domingo, 17 de febrero de 2013

Al arrullo de las grullas

Al fondo, Navalvillar de Pela y su sierra  

Si tuviera que elegir uno entre todos los paisajes que conozco, creo que no lo dudaría ni un momento: me quedaría con la dehesa. La solemnidad de la encina y del alcornoque, su porte majestuoso y el trazado irregular y severo de sus troncos y ramaje inspiran a un mismo tiempo una curiosa sensación de libertad y permanencia, de fortaleza y espontaneidad: de cobijo.


Sara y Alejandro proyectando larguísimas sombras el 23 de diciembre

Siempre he observado las dehesas desde fuera, como hacemos con el mar sentados en la arena, con el temor y la atracción que despierta lo desconocido, lo inabarcable, disfrutando de la bruma que, desprendiéndose de los verdes pastos, se enreda entre las copas de los árboles como una tela sedosa al viento en una fría mañana de invierno; o durante esos lentos y amarillos atardeceres estivales, cuando mil sombras estremecidas se proyectan sobre la hierba agostada…



El Centro de Interpretación de la Moheda Alta consta de un aula, varios albergues
y un restaurante a cargo de María. Muy recomendables

En más de una ocasión, circulando por esas carretas que atraviesan como un cuchillo inmisericorde las dehesas extremeñas, nos hemos cruzado con ciervos que, salvando el asfalto con una pirueta imposible, se pierden en la negrura arrastrando su timidez, y hemos sorprendido a una piara de cochinos hozando en los arcenes, ajenos a cuanto les rodeaba..





La víspera de Nochebuena nos llegamos a la Moheda Alta. No era la primera vez que nos dejábamos caer por allí. Hace ya dos años, con mi hermana Bubu, Erno, Rodrigo y Erno Jr., tuvimos la oportunidad de conocer aquel paraje con la excusa de ver a las grullas, a las que sólo conocía por referencias. Desde entonces, hemos aprovechado alguna otra oportunidad para repetir la visita.





Con más voluntad que destreza intenté captar con el móvil aquel paseo

Pero el pasado 23 de diciembre resultó especialmente espectacular y evocador. Fue de Carmen la idea de ir a echar un vistazo a las grullas de nuevo. El poco tiempo que íbamos a estar en el Zújar, un fin de semana largo más bien, desaconsejaba abordar una excursión de mayor alcance así que, después de comer a una hora razonable, y con las pocas horas de luz de un invierno recién estrenado, nos dirigimos a Obando, un pequeño pueblo de colonización al que nuestros hijos y sus amigos tienen especial cariño pues, en el bar de María, como ellos mismos le han bautizado, les suelen poner un plato enorme de gominolas cuando piden un refresco. Desde allí, por la carretera que conduce a Guadalupe, llegamos a la dehesa “Moheda Alta”. Dejamos el coche en el centro de interpretación (parece ser que ahora todo hay que interpretarlo: es el signo de estos tiempos hermenéuticos que nos ha tocado vivir), y nos adentramos en el encinar, hoy convertido en parque periurbano, bajo la jurisdicción del Ayuntamiento de Navalvillar de Pela.

Las grullas se dirigen ordenadamente a los dormideros


Sobre nuestras cabezas volaban las grullas en perfecta y armoniosa formación, con su enorme y elegante aleteo, hacia los dormideros. A medida que nos internábamos en la dehesa, aumentaba el vocerío de esas aves norteñas que, llegadas de Escandinavia a mediados de octubre, permanecen en aquel lugar hasta el mes de febrero. Su cháchara enloquecida e incesante nos guiaba hacia un destino que no terminaba de aparecer.





Caía la tarde de forma inexorable y temimos por un momento que nos quedaríamos sin conocer su lugar de reunión. El sol se ponía entre las sierras de Pela y Guadalupe cuando alcanzamos el límite de la dehesa. Al otro lado, tras un cercado de zarzas casi inexpugnable, vimos por fin, encaramados en un alto observatorio (miradero, Alejandro dixit) cómo se preparaban las grullas a pasar la noche en una gran extensión de terreno en barbecho. De vez en cuando, como acuciadas por las prisas, una bandada alzaba el vuelo, buscando un suelo y una compañía más propicios. Imposible calcular el número de los individuos allí reunidos, aunque es muy probable que se aproximara al millar.





Llegamos al límite de la dehesa. Ya casi es de noche y a Alejandro
le asaltan mil preguntas


La tenue y fría luz que se apagaba por momentos como el pábilo mortecino de una vela; el incomprensible rumor de las grullas a la espera de su merecido descanso después de pastar durante todo el día por los alrededores; las dos sierras, ya sombras negras, que escoltaban en silencio la dehesa envolviéndonos, apretándonos; las encinas y alcornoques que, en la oscuridad, adoptaban formas extrañas y desproporcionadas… todo parecía conjurarse para que recordáramos nuestra condición de forasteros, de intrusos que nada teníamos que hacer allí con la noche ya desplegada.





Por eso dije que aquella tarde templada del 23 de diciembre resultó espectacular y evocadora. Pues algo de razón se ocultaba en aquella impresión, como todas subjetiva y resbaladiza a cualquier especulación de la lógica. Cierto es que lo eterno e inmutable nos llena de zozobra y desasosiego, inmersos como vivimos en la incertidumbre e inestabilidad. Esos animales quizá lleven haciendo ese viaje desde Noruega cientos, miles de años, ajenos a los problemas que nos acucian. Y seguirán haciéndolo a pesar de las crisis demoledoras, o las instituciones por los suelos que amenazan con hundirnos a todos en el cieno. Entre octubre y febrero ellas siempre estarán allí, y su arrullo de aquella tarde, por lo menos a mí, me ayudó a poner en sordina ese otro ruido en torno, tan humano como artificial, tan inútil y ladrón de energías como agotador. La noche y un miedo primitivo, casi animal, fueron una llamada de atención, como un consejo para poner cada cosa en su lugar.