miércoles, 14 de noviembre de 2012

Una foto por 40 euros


Un espectáculo: La Serena verde como hacía años


Que el tiempo y el espacio están ligados de alguna manera ha sido y es materia de estudio y reflexión por parte de físicos, filósofos y poetas. A mis cortas entendederas se le escapan los detalles de sus cálculos y conclusiones, todas ellas cargadas de poderosas razones científicas susceptibles de réplica o debate. Sin embargo, desde muy pequeño sí he percibido la intervención del tiempo en el espacio. Y no me refiero al tiempo cronológico, al de reloj o calendario, y a su labor de desgaste; ni siquiera al tiempo meteorológico, al que tanta atención prestamos y que a menudo nos condiciona. Hablo de una acepción más anodina o convencional del tiempo, más humana de cualquier forma: es el tiempo que marcan los días de la semana, regulado por la actividad del hombre, ese trabajo que, de ordinario y dependiendo de nuestras ocupaciones, nos sustrae del entorno en que vivimos y nos movemos.
 
Paseando por el Zújar

 
Como decía, en relación al poder del tiempo sobre el espacio, conservo esas impresiones infantiles, no muy distintas de aquellas que vuelvo a sentir de vez en cuando en la actualidad. Era la luz que entraba en mi habitación en aquellas ocasiones que una indisposición me impedía ir al colegio y mi madre, tras una breve exploración que descartara pereza o fingimiento, me aconsejaba permanecer en la cama hasta que llegara el médico. Solo me levantaba mientras ella aireaba el cuarto, estiraba las sábanas y recogía la ropa y los trastos. Cuando volvía a acostarme, al cabo de unos minutos, ahí seguía esa luz, tan distinta de aquella que inundaba las aulas después de acariciar las enormes y majestuosas copas de los retorcidos pinos del patio y la torre neo-mudéjar de Santa Cristina. Quizás fuera más brillante y fría, con toques metálicos, cristalinos. Y a lomos de la luz, los sonidos de la calle: el afilador con su silbante llamada a los potenciales clientes, apostado en alguna esquina estratégica; el butanero, golpeando las bombonas a la espera de que alguien, desde la ventana, le hiciera una seña con los dedos (una, dos); el tapicero, proclamando la excelencia, baratura y rapidez de su trabajo; el repartidor de Skol, que suministraba, además de cerveza, gaseosa de Mora (Toledo) y que aumentó su oferta de productos hasta incluir dulces y mantecados… A esos sonidos se sumaban los puramente domésticos, como el de la lavadora, la aspiradora, el frenético silbido de la olla a presión o el timbre que anunciaba la visita más o menos oportuna de alguna vecina, dependiendo de lo avanzado o no del estado de las tareas planificadas por mi madre para ese día. La fiebre y ese runrún me adormecían, creando una especie de atmósfera protectora y amable.
 
 
 
 
El viernes pasado tuve una experiencia muy parecida. Cuando salimos del Pantano camino de Villanueva me invadió esa sensación de diferencia, como si el campo fuera consciente de que se trataba de un día laborable y nosotros fuéramos insignificantes (e invisibles) forasteros. Había otra luz, una calma y quietud características. ¡Qué sensación de bienestar! El pasto, de un verde poderoso y contundente, brillaba despidiendo mil destellos, meciéndose con la brisa templada de esta húmeda primavera de noviembre. Punteado de flores blancas y amarillas, recorrido por caudalosos (ayer secos) y sonoros arroyos que recogían las aguas de las colinas, se extendía como un manto ondulado hasta las sierras de Castuera y Monterrubio, en cuyas alturas se enredaban nubes esponjosas y de un blanco insultante. El momento pedía una fotografía, que decidimos posponer hasta terminar las gestiones que nos habían llevado a Villanueva.
 
 
 
 
Sobre las tres de la tarde retomamos el camino acompañados de una pequeña borrasca que, descargando parte de su contenido en el pueblo, seguía nuestros pasos. Al llegar al punto donde tanto nos había impactado el paisaje, detuvimos el coche en la carretera y salí a hacer con el móvil las fotos que reclamaba la situación. La borrasca que parecía perseguirnos y las nubes enredadas en la sierra amenazaban con unirse, oscureciendo un tanto el entorno. Aún así, tiré unas cuantas hasta que un coche de la Guardia Civil, que venía desde La Coronada, se detuvo a mi lado. Se apeó uno de los agentes y me espetó:
 
El río Zújar. Las aguas bajan ocres de tanto barro recogido

 
-¿Sabe Vd. que no puede detenerse aquí?- Me dijo en un tono de enfado, como si se tratara de algo personal.
-Sí… Bueno, creo que no molesto a nadie-Efectivamente, el tráfico era inexistente-De todas formas, ya me voy
-De momento, le voy a poner una sanción… Son 80 €, si la abona antes de 20 días, se queda en 40. Así que, suba al coche y deténgase pasado el río, a la derecha.
Estupefacto, miré a su compañero, que no sabía muy bien dónde meterse. Obedecí sin rechistar.
 
 
Canal del Zújar

Paramos pasado el Zújar e intentamos suavizar la tensión del momento, aduciendo que estábamos de acuerdo con que había cometido una falta (leve: puntualizó el agente), pero que no creíamos causar ningún perjuicio a la circulación ya que, aparte de no existir, estábamos bastante alejados de cualquier cambio de rasante que supusiera, de antemano, un peligro. Que sí, que el código de circulación lo dice bien claro, pero que también se puede contar con la flexibilidad de su intérprete y ejecutor; que, en realidad, si observamos los códigos con lupa y aplicamos con rigor todas sus normas, no hay nadie que se libre de infringir todos los días un par de veces lo estipulado en alguno de sus artículos. Eso no pareció gustarle:
-Vd. no tiene que decirme cómo debo hacer mi trabajo- Protestó el que llevaba la voz cantante, encantado de su condición de autoridad a tenor de cómo presumía del uniforme y las exageradas e inoportunas gafas de sol que no se dignó a quitarse en ningún momento- ¡Haga el favor de enseñarme la documentación!
Le acerqué lo que pedía. Carmen insistía en mantener con ese individuo una charla entre amistosa y firme, lo cual parecía gustarle:
-Señora, con Vd. sí se puede hablar. Voy a decirle una cosa. –Entonó de forma didáctica y solemne- Yo hago todos los meses 9000 kilómetros. Si a fin de mes ve mi jefe que no he puesto ninguna sanción, ¿qué cree que me diría?
-¿…?
-Pues que no estoy cumpliendo con mi obligación
-O sea, que no cumple objetivos…
-No, no… No son objetivos, son puntos. Si yo paro a un conductor y da positivo en el control de alcoholemia y me dice que no volverá a hacerlo, yo tengo que sancionarle, de todas formas. Es mi trabajo. Además su sanción (la de Vds.) es muy leve, la pueden pagar en cualquier sucursal del Santander
-A ver, un momento- Insistió Carmen- Yo creo que con un rapapolvo, con ponernos la cara colorada, el objetivo de la sanción está cubierto. Tenga por seguro que ya no se nos ocurrirá pararnos otra vez en la carretera
-No sigan por ahí, que no me van a convencer. Además, tenemos mucha prisa, pues tenemos aviso de un accidente en esta misma carretera, no sé si por allí o por allí.
-¡…!
-La ley es la ley y todos tienen que cumplirla, ¿o no?. Así que, haga el favor de firmar en este recuadro. Tengo que dársela en papel porque aquí no tengo cobertura.
Solo faltó decirnos: “Anda, continúen su camino, y no pequen más”
 
Canal del Zújar

Con el sentimiento de haber sido víctimas del sheriff de Nottingham, mezclado con el convencimiento de que la arbitrariedad y la corrupción (“Bonificación por pronto pago”) están tan arraigados que va a ser difícil la necesaria regeneración, seguimos carretera adelante, bendecidos por una autoridad que, en sus formas, nos acerca cada día más a latitudes que nunca hubiéramos imaginado habitar.
Sin embargo, no sé si será el yoga, pero el caso es que este incidente no consiguió empañar un gran día.
 
 
 
  

1 comentario:

Carmen MdlR dijo...

Da para mucha reflexión el incidente de la multa... la confusión entre "medio" y "fin" que terminá por "desautorizar a la Autoridad", etc, etc...