sábado, 29 de junio de 2013

Bajo las alas del cuervo

 “Pálidos miedos comparados con los que experimentan todos los niños en la oscuridad de sus lechos, sin poder confesárselos a nadie en la esperanza de ser comprendido, a no ser a otro niño. No hay terapia de grupo, ni psiquiatría, ni servicios sociales de la comunidad para el niño que debe hacer frente a eso que todas las noches está en el sótano o debajo de la cama, a eso que acecha, se mueve y amenaza detrás del punto donde la visión se acaba. Y noche tras noche hay que librar la misma batalla solitaria, y la única cura es que al final las facultades imaginativas terminan por anquilosarse, y a eso se le llama ser adulto.” Stephen King, Salem’s Lot, 1975


La otra noche soñó Alejandro con el Pequeño Vampiro. Allí estaba Rüdiger, en nuestra casa que, a la vez, era el colegio y mi hijo, convertido por arte de birlibirloque en un nuevo Anton, disfrutó tanto de aquel momento que, al día siguiente, nada más levantarse, le faltó tiempo para contármelo con todo lujo de detalles. No contento con ello, volvió a la carga por la tarde, y hablamos largo y tendido de los sueños, asunto que, por otra parte, me apasiona; de cómo se sirve de ellos la mente para descansar mientras procede a una ordenación de la información almacenada durante el día; de esos sueños que nos traen a los que ya no están y de los que despertamos dulcemente; o de aquellos otros que nos sumergen en una angustia que ahoga y de la que no podemos huir…. El niño fijaba la mirada en algún punto del vacío, signo inequívoco de que iba a proceder con una batería de preguntas que venía acariciando horas antes. Hasta entonces nunca había manifestado la menor curiosidad por ese mundo que habitamos mientras dormimos, por lo que no tardó en recuperar el tiempo perdido. ¡Y de qué manera! Yo respondía a su interrogatorio como buenamente podía intentando, por un lado, calmar sus inquietudes quitándole hierro al hecho de soñar, pues me daba cuenta de hasta qué punto le había afectado el asunto; y, por otra parte, de forma un tanto irresponsable, animándole, ma non troppo, a explorar ese terreno de lo irreal y fantástico a modo de entretenimiento y escape. Por la noche, cenó a toda velocidad, se duchó, y se metió en la cama cuando apenas habían dado las nueve. “¿No es un poco pronto, Alejandro? ¡Aún es de día!”, le pregunté un tanto extrañado. Con la mayor naturalidad, me respondió: “Así duermo más horas y, a lo mejor, sueño con Doraemon”.




Siempre hemos cultivado, Carmen en bastante mayor medida que yo, ese mundo de magia e ilusión que rodea a los niños. Debo confesar que a mí, en determinadas ocasiones, como las navidades, sus cumpleaños y otro tipo de celebraciones, llega a agotarme físicamente mantener tanta tensión, pero, al cabo, participo en el jolgorio de mejor o peor gana y en la medida de mis posibilidades. Quedan en la historia familiar aquella bruja que se escondía en un armario del piso de mis suegros y a la que el abuelo Fernando logró arrebatarle hace años un jirón de su vestido. O la casa de los tres cerditos completamente arruinada por las fechorías del lobo, uno de los primeros hitos que hay que superar si queremos alargar un tanto los paseos en el Pantano….

Algunos de los educadores que han estado a cargo de nuestros hijos insisten en el carácter infantil e inmaduro que comparten los tres. Nos cuesta trabajo entender cómo es posible que unos niños, carne de guardería, comedores escolares y “horas extendidas” desde los cuatro meses de edad que, al contrario que la inmensa mayoría de sus compañeros, no han gozado de la entrega sin límites de sus abuelos, y que han visto a sus padres trabajar como mulas dentro y fuera de casa, sean tan infantiles e inmaduros como nos aseguran.

Habría que aclarar qué se entiende por madurez en una sociedad que contrapone este concepto al de ingenuidad, de manera que la inmadurez y el infantilismo se caracterizarán por la simpleza, la facilidad de ser engañado, la ausencia de malicia, astucia o doblez al obrar, la inocencia, la sinceridad y carencia de malas intenciones.


Es cierto que, como acabo de decir, hemos alimentado en no poca medida ese mundo mágico que no nos parece mal visiten con frecuencia, como también es verdad que siempre procuramos que tengan seguridad en si mismos, en el mundo y en la gente, sobre todo en la más cercana a ellos, y que valoren, además de lo propio, a las personas,  no en función de qué beneficio puedan obtener de ellas, si no en virtud de sus principios y del ejemplo que ofrecen. Es una tarea muy difícil, ya que a menudo hay que sustraerse del ambiente que nos rodea que muy poco ayuda.

En este empeño siempre hemos depositado toda nuestra confianza en aquellos profesores y personal no docente que durante ocho horas diarias tienen en sus manos la educación y el cuidado de los niños. Nunca estaremos lo suficientemente agradecidos a Enriqueta y Conchi, Susana, Marta y Adolfina, Sergio, las dos Encarnas, Manolo y Gema, Sandra, Jesús, Virginia y Mª Carmen, Nieves, Elena y Esperanza… Todos ellos supieron ver más allá de las apariencias y los gestos de los críos, encauzando su energía, descubriendo sus potencialidades, corrigiendo sus defectos o advirtiendo sus temores para poder disiparlos, al tiempo que les transmitían conocimientos y, lo que es más importante: las ganas y la curiosidad por adquirirlos.

El fruto de su trabajo ahí está, y guardamos hacia ellos el afecto y el agradecimiento más sincero. Dedicados a la siembra y cultivo de una serie de valores muy poco cotizados hoy en día, como el esfuerzo, la integración, el optimismo, el respeto a la diferencia, la curiosidad y admiración por el mundo en torno…, reflejaban en todos y cada uno de sus actos la vocación propia del maestro. Esta palabra tan grande, tan cargada de significado: Maestro, está siendo sustituida hoy por la de educador, ambigua y extraña, cajón de sastre y arma de doble filo, cuando por experiencia profesional o perfil vital aún no se está a la altura de tan excelso papel.



Porque de arma letal podemos calificar aquellas artimañas, las de algunos educadores que, no contentos con renunciar a guiar al alumno en el aprendizaje y en la adquisición de las herramientas que tan útiles le serán en la vida, vuelcan todo su afán en ahondar en sus debilidades, para apartarlo del grupo, o en segar con violencia aquellas actitudes o inclinaciones, no estrictamente académicas, que le hacen destacar por encima del rebaño. Son unos auténticos maestros, pero de la exclusión y de la segregación, alrededor de los cuales gira necesariamente todo un enjambre de psicólogos, y psicopedagogos que en ocasiones les proporcionan el argumentario imprescindible para justificar todas las torpezas que tienen ocasión de  perpetrar a diario.

Recientemente tuvimos una experiencia difícil de calificar a raíz de una gamberrada infantil que había cometido Itziar. Tan grande fue para nosotros el impacto recibido, por lo inesperado, arbitrario e incomprensible, que pasamos un fin de semana toledano, de esos que no se olvidan fácilmente. Carmen, con su cabeza siempre más ordenada y metódica, no tardó en racionalizar el asunto, haciendo acopio de datos que avalaban no solo la falta de apoyatura legal de la medida adoptada (nada más y nada menos que una expulsión del centro), sino también el repudio que inspiraba entre los expertos en la materia. Pero de nada sirvió. Lo que se perseguía con la sanción era precisamente  la eliminación social, el apartamiento momentáneo de la víctima del grupo al que pertenece justo en la edad en que tanto se valora la opinión que los demás tienen de uno mismo. Es decir: la más descarada humillación.

Podemos atribuir tal decisión, con el ánimo de sortear todo conflicto, a la inexperiencia (y consiguiente inseguridad) de quien tuviera la potestad de escoger la sanción más adecuada a la falta cometida… teniendo en cuenta que en un contexto escolar el castigo no busca reprimir conductas sino encauzar comportamientos. El caso es que, a medida que avanzaba la regañina, (pues me citaron, no para consensuar la sanción más adecuada, dentro de la tradicional llamada a la colaboración de los padres con la escuela, sino solo para rubricar una decisión inapelable), se inflamaba su discurso, se multiplicaban los improperios, alusiones a denuncias anónimas y argumentos contradictorios bajo la comprensión hacia nuestra dificultad para educar correctamente a los niños. Y en un discurso que se decía  y desdecía con pasmosa soltura, afloró por fin aquello que convertía un delito aparentemente trivial en un comportamiento  intolerable y preocupante: el don de gentes de Itziar (“haga lo que haga tu hija, a la que tenemos, por otra parte, un gran cariño, le seguirán todos los demás, y eso no podemos consentirlo”) y su defensa a cualquier precio de una reivindicación reclamada por sus compañeros y de la que la niña no se iba a beneficiar pues no le interesaba lo más mínimo, pero que estaba obligada a defender en su calidad de delegada y representante de sus compañeros.

Era inevitable nuestra perplejidad ante lo que no podíamos valorar más que como una reacción violenta y algo primitiva ante el  temor de que se tambalee un mundo de adulación y ciego seguidismo que, consciente o inconscientemente,  termina por edificar una visión así del mundo. Como afirma Plutarco: “El hombre supersticioso teme la tierra y el mar, el aire y el cielo, las tinieblas y la luz, el ruido y el silencio: teme hasta los sueños

Sea como fuere el daño ya está hecho. Yo apenas acabo de salir del marasmo. Porque por encima de esa mezcla, desgraciadamente muy común hoy en día, de inexperiencia e inseguridad, se veían las negras alas del saqueador de conciencias, de ese cuervo empeñado en abortar cualquier atisbo de diferencia, en desgarrar todo conato de cuestionamiento de la arbitrariedad impuesta, ofendiendo no solo a la razón, si no poniendo en entredicho los más altos principios, con la apelación a rumores e infundios que se prestan a  tergiversaciones… dicho sea en un plano abstracto y desde el más profundo respeto.

Sin duda su intención era acelerar la entrada en la madurez de la educanda. Pero probablemente sin quererlo han pisoteado su ingenuidad (no olvidemos que ingenuidad también es sinónimo de libertad y se opone a esclavitud y servilismo), dificultando su  acceso a la madurez de la mano del tiempo y la experiencia adquirida, como es lo deseable. De momento, y como primer éxito de gestión, han conseguido confundir, en una mente en plena formación, acción de la Pastoral (loable en si misma, pero independiente de la acción docente) con actividad académica (guiada por  criterios pedagógicos y nunca doctrinales), ahondando un poco más en la dificultad que cualquier adolescente tiene para diferenciar ambientes distendidos (lo denominan así) de vida escolar. Por todo ello no puedo evitar que me venga a la cabeza aquella famosa cita  bíblica "!Ay de quien escandalice a estos pequeños, más le valdría no haber nacido¡".

Con planteamientos así no veo que se pueda establecer ningún puente ni valen medias tintas. Tampoco cabe aquello de "el mejor desprecio es no hacer aprecio", ni diplomacia, ni mucho menos elegancia.  Entablar un diálogo con quien solo acepta lo que piensa poder imponer a la fuerza es ridículo, un vano esfuerzo. Como bien dijo Churchill a Chamberlain cuando éste aprobó la invasión de los Sudetes por Hitler, con el estúpido objetivo de apaciguar a la bestia: “Te han dado a elegir entre el deshonor y la guerra. Elegiste el deshonor, y tendrás la guerra” Bastante clara tenía la bestia su meta y se perdió un tiempo precioso (y millones de vidas) en filigranas y puentes que una de las partes jamás tuvo intención de cruzar.


Por suerte en esta ocasión soy consciente de ser tremendamente exagerado (y me tranquiliza constatar que el centro por el momento no dispone de duchas ni de jabón). Sin duda el humor es una salida más inteligente que el conflicto cuando el individuo se niega a renunciar a la razón. Clasificaré este post en la categoría de Desahogos y no en Personal. Espero no terminar siendo esclavo de mis palabras.