viernes, 27 de julio de 2012

Parada y fonda. Llames de Parres (Asturias), 21 y 22 de julio de 2012

Dedico estas líneas a todos los que, en mayor o menor medida, se ocuparon de la organización y buena marcha del campamento del Grupo Scout Planeta en Llames de Parres este verano: Kibu, Nacho, Alberto, Arco Iris, Natalia y todos los demás cuyos nombres aún no he llegado a aprenderme. Como antiguo scout, me ha hecho revivir muchos momentos que creía olvidados y brotar alguna que otra cana más. ¿Debería agradecéroslo?





Llegando a Llames de Parres

Agobiados por la enorme distancia y el escaso tiempo de permanencia, además del calor y el cansancio acumulados las dos últimas semanas, emprendimos el viaje muy avanzada la tórrida tarde del viernes 20 de julio. Pero había que ir, al menos hacer acto de presencia. Itziar y Alejandro llevaban acampados desde el día 16 en un pueblo ilocalizable, como fantasma, de la montaña asturiana y el grupo scout Planeta, al que pertenecen los niños, habían planificado, en principio, para los días 21 y 22 una especie de jornada de puertas abiertas para los padres.

La Posada del Monasterio, en Vega de Caseros o Villanueva de Cangas

Superado el inevitable atasco para salir de Madrid por la Carretera de La Coruña, y a medida que nos alejábamos de la sartén de la meseta sur, el termómetro descendía a la misma velocidad que aumentaban nuestros ánimos y se despejaban las dudas iniciales. Después de las preceptivas desorientaciones provocadas por el sueño y por un itinerario completamente desconocido, a eso de las tres de la mañana llegamos a la Posada del Monasterio, albergue que ocupa una edificación del siglo XVIII situado en Vega de Caseros (o Villanueva de Cangas, que por los dos nombres es conocido), barrio o pedanía de Cangas de Onís, a orillas del Sella.

Alrededor del campamento

La primera impresión, inmejorable. El cielo estrellado y una temperatura de 18 ºC presagiaban una jornada de buen tiempo que diluía los temores de Carmen, siempre recelosa de un norte estival, encapotado y lluvioso. Por si fuera poco, ¡dormimos con manta y colcha!, un auténtico lujo asiático, para mi gusto.

Alejandro (Sol) con Kibu (Gran Castora), junto a la tienda.
Parece que se viene arriba...

Amaneció como ya imaginábamos, con un sol espléndido, radiante, confirmándose lo que solo pudimos sospechar durante el viaje: estábamos en un entorno idílico, rodeados por la sierra de Faces que iba tomando altura hasta Picos de Europa. El verde restallaba en todas sus tonalidades y brillos y la vegetación era allí un verdadero jardín botánico, muestrario de especies y colores.

Uno de los palacetes en la playa de Santa Marina (Ribadesella).
Regusto indiano donde lo haya

En el albergue-posada, muy bien equipado y atendido, se alojaban montañeros y excursionistas en grupos más o menos reducidos. Desayunamos bastante bien y nos dirigimos al campamento, atravesando Villanueva, Las Rozas, Coviella… con sus casas al pie de la carretera, franqueadas por macizos de hortensias y balcones cuajados de flores, como preparados para algún solemne recibimiento. Nos cruzábamos con ciclistas y camionetas que arrastraban remolques cargados de piraguas. En Arriondas tomamos el camino de Ozanes y enseguida, a mano izquierda, enfilamos una estrecha carretera que nos llevó, en un par de kilómetros, a Llames de Parres.

Carpa del comedor e instalaciones anexas desde la carretra

Llames de Parres es un pequeño caserío que cuenta con un alojamiento rural, dos bares y no muchas más viviendas. Allí coincidimos con unos monitores por los que supimos que los niños aun estaban haciendo actividades y que hasta la una no podríamos bajar. Hicimos un poco de tiempo tomando café y charlando con Gaspar y Julio, que gestionaban uno de los bares además de un apartamento, el prado donde acampaban nuestros hijos, una vaquería y algo más. Precisamente Itziar y su grupo estuvieron trabajando un día para Gaspar limpiando la cuadra, recibiendo a cambio un plato de garbanzos que, como comprobamos más tarde, les supo a gloria. Trabajo por comida y cobijo, gran enseñanza: a eso le llamaban supervivencia. Julio, director de cine, nos enseñó un antiguo teatro que fue visitado por Jovellanos e Isabel II. De este hecho se conserva como testimonio el nombre de un sendero, Camino de la Reina, que recuerda aquella estancia.

Otra panorámica del campamento, a vista de pájaro, esto es, desde el camino

Desobedeciendo el mandato de los monitores, a las doce y media no pudimos resistirlo más y bajamos hacia el campamento por una carretera aún más estrecha que la que nos había llevado al pueblo. Dejamos el coche a un lado y, escondidos entre los árboles, cotilleamos, sin ser vistos, desde lo alto. En un pequeño prado rodeado de robles, hayas y castaños, de tejos, olmos, acebos, alisos y fresnos, rodeados por dos altas montañas tapizadas de helechos y salpicadas por algún que otro eucalipto, se extendía la campa. A la derecha, las tiendas de la cocina, la despensa y el material, la carpa del comedor que cobijaba dos mesas alargadas con sus respectivos bancos corridos, el fregadero, con las escudillas, vasos y cubiertos, y las duchas, que consistían en cuatro alcachofas de jardín que apuntaban a un palé sobre una zanja, que tomaban el agua de una manguera conectada a un motor que a su vez se alimentaba del arroyo que rodeaba el prado por uno de sus lados. A la izquierda, desde nuestro privilegiado observatorio, se levantaban las tiendas de los castores y de la tropa, así como las de los monitores, y a un lado, perfectamente camufladas e higienizadas, las letrinas. Los mayores acamparon en un pequeño claro cruzando el arroyo.

Itziar en tiempo libre el sábado al mediodía

Solo cuando terminaron los juegos y comenzó uno de esos intervalos de tiempo libre bajamos los trescientos metros de una empinada trocha sombreada por los árboles que unían sus copas formando una bóveda tupida, y los encontramos estupendos, algo aturdidos por nuestra presencia. Itziar, que desde los seis años ha ido de campamento todos los veranos (aunque ninguno como éste, en lo que a supervivencia se refiere) nos recibió con cordialidad, como si nos acabara de ver el día antes; Alejandro, en cambio, hizo un despliegue de su armamento de chantaje y, aunque le habíamos visto entregado como el que más a los juegos, ensayó uno de sus gestos de sufrimiento y abandono encaminados a minar la moral de su madre. Pero, poco a poco, se vino arriba, enseñándonos la tienda donde dormían, el macutero y todas las obras de ingeniería que habían levantado esa semana. Estuvimos un rato con ellos hasta que llegó la hora de comer e hicimos mutis dos o tres horas. Sobre las cuatro estábamos de vuelta, después de dar buena cuenta de una fabada en un restaurante ente Soto de Dueñas y Sevares.


Alejandro detrás de las tiendas. Esto ya es otra cosa...

A la vuelta, el grupo de padres, un grupo o rama dentro de los scouts al que no pertenecemos, iban a preparar alguna cosilla para el fuego de campamento, para lo que habían convocado una reunión donde Gaspar. La idea no nos seducía ni poco ni mucho. Podíamos excusarnos aduciendo que, mientras ellos tenían una estrecha relación desde años atrás, pues sus hijos son compañeros de colegio, nosotros apenas les conocemos. Pero lo cierto es que no nos acabábamos de ver haciendo el oso,y eso que el escenario se prestaba a ello. Así que, recurriendo al argumento infalible de la siesta de Sara, y a la amenaza de destrozar cualquier plan nocturno si no descansaba un poco, cogimos el portante y subimos a Ribadesella, que se encuentra a apenas 20 kilómetros del campamento. Ya que habíamos hecho tropecientos kilómetros, no era cuestión de volver a Madrid con lo puesto, sin haber visto ni siquiera los alrededores.

Sara, pensativa: "¿Por qué no me dejarán quedarme con los pollitos?"

Ribadesella nos encantó. Aparcamos junto a la playa de Santa Marina, en cuyo paseo se alineaban, como si de una exposición se tratara, los chalets que los indianos, enriquecidos con el comercio del tabaco en Cuba, levantaron en los primeros 20 años del siglo pasado sobre los terrenos que pertenecieron al marqués de Argüelles. En la entrada de cada petit palais, pues con esa ostentosa intención fueron construidos, un letrero proporcionaba información sobre el edificio: propietario inicial, arquitecto, estilo artístico y, casi siempre, dueño actual… O tempora…. Tomamos café en una terracita, envidiando a los paseantes con su jersey en la mano y a los escasos bañistas que se atrevían a chapotear en el agua.


¿En qué estará pensando Ichi?


Sobre las ocho de la tarde regresamos al campamento, participamos con la mejor de nuestras sonrisas en algún que otro juego y cenamos las viandas que trajimos de Madrid, todos bajo la carpa. Ya de noche, encendieron unas tímidas antorchas y lumigas y dio comienzo el fuego (desnaturalizado) de campamento, con las bromas, chanzas y canciones que suelen amenizar semejantes eventos y que se prolongaría hasta pasadas las doce, momento en que cada cual se fue a su tienda. Alejandro, viendo que algunos padres habían acampado alrededor de ellos, no entendía muy bien por qué nosotros no habíamos hecho lo propio lo que, sumado al cansancio y al trastorno de todo un día de ajetreo, le provocó cierto marasmo, del que solo pudo salir acompañándole Carmen a la tienda. Parece ser que todos los castores estaban nerviosos y alterados, y las pobres Kibu y Arco Iris tuvieron que redoblar sus esfuerzos para que los críos consiguieran dormir.


El Sella a su paso por Vega de Caseros (o Villanueva de Cangas)

A la una y media estábamos en la Posada del Monasterio, Carmen un poco angustiada al ver cómo se había quedado Alex y yo renegando por lo bajo de la tradición del día de padres que siempre acarrea esos daños colaterales. Sara, por el contrario, encantada. Si por ella fuera, se habría quedado allí, ovillada junto a su hermano.





Carmen y Sara con el puente romano al fondo

Yo recuerdo mi primer campamento. Aunque era algo mayor que mi hijo, también me dio penita, como es natural. Por suerte para mí, era Semana Santa, es decir, solo tres o cuatro noches, con lo que las ausencias eran más cortas.

Con Sara sobre el puente romano de Cangas de Onís



Hay que reconocer que los chicos lo tenían muy bien montado. Y así se lo hicimos notar. Desde luego, nosotros no teníamos ducha ni fregadero. Hace 35 años nos lavábamos en el río, así como la ropa y los cacharros de la cocina, algo impensable en este mundo tan respetuoso con el medio (ambiente) que nos ha tocado vivir. Las letrinas siempre fueron un proyecto inacabado, con lo que nos aliviábamos como podíamos en medio del monte. Y no pasaba nada. Bien es cierto que el campamento de Llames de Parres no olía como los de mi infancia, a mezcla de comidas, río, jabón de fregar con un toque de agua estancada, hierba pisoteada y otros aromas inclasificables.

San Vicente de la Barquera. Parece una postal

El valor del campamento, como banco de pruebas de todo lo que encierra el scoultismo, no es otro que el igualitarismo y, en la medida de lo posible, la fusión del hombre con la naturaleza. En cuanto a la igualdad, partiendo cada uno de sus propias circunstancias, se pretende que todos sean capaces de hacer las mismas cosas con una gran precariedad de medios, acostumbrarse a la escasez, a la falta de comodidades y, sin embargo, alcanzar cierto grado de felicidad en esas condiciones y, en ocasiones, buscarlas expresamente. Como meta, es impecable. Y por lo que respecta a la naturaleza, conocerla, protegerse de sus inclemencias, identificar plantas y animales, saber lo que te puede dar y lo que siempre te va a negar…

San Vicente de la Barquera

En el plan pergeñado a última hora para esas jornadas de puertas abiertas, no sé muy bien si por los padres o por los monitores, figuraba toda la mañana del domingo, con desayuno incluido, repleta de juegos y gincanas, lo que nos aterrorizaba enormemente. Pero Carmen tenía que solucionar el entuerto de la noche anterior y, en contra de la idea inicial, que consistía en volver a Madrid por Santander, optamos finalmente por acercarnos a Cangas de Onís y hacernos con algún amuleto que consolara el mal de ausencias de Alejandro. Así que recogimos la habitación, entregamos la llave y cruzamos el puente sobre el Sella para echar un vistazo al Parador Nacional y el impresionante ábside románico de la iglesia aneja al mismo. En Cangas, algo así como la calle Preciados de Madrid una tarde de Navidad, encontramos una pañoleta muy, muy asturiana que podía dar bastante juego. Nos llegamos con la prenda al campamento (“¿Todavía estáis aquí?”, nos dijo Itziar asombrada), Carmen hizo un prolongado aparte con Alex y la pañoleta mágica, sobre la que realizó el infalible (e inefable) conjuro que la bruja de Cangas, famosa vendedora de recuerdos y cucharillas, nos había aconsejado para ahuyentar la ausencia, y nos despedimos de los niños y sus monitores, todos embarcados en una vorágine lúdico-festiva. Cree en algo y lo conseguirás.

San Vicente de la Barquera

Muy tarde ya, más cerca de las cuatro que de las tres, comimos en un hostal de Cangas, dimos una vuelta por el pueblo, ya menos concurrido, y su puente romano, bajo cuyo arco y cruz con el alfa y omega se bañaban unos chavales, y a punto estuvimos de coger el autobús que subía a los lagos y a Covadonga, pero nos disuadió la hora, pues regresaría a Cangas sobre las ocho de la tarde. ¡Otra vez será!

San Martín de Frómista. Siempre pensé que era más grande...

Decidimos volver a Madrid pasando por San Vicente de la Barquera. Paseamos por el puerto, cruzamos el puente y tomamos café en una terraza. Sin mediar palabra, Carmen confesó que sí, que no estaría mal pasar una semanita de verano en el norte, ahí mismo, en San Vicente, mientras frente a nosotros se extendían las playas de los Vagos y el Tostadero y el camarero nos hablaba maravillas de la judería, del castillo…


Los Alejandros (Sol y Niebla) con Arco Iris (la otra Gran Castora)

Nos llegó la hora de cenar en Frómista. La iglesia románica de San Martín, tan de manual, tan restauradísima, parecía una bombonera comparada con los edificios que la rodeaban. Tenuemente iluminada debido, imaginamos, a los recortes que nada perdonan, fue como un broche de oro que cerraba este milkilométrico fin de semana asturiano

viernes, 13 de julio de 2012

Juan Casco Solís a través de Arthur Machen y la crisis

 
En agosto de 1914, unos ángeles del cielo impidieron que el ejército
alemán invadiera Inglaterra. Curioso


El mes de julio transcurre con lentitud y parsimonia. Parece que no quiere terminar sus días, que nadie ose arrancar su hoja del calendario. Y se aferra a esa falsa esperanza de eternidad que le proporciona el continuo fluir de acontecimientos que devoramos como boas constrictor incapaces de entender, y mucho menos digerir. Y las tardes cansinas y pesadas como una noche de camino, en las que se quiebra la voluntad golpeada por la pereza y el sopor, se alargan con la luz de un sol inclemente y cruel que no cesa, empeñado en aplastarnos e inmovilizarnos contra el suelo.

  
Consciente de los compromisos que debo cumplir, de los planes y proyectos que yo mismo me he marcado, mientras el reloj imperturbable sigue su curso, me vence la parálisis y atiendo exclusivamente las necesidades más inmediatas.


 La actualidad nos envenena y la crisis, como una amenazadora nube gris que oculta el horizonte, distorsiona un futuro que solo podemos adivinar como un dramático muestrario de renuncias y penalidades. A la espera del milagro que no llega, discurre nuestra vida en una constante expectación muy receptiva a las promesas de lo irracional y a las delicias de los cantos de sirena que estrellarán sin remedio nuestra nave contra las rocas.



Últimamente me acuerdo mucho de Juan Casco Solís y de las charlas que mantenemos en los descansos de nuestras respectivas ocupaciones. Mi trabajo me ha brindado la oportunidad de conocer a gente interesante, personas que tienen mucho que ofrecer y cuya conversación es un auténtico regalo. Después de un par de meses de silencio, el otro día hablamos por teléfono. Abrumado por el “turismo de los pobres”, como él llama a las continuas visitas al hospital que se ven obligados a girar los enfermos crónicos, entre pruebas, análisis y revisiones sin fin, se puso en contacto conmigo como en tantas otras ocasiones en que espacia sus trabajos en la biblioteca más de lo acostumbrado. Invariablemente, cuando descuelgo el auricular después de una de estas ausencias prolongadas, noto en su voz ese matiz en el que se mezcla un temor recién despejado y el alivio consiguiente. Temor de que no sea yo el que conteste y alivio disimulado con el desmesurado interés sobre mi estado y mis cosas.

Una institución psiquiátrica

Psiquiatra jubilado, se está dedicando estos años a reconstruir el tortuoso camino seguido por la psiquiatría española en su formación como disciplina independiente y autónoma. Consulta de manera exhaustiva prensa especializada, tratados y folletos del siglo XIX sobre la materia, con la tranquilidad que otorga trabajar por amor al arte, sin prisas, deteniéndose con auténtico deleite el tiempo que haga falta en la lectura de aquellos asuntos que, lejos de su objetivo inicial, despierten su interés. Amor al arte o laborterapia, usando otra de sus expresiones, con que ocupar la peligrosa inactividad en la pueden y suelen caer los viejos.

Relato de Machen que dio lugar a la
leyenda de los Ángeles de Mons. ¿Seguro?

 No consigo poner en pie aquella vez que empezamos a intercambiar algo más que los saludos de rigor. Pero lo cierto es que no tardamos en conectar. Entre lectura y lectura hablamos de todo un poco: me comenta lo que acaba de leer identificando siempre un nexo de unión entre el pasado y el presente, o relacionándolo con algo de la actualidad, o sea, la crisis, esta crisis que él califica como posmoderna por los desconocidos derroteros que está siguiendo.

Y si no puedo ubicar ese primer recuerdo, me sucede lo mismo con el motivo que ha inspirado estas líneas, ya demoradas en exceso. El caso es que varios asuntos me han llevado a la persona de Juan, convertido así en el punto de convergencia de numerosos caminos.
Por un lado, un proyecto en el que nos hemos embarcado relacionado con las topografías médicas, curiosas e interesantes publicaciones a las que dedicó uno de los dos únicos trabajos de calidad existentes hasta el día de hoy, centrados en su sistematización, y en cuyo catálogo o inventario anexo aparece la que escribiera su padre: Geobiografía e historia de Quintana de la Serena (Prensa Española, 1961). Más casualidades o coincidencias, pues esto es como coger una cereza y arrastrar dos o tres enredadas por los rabos. A Juan Casco Arias, su padre, que ejercía de médico en Quintana de la Serena (Badajoz) le entrevistó Ángel María de Lera que, ya con el Premio Planeta en el bolsillo, estaba realizando una serie de entrevistas a médicos rurales. Cuando me lo dijo Juan, yo acababa de leer Las últimas banderas (1967) y tanto me había impresionado que estaba preparando un comentario, resumen o reseña de la novela.

Paisajes después de la batalla (o de la crisis)

Por otro lado, la irracionalidad a la que hice mención más arriba. Y esta confusión, este no saber qué dio pie a la conversación sí que me molesta, pues solo conservo el regusto agradable del momento, pero no sus detalles. En dicha ocasión, no sé muy bien a raíz de qué acontecimiento, pero que debió ser lo suficientemente sonado, hablando sobre las alucinaciones e histerias colectivas, las leyendas urbanas o la imperiosa necesidad de creer en algo a pies juntillas aunque no se sostenga bajo ningún concepto, Juan sacó a relucir el caso de los Ángeles de Mons, ese ejército celestial que, presuntamente, se interpuso entre las tropas alemanas y las inglesas la noche del 22 al 23 de agosto de 1914 impidiendo la invasión de las islas británicas por los teutones. Mencionó a Arthur Machen, el novelista que popularizó el montaje en su relato The Bowmen (“Los arqueros”) publicado un mes después de la batalla, el 24 de septiembre, en The Evening News, aunque no está muy claro qué fue primero, la gallina o el huevo, la leyenda o su narración. A los pocos días me regaló Juan un librito del propio A. Machen, El terror, escrito y ambientado igualmente durante la Gran Guerra.



A lo que iba. En dicho relato se describe un ambiente muy similar, salvando las distancias, al que vivimos hoy en día. Se intuye que algo malo, muy malo va a ocurrir, pero no se sabe muy bien qué es, aunque se sospecha su enorme y terrible dimensión. Una angustiosa calma que precede a la tempestad. Y tenemos experiencia de lo calamitosas que resultan en España esas tormentas de julio.
Ya falta menos para que llegue el mes de septiembre y volvamos a vernos para retomar esas charlas interrumpidas sobre la psiquiatría española durante la guerra civil, la sanidad en el siglo XIX o por qué extraños vericuetos llegaron los libros propiedad de Jaime Vera a la biblioteca.