viernes, 12 de febrero de 2016

Juan Modesto, que estás en los cielos ("El tiempo de los héroes", Javier M. Reverte, 2013)




“- Me recuerda el Madrid de hace dos años – dijo Delage.

- Pero sin hombres en las barricadas dispuestos a morir por defenderla…

- No es tiempo de héroes, Juan.

- O es que todos los héroes están muertos, amigo” (535)


La mitología es la aliada fiel del miedo y la incertidumbre, de la inseguridad y el desconocimiento. El recurso al mito facilita el ensamblaje de los hombres en el interior de la maquinaria de un mundo perfecto, organizado a priori, donde no cabe la improvisación ni el desconcierto. Cuando invocamos a los héroes o a los dioses para comprender una realidad compleja y enmarañada, aceptamos de antemano nuestra derrota e incapacidad a cambio de una interpretación amable de la vida, ajustada a nuestra siempre limitada perspectiva, dulce lenitivo que nos libra del enojoso trabajo de cuestionarnos determinados dogmas de fe.

La forja de un héroe, desde que el mundo es mundo y el hombre que lo habita se ha visto en la imperiosa necesidad de crear un ídolo que alivie sus miserias al verse por él siempre superado, meta inalcanzable y sobrehumana, ha seguido siempre un mismo camino, unas pautas propias de manual de uso y entretenimiento. Ya se trate de héroes mitológicos, políticos o de andar por casa, todos ellos comparten un número variable de características que podríamos resumir en las que siguen: una infancia desdichada (por exclusión, pobreza o el ejercicio de un duro trabajo prematuramente impuesto) hace que nuestro protagonista sea consciente antes de tiempo de la realidad que le rodea y luche por alzarse sobre ella destacando del resto de sus coetáneos. Una vez superadas las dificultades iniciales, procederá a sobreactuar en el desarrollo de una serie de virtudes: hombría de bien, desprendimiento, solidaridad, valentía y arrojo, defensa del débil o el desvalido…. La formación intelectual y las herramientas sociales que no pudo adquirir en su plenitud durante su infancia, adolescencia y juventud, tiempo invertido en defenderse de las tiranías de un medio hostil, las procurará a su manera, despertando en quienes le rodean un sentimiento mezcla de admiración y compasión. Y así transcurrirá su existencia, dejando rastro de su paso por el mundo y una cohorte de seguidores que alimentarán y, en la medida de lo posible, inflarán su fama cuando se haya ido.

El uso de esas herramientas fantásticas y estupendas en cualquier mitogénesis que se precie, previa aceptación acrítica e incondicional de postulados mil veces repetidos, puede ser involuntario, puro reflejo de una mentalidad acomodaticia; o premeditado, lo que conlleva invertir un esfuerzo sobrehumano a quien lo elige y abraza, semejante al de hacer pasar un elefante por el ojo de una aguja.

José Miaja (1878-1958) y El Campesino
Javier M. Reverte (Madrid, 1944), en su novela de 2013 “El tiempo de los héroes”, se entrega gozoso a esta segunda opción, a saber: presentar nuestra Guerra Civil a través de la figura gustosamente mitificada de uno de sus protagonistas: Juan Modesto Guilloto (1906-1969). En este sentido, el libro que nos ocupa se presta muy bien a tres lecturas y otras tantas interpretaciones: una novela de acción, una biografía novelada  y un alegato político.


Como mera ficción, dejando a un lado la historicidad de lo narrado, resulta ágil, amena y de un agradable dinamismo. Desde su presente narrativo, los días de marzo previos al final de la guerra, con el desbarajuste de las autoridades republicanas ultimando los preparativos de su marcha al exilio, se aborda el desarrollo de la contienda con la descripción cronológicamente ordenada de los episodios que jalonan el conflicto, en los que Modesto, por acción o por omisión, ha jugado un destacado papel. Aquí destaca el talento de Javier M. Reverte como novelista y autor de libros de viaje, a medio camino entre el periodismo y el testimonio.

“Entre el 6 y el 27 de febrero [de 1937, refiriéndose a la batalla del Jarama] los ejércitos excavaron trincheras y alzaron refugios en los pequeños valles de tierra arcillosa cubiertos de vegetación salvaje. Se combatió con saña y dureza, sin apenas tregua, en cerros como el Pingarrón y la colina del Suicidio. Se luchó en las trincheras igual que en la Gran Guerra y miles de hombres pelearon a la bayoneta en los extensos olivares de las llanadas que dominaban el Tajuña. Hubo cargas de caballería a la usanza del siglo XIX. Y se emplearon unidades blindadas, un preludio de las grandes batallas de la Segunda Guerra Mundial” (189)

Sin embargo, no renuncia a cierto lirismo, de carácter simbólico, como la acertadísima imagen del caballo cartujano que debutará en el relato caracoleando en el dantesco escenario de un patio del madrileño Cuartel de la Montaña sembrado de cadáveres, tras el fracaso de la rebelión militar en Madrid:

“Y de súbito se oyó un sonoro relincho. Un airoso y ligero caballo, de pelaje blanco y crines tocadas de una luz dorada entró a galope en la explanada, escapado de las cuadras del fondo del cuartel… El tiroteo cesó en uno y otro lado. Y el silencio se posó sobre el cuartel. El corcel recogió el paso, trotó entre los muertos, dio breves galopes a un lado y a otro del patio, como si bailara,… y miró con sus ojos negros a los hombres” (29-30)

Este caballo, propiedad de un Osborne “militar señorito, señorito de Jerez” aparecerá en, al menos, seis ocasiones más a lo largo del relato, constituyendo algo así como un nexo sentimental del protagonista con su Cádiz natal y, curiosamente, proporciona al autor la posibilidad de mostrarnos el lado más humano de Modesto, lejos del encorsetamiento y los lugares comunes que abordaremos enseguida. Así, cuando cae Cataluña y un amplio contingente del ejército popular se vea obligado a pasar a Francia, el ya coronel Modesto, acompañando a las tropas en desbandada, se encuentra con el “señorito de los Osborne” que persigue a las unidades que se agolpan en la frontera. En el horizonte, identifica a Capitán que así se llama el caballo, montado por Modesto:

“- Te vimos desde lejos y yo te reconocí… por el animal [dice el oficial franquista] Quería decirte que tu mujer y tus hijas están bien. Mi familia se ha ocupado de ellas. Y ahora, en cuanto esta guerra termine, haré que pasen sanas y salvas a Francia. Es lo que tu esposa desea… ¿Le digo algo a tu mujer?

- Dile que vuelvo a la guerra… Porque, que lo sepas, señorito Osborne, esto no ha terminado mientras quede un Guilloto suelto.

- ¡Cabalga de una vez y no vuelvas la cabeza!

- Nunca dejaré de volverla, aunque tenga que cabalgar de espaldas. Me gusta mirar de frente al enemigo. ¡Salud, paisano!” (567-568)

Enrique Líster y Fidel Castro

Esta fanfarronería, o exceso de testosterona, y aquí entramos ya en la segunda lectura, o forma de abordar la narración como biografía novelada, es una constante en el relato. El autor no oculta la admiración que le inspira Modesto, teniendo en cuenta el calificativo del que echa mano a la hora de definir su obra en el epílogo como “una novela trágica, en el sentido clásico de la palabra” (581) y recurrir a la autoridad de Aristóteles que, en su “Poética”, al hablar del objetivo del bardo, afirma que “no es tanto contar las cosas que realmente han sucedido cuanto narrar aquellas cosas que podrían haber sucedido y las cosas que son posibles de acuerdo con la verosimilitud o la necesidad” (581). Con semejantes premisas, ya está servido el plan de la biografía-hagiografía-panegírico a mayor gloria de Juan Modesto Guilloto.

En primer lugar, nuestro protagonista es un héroe:

“- Eso le digo yo, camarada Modesto. Soy de las Juventudes Socialistas  y estoy orgullosa de saludar a un héroe.

Modesto dejó escapar una leve carcajada.

- Héroes somos todos, guapa camarada” (350)

Como todo héroe consciente de su condición, y haciendo honor a su apodo, practica la modestia : “Se le hacía extraño y en cierto modo incómodo sentirse querido y saberse famoso. Siempre había detestado la vanidad” (119)

Su presencia y aspecto, “de mirada directa y escrutadora, rostro tostado por el sol de las batallas de la sierra y sonrisa siempre presta a asomar burlona en los finos labios” (122) no dejaba indiferentes a hombres ni a mujeres:

“Le gustaban su torso velludo, sus firmes muslos, los brazos musculosos, el recio perfil de la nariz romana, los cabellos revueltos sobre la almohada y, sobre todo, aquella oreja mutilada que, para ella, retrataba una naturaleza salvaje” (153).  
Miguel Hernández (1912-1942)
Tipo legendario donde lo haya, muy a menudo se mueve por instinto e intuición: “no sé; no era yo. La acción me arrastraba, no era capaz de detenerme” (346) y siente el peso sobrehumano de su responsabilidad: “El heroísmo es una cosa extraña: debes enfrentarte al mismo tiempo a tu sufrimiento y a tu esperanza. No es algo fácil de comprender y asumir, Dolores. Te lo digo yo, que estoy en medio de la refriega” (390)
Y aunque desprecia la venganza como acto de justicia (parece ser que su intervención en el Cuartel de la Montaña evitó un aun mayor derramamiento de sangre), no por ello deja de ser un sentimental al que le duele el sufrimiento ajeno y el horror. En toda la novela solo hay un pasaje en el que Modesto hace uso de la violencia más allá del campo de batalla. Al entrar en el Casar de Escalona, que había sido tomado y abandonado por las columnas franquistas apenas unas horas antes, los hombres de Modesto se encuentran un gran número de civiles asesinados.

María Teresa León (1903-1988)

“Entre los cadáveres había numerosas muchachas. Modesto recordaba a una de ellas, casi una niña… yacía tendida boca arriba, con sus cabellos rizados de color trigueño bañándose en el charco de su propia sangre… Muchos hombres curtidos en las recientes luchas de la sierra lloraron ese día y el siguiente. No hubo prisioneros… “ (99)

Por último, cabe destacar la gran labor de documentación llevada a cabo por Javier Reverte a la hora de allegar materiales para la novela, lo cual no le impide caer en determinados clichés, como ese maniqueísmo tan manido al que a tantos y tantos autores les cuesta sustraerse, pero que, en su caso, es consciente, deliberado y confeso, lo cual no solo no le quita ningún mérito a la obra, más bien avala su calidad indiscutible. Abundan las referencias a intelectuales (Rafael Alberti, María Teresa Léon, Miguel Hernández…), corresponsales extranjeros (Louis Fischer (1896-1970), Herbert Matthews (1900-1977), Hemingway (1899-1961), Henry Buckley (1904-1972), Franciszek Pruszynsky (1907-1950), Ilyá Ehrenburg (1891-1967), Robert Capa (1913-1954), Martha Gellrhom (1908-1998), Jeannete Cohen…”su buen amigo Mijail Koltsov” (387)), a sus vidas a cuerpo de rey en los hoteles madrileños, así como a los brigadistas internacionales, de los que alaba su elevada condición intelectual que no duda en contraponer a la inane de sus enemigos. “Aquel día, la línea de fuego de la Casa Blanca, en donde perecieron doscientos veinticinco de los seiscientos británicos que la defendían quedó bautizada como la Colina del Suicidio. Cuando los soldados rebeldes recorrieron las trincheras y parapetos británicos, repletos de cadáveres y de miembros humanos desgajados de sus cuerpos por los bombardeos, encontraron abundancia de libros entre las armas y los equipos abandonados. No eran breviarios religiosos, ni biblias ni coranes. Los firmaban gentes que casi ningún soldado ni oficial franquista podían reconocer: Shakespeare, Dickens, Darwin…” (207) Y lamenta el trato que recibieron los más de dos centenares de voluntarios extranjeros fusilados por uno de sus jefes, Marty, en el monte del Pardo durante la batalla de Brunete, lo que no le impide hacer un alarde de realpolitik ante su comisario político, Luis Delage García (1908-1991), un curioso y muy acertado personaje a medio camino entre Pepito Grillo y coro de tragedia griega, que acompañará a Modesto durante todo el relato a modo de conciencia, freno y acicate. Ante la protesta expresada por Delage por semejante masacre, replica Modesto:”-… No puedo hacer nada, Luis, no se puede hacer nada. Marty tiene mucho peso en la Internacional Comunista, es un hombre de confianza de Stalin. Es terrible lo que ha hecho, pero ya no tiene remedio y no podemos actuar contra él…, la guerra. Si en mi mano estuviera, yo le fusilaría esta misma tarde. Pero el Partido no lo consiente, y son muchos los que aconsejan volver la cabeza hacia otro lado, que es lo que estamos haciendo tú y yo.
-. Algún día me cagaré en Stalin.
- Ni te he oído, comisario Luis. Stalin nos envía armamento” (333-334)

Rafael Alberti (1902-1999)


En el mismo sentido se enmarcan las palabras del comandante George Natham (1895-1937) cuando se pregunta si tienen derecho a fusilar a los voluntarios internacionales que huían aterrorizados: “En la Gran Guerra fusilamos a muchos de los nuestros por cobardía ante el enemigo. Creo que ejecutamos a demasiados y que algún día lo lamentaremos” (320). Dicho lo cual, cayó abatido por una granada.


Segismundo Casado
La fuerza que no pudo ejercer contra André Marty (1886-1956), no dudó en aplicarla, aunque de palabra, contra otros jefes de milicias, como Valentín González, El Campesino (1904-1983), el anarquista Cipriano Mera (1897-1975), que en un momento de la novela increpará a Modesto con una frase lapidaria: “Lo peor de los comunistas es que siempre creéis que la razón es vuestra. Sois como los curas” (336), el coronel Segismundo Casado (1893-1968), al que amenazará durante una comida: “En tu corazón anida la traición, Casado, lo leo en tus ojos. Algún día te pegaré un tiro en la sien. Eres un malnacido…” (543) y el general Manuel Matallana (1894-1952), contrarios los tres últimos, al final de la guerra, a la política de Juan Negrín (1892-1956), el presidente del Gobierno hacia el que no ahorra ditirambos, al igual que admira a Vicente Rojo (1894-1966) y, con alguna reserva, a Enrique Líster (1907-1994), con el que compartió formación  en Frunze, la Academia Militar del Ejército Rojo.

Respecto al Campesino, apelando a las palabras de Aristóteles recogidas más arriba, recrea una conversación que no tiene desperdicio entre Santiago Carrillo (1915-2012) y Modesto en plena batalla de Teruel:

“- Hace tiempo que quiero saber qué pasa con el Campesino, Santiago… ¿Quién le apoya en el Partido?

- La dirección

- No lo entiendo

- Es un mito, ha conseguido convertirse en una leyenda: el soldado surgido del pueblo, valiente y generoso

- Es todo lo contrario, Santiago: ese hombre está loco.

- Pero la gente cree otra cosa… Y en la guerra necesitamos de leyendas que ayuden a mantener elevada la moral del pueblo.

- Al pueblo no le gustará saber que un día le creamos héroes falsos.

- Yo no apoyo a Valentín; pero la mayoría de la dirección sí lo hace.

- No me gusta que mi partido engañe, Santiago… Yo soy un hombre de trincheras y tú eres un hombre de pensamiento. Pero ambos defendemos unos principios de justicia y de igualdad, ¿no? ¿O es que lo hemos olvidado?...” (411)

Juan Negrín
En fin, como casi toda novela histórica con intenciones didácticas (y esta las tiene), el autor, en boca de su protagonista, facilita una explicación que aclare el final del drama. Sirviéndose de una conversación entre Modesto  y Negrín, se aportan una serie de claves que ilustran la inevitable salida del conflicto. En opinión de Modesto, la derrota de la República se debió exclusivamente a factores externos: “superioridad del enemigo en armamento, en municiones, en tanques y en aviación… cobardía de las democracias, Inglaterra y Francia en particular, y por la traición de Casado” (354), a los que añadirá Negrín el papel jugado por los comunistas, que alertó a las democracias europeas de la posibilidad de que se creara “un Estado de signo socialista con serias posibilidades de que fuese controlado por los comunistas españoles, por un partido puesto al servicio de Stalin”, para concluir que “la guerra ha destruido cualquier salida de signo democrático y liberal al estilo de Europa” (355)


“Vendrá un tiempo de héroes fatigados, tipos que pondrán en cuestión la necesidad de luchar y morir por una idea. Ya no habrá héroes, tan solo caricaturas de una raza extinguida a la que usted pertenece, Modesto. Y luego vendrá la barbarie” (457)