo ahí fuera y que no deben ser siempre los otros los encargados de cubrir sus necesidades. Y es puro egoísmo, el egoísmo peor entendido (ya que nunca se practica) mencionado, como de pasada, en el eje vertebrador del Cristianismo: "Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo". Mi bienestar depende del bienestrar de aquel que está a mi lado. Si su bienestar peligra, el mío no tardará en correr la misma suerte. En cualquier momento puedo ser yo el que haga cola, bajo la lluvia, en la calle Doctor Cortezo.


Vista nocturna de la capilla. A la izquierda,
los cines Ideal. Puro contraste

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Una foto por 40 euros


Un espectáculo: La Serena verde como hacía años


Que el tiempo y el espacio están ligados de alguna manera ha sido y es materia de estudio y reflexión por parte de físicos, filósofos y poetas. A mis cortas entendederas se le escapan los detalles de sus cálculos y conclusiones, todas ellas cargadas de poderosas razones científicas susceptibles de réplica o debate. Sin embargo, desde muy pequeño sí he percibido la intervención del tiempo en el espacio. Y no me refiero al tiempo cronológico, al de reloj o calendario, y a su labor de desgaste; ni siquiera al tiempo meteorológico, al que tanta atención prestamos y que a menudo nos condiciona. Hablo de una acepción más anodina o convencional del tiempo, más humana de cualquier forma: es el tiempo que marcan los días de la semana, regulado por la actividad del hombre, ese trabajo que, de ordinario y dependiendo de nuestras ocupaciones, nos sustrae del entorno en que vivimos y nos movemos.
 
Paseando por el Zújar

 
Como decía, en relación al poder del tiempo sobre el espacio, conservo esas impresiones infantiles, no muy distintas de aquellas que vuelvo a sentir de vez en cuando en la actualidad. Era la luz que entraba en mi habitación en aquellas ocasiones que una indisposición me impedía ir al colegio y mi madre, tras una breve exploración que descartara pereza o fingimiento, me aconsejaba permanecer en la cama hasta que llegara el médico. Solo me levantaba mientras ella aireaba el cuarto, estiraba las sábanas y recogía la ropa y los trastos. Cuando volvía a acostarme, al cabo de unos minutos, ahí seguía esa luz, tan distinta de aquella que inundaba las aulas después de acariciar las enormes y majestuosas copas de los retorcidos pinos del patio y la torre neo-mudéjar de Santa Cristina. Quizás fuera más brillante y fría, con toques metálicos, cristalinos. Y a lomos de la luz, los sonidos de la calle: el afilador con su silbante llamada a los potenciales clientes, apostado en alguna esquina estratégica; el butanero, golpeando las bombonas a la espera de que alguien, desde la ventana, le hiciera una seña con los dedos (una, dos); el tapicero, proclamando la excelencia, baratura y rapidez de su trabajo; el repartidor de Skol, que suministraba, además de cerveza, gaseosa de Mora (Toledo) y que aumentó su oferta de productos hasta incluir dulces y mantecados… A esos sonidos se sumaban los puramente domésticos, como el de la lavadora, la aspiradora, el frenético silbido de la olla a presión o el timbre que anunciaba la visita más o menos oportuna de alguna vecina, dependiendo de lo avanzado o no del estado de las tareas planificadas por mi madre para ese día. La fiebre y ese runrún me adormecían, creando una especie de atmósfera protectora y amable.
 
 
 
 
El viernes pasado tuve una experiencia muy parecida. Cuando salimos del Pantano camino de Villanueva me invadió esa sensación de diferencia, como si el campo fuera consciente de que se trataba de un día laborable y nosotros fuéramos insignificantes (e invisibles) forasteros. Había otra luz, una calma y quietud características. ¡Qué sensación de bienestar! El pasto, de un verde poderoso y contundente, brillaba despidiendo mil destellos, meciéndose con la brisa templada de esta húmeda primavera de noviembre. Punteado de flores blancas y amarillas, recorrido por caudalosos (ayer secos) y sonoros arroyos que recogían las aguas de las colinas, se extendía como un manto ondulado hasta las sierras de Castuera y Monterrubio, en cuyas alturas se enredaban nubes esponjosas y de un blanco insultante. El momento pedía una fotografía, que decidimos posponer hasta terminar las gestiones que nos habían llevado a Villanueva.
 
 
 
 
Sobre las tres de la tarde retomamos el camino acompañados de una pequeña borrasca que, descargando parte de su contenido en el pueblo, seguía nuestros pasos. Al llegar al punto donde tanto nos había impactado el paisaje, detuvimos el coche en la carretera y salí a hacer con el móvil las fotos que reclamaba la situación. La borrasca que parecía perseguirnos y las nubes enredadas en la sierra amenazaban con unirse, oscureciendo un tanto el entorno. Aún así, tiré unas cuantas hasta que un coche de la Guardia Civil, que venía desde La Coronada, se detuvo a mi lado. Se apeó uno de los agentes y me espetó:
 
El río Zújar. Las aguas bajan ocres de tanto barro recogido

 
-¿Sabe Vd. que no puede detenerse aquí?- Me dijo en un tono de enfado, como si se tratara de algo personal.
-Sí… Bueno, creo que no molesto a nadie-Efectivamente, el tráfico era inexistente-De todas formas, ya me voy
-De momento, le voy a poner una sanción… Son 80 €, si la abona antes de 20 días, se queda en 40. Así que, suba al coche y deténgase pasado el río, a la derecha.
Estupefacto, miré a su compañero, que no sabía muy bien dónde meterse. Obedecí sin rechistar.
 
 
Canal del Zújar

Paramos pasado el Zújar e intentamos suavizar la tensión del momento, aduciendo que estábamos de acuerdo con que había cometido una falta (leve: puntualizó el agente), pero que no creíamos causar ningún perjuicio a la circulación ya que, aparte de no existir, estábamos bastante alejados de cualquier cambio de rasante que supusiera, de antemano, un peligro. Que sí, que el código de circulación lo dice bien claro, pero que también se puede contar con la flexibilidad de su intérprete y ejecutor; que, en realidad, si observamos los códigos con lupa y aplicamos con rigor todas sus normas, no hay nadie que se libre de infringir todos los días un par de veces lo estipulado en alguno de sus artículos. Eso no pareció gustarle:
-Vd. no tiene que decirme cómo debo hacer mi trabajo- Protestó el que llevaba la voz cantante, encantado de su condición de autoridad a tenor de cómo presumía del uniforme y las exageradas e inoportunas gafas de sol que no se dignó a quitarse en ningún momento- ¡Haga el favor de enseñarme la documentación!
Le acerqué lo que pedía. Carmen insistía en mantener con ese individuo una charla entre amistosa y firme, lo cual parecía gustarle:
-Señora, con Vd. sí se puede hablar. Voy a decirle una cosa. –Entonó de forma didáctica y solemne- Yo hago todos los meses 9000 kilómetros. Si a fin de mes ve mi jefe que no he puesto ninguna sanción, ¿qué cree que me diría?
-¿…?
-Pues que no estoy cumpliendo con mi obligación
-O sea, que no cumple objetivos…
-No, no… No son objetivos, son puntos. Si yo paro a un conductor y da positivo en el control de alcoholemia y me dice que no volverá a hacerlo, yo tengo que sancionarle, de todas formas. Es mi trabajo. Además su sanción (la de Vds.) es muy leve, la pueden pagar en cualquier sucursal del Santander
-A ver, un momento- Insistió Carmen- Yo creo que con un rapapolvo, con ponernos la cara colorada, el objetivo de la sanción está cubierto. Tenga por seguro que ya no se nos ocurrirá pararnos otra vez en la carretera
-No sigan por ahí, que no me van a convencer. Además, tenemos mucha prisa, pues tenemos aviso de un accidente en esta misma carretera, no sé si por allí o por allí.
-¡…!
-La ley es la ley y todos tienen que cumplirla, ¿o no?. Así que, haga el favor de firmar en este recuadro. Tengo que dársela en papel porque aquí no tengo cobertura.
Solo faltó decirnos: “Anda, continúen su camino, y no pequen más”
 
Canal del Zújar

Con el sentimiento de haber sido víctimas del sheriff de Nottingham, mezclado con el convencimiento de que la arbitrariedad y la corrupción (“Bonificación por pronto pago”) están tan arraigados que va a ser difícil la necesaria regeneración, seguimos carretera adelante, bendecidos por una autoridad que, en sus formas, nos acerca cada día más a latitudes que nunca hubiéramos imaginado habitar.
Sin embargo, no sé si será el yoga, pero el caso es que este incidente no consiguió empañar un gran día.
 
 
 
  

jueves, 8 de noviembre de 2012

Divagaciones



Todavía es de noche... El edificio España desde Maestro Guerrero
 
Sobreponiéndose al sopor de los prolegómenos del amanecer, la ciudad comienza a palpitar con un frenesí digno del estudio de cualquier etólogo. Es cierto que muchas especies de animales desarrollan su actividad durante la noche; pero también es verdad que estos seres dedican una gran parte de las horas de luz a ralentizar sus biorritmos, practicando algo parecido al descanso o, al menos, a un duermevela reponedor.

No así los hombres, que más nos valdría dejar de torturarnos para acompasar estrechamente nuestra vida con la naturaleza. De ahí que el apócrifo autor del lema-amenaza recogido en un tonante, y casi bíblico: “¡Trabajarás de sol a sol!”, se sonrojaría de pura vergüenza al comprobar que alguien, mucho más audaz y preparado para la vida moderna que él, consiguió evadir el curso marcado por los astros, dándole otra vuelta a la tuerca del suplicio para sumir al hombre en un labora sin opción a ora.

Son los gajes del mundo actual, más evidentes y dolorosos en los sufridos urbanitas.
 

Esto es lo que se ve desde una de las salas del centro médico Gran Vía (o Delvesa)

 
A las siete de la mañana, cuando cojo el Metro o el autobús, Madrid es un hervidero porfiado, alentado por unas prisas plomadas de cansancio y de rutina. Me entretengo observando rostros, algunos ya familiares, espiando miradas y gestos, todos ellos ensimismados, como protegiéndose del exterior con la infranqueable coraza de los auriculares o de la lectura. Parece que poco sacamos en limpio de la música que escuchamos, de la literatura o prensa gratuita que leemos, a tenor del escasito aprovechamiento que extraemos de una y otra. Últimamente ambas, en cualquiera de sus formatos y dispositivos, se me caen de las manos. Si estoy en el Metro, prefiero cerrar los ojos y dedicarme (o fingir) un sueño. Si es el autobús el que me traslada, me pierdo disfrutando del trayecto mil veces transitado, recreándome en las modificaciones en la fisonomía de las calles y fachadas impuestas por las actuaciones municipales o la desidia de sus propietarios. A menudo me duelen los cambios, sobre todo cuando estos se traducen en la desaparición de los espacios de mi niñez. Miro hacia otro lado al aproximarme al solar que en su día ocupara el complejo de la piscina Miami, hoy escombrera irreconocible, o al dejar a mi izquierda el terraplén de la calle Caramuel, frente al parque, coronado durante años por las paredes desnudas de una casa en ruinas sobre la que volaba mi imaginación de entonces, tan grata a los espectáculos de ruina y desolación.

El autobús, del todo ajeno a mis ensoñaciones, sigue su curso cronometrado, atravesando Caramuel para enfilar el Paseo de Extremadura, cruzar el Puente de Segovia con esa carísima fiesta de luz y color que es Madrid-Río por la noche, recorrer rápidamente el Paseo de la Virgen del Puerto, deteniéndose en el embudo de Norte, y ascender renqueante, animal ya cansado, la Cuesta de San Vicente hasta Plaza de España, para depositar su carga humana en Maestro Guerrero, en las oscuras espaldas del Edificio España.
 

Ya es de día. Las espaldas del Edificio España (C/ Maestro Guerrero)

El contraste de esta torre apagada y muerta con lo que debió ser en su día, emblema de modernidad y glamour, de prosperidad e iniciativa en un extremo de la Gran Vía, no se me iba de la cabeza durante las tres semanas que veía amanecer en unas salas de fisioterapia del centro médico Delvesa, en la acera de los impares de la en su día rebautizada como Avenida de José Antonio, aunque nadie se refiriera a la misma con ese nombre tan circunstancial. Dicho centro médico ocupa tres o cuatro de los diez pisos del número 67 de la Gran Vía. Las salas de medicina física y rehabilitación están en la séptima planta, respetando con cierta fidelidad la distribución original de la vivienda que fuera en su momento. Los casi 60 minutos que duraba cada sesión daban para mucho, aunque lo más interesante era el cuarto de hora de la magneto(terapia). Tumbado en una camilla, dentro de una sección de cilindro, se alcanzaba un alto grado de relajación que contribuía, qué duda cabe, a aumentar la sensación de bienestar. En alguna ocasión, sobre todo los primeros días, Gema, una de las encargadas, abría los ventanales para disipar el aire espeso acumulado durante la noche, dejando a la vista el espectáculo de los tejados de Madrid, con el Palacio y el Teatro Real al fondo, auténtico skyline que se difuminaba en el verdor de la Casa de Campo y de la Sierra.
 

Y esta... de medio perfil


Con los ojos cerrados, dejaba saltar mi fantasía desde la recreación de la vida de los primeros habitantes de aquel piso, allá por los años treinta, pasando por nuestras ya antiguas y casi olvidadas visitas a los balnearios de Jaraba, revividas por el artículo que escribió Pilar Bosqued sobre sus jardines, hasta perderme en diversas divagaciones sobre la inutilidad de la medicina agresiva cuando uno es capaz de cuidar y cultivar su propio cuerpo…

Pero el caso es que nunca lo hacemos. Solo nos damos cuenta de lo que tenemos al momento de perderlo. Y a veces es ya demasiado tarde. En mi caso, llevaba arrastrando desde agosto un dolor lumbar que se extendía por la pierna provocando parestesia y hormigueo. El malestar aumentó en septiembre, y el miedo a que fuera a más me hizo ponerme en manos de un especialista que, después de las pruebas de rigor (que incluían un desagradable electromiograma), me recomendó 15 sesiones de rehabilitación.
 
 

Nunca hay que perder los pequeos detalles
El otoño en el Parque Aluche. También relaja, ¿no?

Las otras dos terapias (tens y onda corta) las hacía al final de un largo pasillo, donde Antonia desplegaba su poderío y capacidad organizativa entre los pacientes, muchos de ellos ya conocidos de años antes. Este salón daba a la Gran Vía. Un día no pude resistirme y, arriesgándome a recibir un “!No!” por toda respuesta, me atreví a preguntarle a la jefa si podía hacer una foto. Me miró un tanto perpleja por mi interés y, de forma displicente, como perdonándome la vida, me franqueó el paso al balcón.
 

Desde la misma sala

La Gran Vía y el Edificio España (mucho más que la plaza donde se yergue), al que yo llamaba de pequeño Hotel Plaza, son dos de los espacios más impresionantes que tiene Madrid, aunque poco a poco van perdiendo su encanto. Uno, porque está cerrado y sólo Dios sabe cuándo volverá a abrir sus puertas y en qué condiciones. El otro, porque se ha dejado por el camino, además de casi todos los cines, un gran número de establecimientos de toda la vida, sustituidos por comercios efímeros, sin gracia ni empaque, y esa elegancia y cosmopolitismo de foto antigua que solo se conserva en recopilatorios y postales.
 

Parece que quieren estirarse más. y más, hasta arañar el cielo..


Con todo y con eso, aquellos madrugones me han reconciliado en parte con esa calle que al final de mi infancia ejercía sobre mí la misma atracción fatal que practica la luz sobre las polillas, al erigirse entonces como meta y destino de nuestras excursiones al centro: tardes de cine y zumo en Vitamina, el olor de palomitas de maíz impregnándolo todo… Mucho después, durante años, me acostumbré a evitarla, tal era el agobio que me producía la intensidad de su tráfico o la fauna que pisaba su suelo, cada vez más enrarecida. Pero ahora la veo con otros ojos, quizá no tan entusiasmados, asumiendo que, como todos, tiene una deuda con la historia y su forma de pago es convertirse en cliché. Al final, siempre queda esa forma de enfrentarse a los hechos consumados, que no es otra que volcar los recuerdos, las esperanzas y los temores en el mundo que nos rodea para moldear así una realidad grata y amable: vivible.