La
otra noche soñó Alejandro con el Pequeño Vampiro. Allí estaba Rüdiger, en nuestra
casa que, a la vez, era el colegio y mi hijo, convertido por arte de
birlibirloque en un nuevo Anton, disfrutó tanto de aquel momento que, al día
siguiente, nada más levantarse, le faltó tiempo para contármelo con todo lujo
de detalles. No contento con ello, volvió a la carga por la tarde, y hablamos
largo y tendido de los sueños, asunto que, por otra parte, me apasiona; de cómo
se sirve de ellos la mente para descansar mientras procede a una ordenación de
la información almacenada durante el día; de esos sueños que nos traen a los
que ya no están y de los que despertamos dulcemente; o de aquellos otros que
nos sumergen en una angustia que ahoga y de la que no podemos huir…. El niño
fijaba la mirada en algún punto del vacío, signo inequívoco de que iba a
proceder con una batería de preguntas que venía acariciando horas antes. Hasta
entonces nunca había manifestado la menor curiosidad por ese mundo que
habitamos mientras dormimos, por lo que no tardó en recuperar el tiempo
perdido. ¡Y de qué manera! Yo respondía a su interrogatorio como buenamente
podía intentando, por un lado, calmar sus inquietudes quitándole hierro al
hecho de soñar, pues me daba cuenta de hasta qué punto le había afectado el
asunto; y, por otra parte, de forma un tanto irresponsable, animándole, ma
non troppo, a explorar ese terreno de lo irreal y fantástico a modo de
entretenimiento y escape. Por la noche, cenó a toda velocidad, se duchó, y se
metió en la cama cuando apenas habían dado las nueve. “¿No es un poco pronto,
Alejandro? ¡Aún es de día!”, le pregunté un tanto extrañado. Con la mayor
naturalidad, me respondió: “Así duermo más horas y, a lo mejor, sueño con Doraemon”.
Siempre
hemos cultivado, Carmen en bastante mayor medida que yo, ese mundo de magia e
ilusión que rodea a los niños. Debo confesar que a mí, en determinadas
ocasiones, como las navidades, sus cumpleaños y otro tipo de celebraciones,
llega a agotarme físicamente mantener tanta tensión, pero, al cabo, participo
en el jolgorio de mejor o peor gana y en la medida de mis posibilidades. Quedan
en la historia familiar aquella bruja que se escondía en un armario del piso de
mis suegros y a la que el abuelo Fernando logró arrebatarle hace años un jirón
de su vestido. O la casa de los tres cerditos completamente arruinada por las
fechorías del lobo, uno de los primeros hitos que hay que superar si queremos
alargar un tanto los paseos en el Pantano….
Algunos
de los educadores que han
estado a cargo de nuestros hijos insisten en el carácter infantil e inmaduro
que comparten los tres. Nos cuesta trabajo entender cómo es posible que unos
niños, carne de guardería, comedores escolares y “horas extendidas” desde los
cuatro meses de edad que, al contrario que la inmensa mayoría de sus
compañeros, no han gozado de la entrega sin límites de sus abuelos, y que han
visto a sus padres trabajar como mulas dentro y fuera de casa, sean tan
infantiles e inmaduros como nos aseguran.
Habría
que aclarar qué se entiende por madurez en una sociedad que contrapone este
concepto al de ingenuidad, de manera que la inmadurez y el infantilismo se
caracterizarán por la simpleza, la facilidad de ser engañado, la ausencia de
malicia, astucia o doblez al obrar, la inocencia, la sinceridad y carencia de
malas intenciones.
Es
cierto que, como acabo de decir, hemos alimentado en no poca medida ese mundo
mágico que no nos parece mal visiten con frecuencia, como también es verdad que
siempre procuramos que tengan seguridad en si mismos, en el mundo y en la
gente, sobre todo en la más cercana a ellos, y que valoren, además de lo
propio, a las personas, no en función de qué beneficio puedan obtener de
ellas, si no en virtud de sus principios y del ejemplo que ofrecen. Es una
tarea muy difícil, ya que a menudo hay que sustraerse del ambiente que nos
rodea que muy poco ayuda.
En
este empeño siempre hemos depositado toda nuestra confianza en aquellos
profesores y personal no docente que durante ocho horas diarias tienen en sus
manos la educación y el cuidado de los niños. Nunca estaremos lo
suficientemente agradecidos a Enriqueta y Conchi, Susana, Marta y Adolfina,
Sergio, las dos Encarnas, Manolo y Gema, Sandra, Jesús, Virginia y Mª Carmen, Nieves, Elena y
Esperanza… Todos ellos supieron ver más allá de las apariencias y los gestos de
los críos, encauzando su energía, descubriendo sus potencialidades, corrigiendo
sus defectos o advirtiendo sus temores para poder disiparlos, al tiempo que les
transmitían conocimientos y, lo que es más importante: las ganas y la
curiosidad por adquirirlos.
El
fruto de su trabajo ahí está, y guardamos hacia ellos el afecto y el
agradecimiento más sincero. Dedicados a la siembra y cultivo de una serie de
valores muy poco cotizados hoy en día, como el esfuerzo, la integración, el
optimismo, el respeto a la diferencia, la curiosidad y admiración por el mundo
en torno…, reflejaban en todos y cada uno de sus actos la vocación propia del maestro.
Esta palabra tan grande, tan cargada de significado: Maestro, está
siendo sustituida hoy por la de educador,
ambigua y extraña, cajón de sastre y arma de doble filo, cuando por experiencia
profesional o perfil vital aún no se está a la altura de tan excelso papel.
Porque
de arma letal podemos calificar aquellas artimañas, las de algunos educadores
que, no contentos con renunciar a guiar al alumno en el aprendizaje y en la
adquisición de las herramientas que tan útiles le serán en la vida, vuelcan
todo su afán en ahondar en sus debilidades, para apartarlo del grupo, o en
segar con violencia aquellas actitudes o inclinaciones, no estrictamente académicas,
que le hacen destacar por encima del rebaño. Son unos auténticos maestros,
pero de la exclusión y de la segregación, alrededor de los cuales gira
necesariamente todo un enjambre de psicólogos, y psicopedagogos
que en ocasiones les proporcionan el argumentario imprescindible para
justificar todas las torpezas que tienen ocasión de perpetrar a diario.
Recientemente
tuvimos una experiencia difícil de calificar a raíz de una gamberrada
infantil que había cometido Itziar. Tan grande fue para nosotros el
impacto recibido, por lo inesperado, arbitrario e incomprensible, que pasamos
un fin de semana toledano, de esos que no se olvidan fácilmente. Carmen, con su
cabeza siempre más ordenada y metódica, no tardó en racionalizar el asunto,
haciendo acopio de datos que avalaban no solo la falta de apoyatura legal de la
medida adoptada (nada más y nada menos que una expulsión del centro), sino
también el repudio que inspiraba entre los expertos en la materia. Pero de nada
sirvió. Lo que se perseguía con la sanción era precisamente la eliminación social, el apartamiento
momentáneo de la víctima del grupo al que pertenece justo en la edad en que
tanto se valora la opinión que los demás tienen de uno mismo. Es decir: la más
descarada humillación.
Podemos
atribuir tal decisión, con el ánimo de sortear todo conflicto, a la
inexperiencia (y consiguiente inseguridad) de quien tuviera la potestad de
escoger la sanción más adecuada a la falta cometida… teniendo en cuenta que en
un contexto escolar el castigo no busca reprimir conductas sino encauzar
comportamientos. El caso es que, a medida que avanzaba la regañina, (pues me
citaron, no para consensuar la sanción más adecuada, dentro de la tradicional
llamada a la colaboración de los padres con la escuela, sino solo para rubricar
una decisión inapelable), se inflamaba su discurso, se multiplicaban los
improperios, alusiones a denuncias anónimas y argumentos contradictorios bajo
la comprensión hacia nuestra dificultad para educar correctamente a los niños. Y en un discurso que se decía y desdecía con pasmosa soltura, afloró por fin
aquello que convertía un delito
aparentemente trivial en un comportamiento intolerable y preocupante: el don de gentes de
Itziar (“haga lo que haga tu hija, a la que tenemos, por otra parte, un gran
cariño, le seguirán todos los demás, y eso no podemos consentirlo”) y su
defensa a cualquier precio de una reivindicación reclamada por sus compañeros y
de la que la niña no se iba a beneficiar pues no le interesaba lo más mínimo,
pero que estaba obligada a defender en su calidad de delegada y representante
de sus compañeros.
Era
inevitable nuestra perplejidad ante lo que no podíamos valorar más que como una
reacción violenta y algo primitiva ante el temor de que se tambalee un mundo de adulación
y ciego seguidismo que, consciente o inconscientemente, termina por edificar una visión así del
mundo. Como afirma Plutarco: “El hombre supersticioso teme la tierra y el
mar, el aire y el cielo, las tinieblas y la luz, el ruido y el silencio: teme
hasta los sueños”
Sea
como fuere el daño ya está hecho. Yo apenas acabo de salir del marasmo. Porque
por encima de esa mezcla, desgraciadamente muy común hoy en día, de inexperiencia
e inseguridad, se veían las negras alas del saqueador de conciencias, de ese
cuervo empeñado en abortar cualquier atisbo de diferencia, en desgarrar todo
conato de cuestionamiento de la arbitrariedad impuesta, ofendiendo no solo a la
razón, si no poniendo en entredicho los más altos principios, con la apelación
a rumores e infundios que se prestan a tergiversaciones…
dicho sea en un plano abstracto y desde el más profundo respeto.
Sin
duda su intención era acelerar la entrada en la madurez de la educanda. Pero probablemente sin
quererlo han pisoteado su ingenuidad (no olvidemos que ingenuidad también es
sinónimo de libertad y se opone a esclavitud y servilismo), dificultando su acceso a la madurez de la mano del tiempo y la
experiencia adquirida, como es lo deseable. De momento, y como primer éxito de
gestión, han conseguido confundir, en una mente en plena formación, acción de
la Pastoral (loable en si misma, pero independiente de la acción docente) con
actividad académica (guiada por
criterios pedagógicos y nunca doctrinales), ahondando un poco más en la
dificultad que cualquier adolescente tiene para diferenciar ambientes distendidos (lo denominan así)
de vida escolar. Por todo ello no puedo evitar que me venga a la cabeza aquella
famosa cita bíblica "!Ay de quien escandalice a estos
pequeños, más le valdría no haber nacido¡".
Con planteamientos
así no veo que se pueda establecer ningún puente ni valen medias tintas.
Tampoco cabe aquello de "el mejor desprecio es no hacer aprecio", ni
diplomacia, ni mucho menos elegancia. Entablar un diálogo con quien
solo acepta lo que piensa poder imponer a la fuerza es ridículo, un vano
esfuerzo. Como bien dijo Churchill a Chamberlain cuando éste aprobó la invasión
de los Sudetes por Hitler, con el estúpido objetivo de apaciguar a la bestia:
“Te han dado a elegir entre el deshonor y la guerra. Elegiste el deshonor, y
tendrás la guerra” Bastante clara tenía la bestia su meta y se perdió un tiempo
precioso (y millones de vidas) en filigranas y puentes que una de las partes
jamás tuvo intención de cruzar.
Por
suerte en esta ocasión soy consciente de ser tremendamente exagerado (y me
tranquiliza constatar que el centro por el momento no dispone de duchas ni de
jabón). Sin duda el humor es una salida más inteligente que el conflicto cuando
el individuo se niega a renunciar a la razón. Clasificaré este post en la categoría
de Desahogos y no en Personal. Espero no terminar siendo esclavo de mis palabras.