martes, 9 de abril de 2013

Si la montaña no va a Mahoma... Primera parte. Algunas claves para entender (y soportar) la crisis


Revisando el blog, compruebo que llevo unos cinco meses, o más, sin escribir nada de política. Parecería a simple vista que suscribo lo que está perpetrando el PP, o que apruebo a pies juntillas las tácticas puestas en práctica por sus adversarios, y por eso guardo un silencio cómplice con unos o con otros. Nada más lejos.
Sucede a veces que al volcar toda nuestra energía en un trabajo determinado, ya salga este adelante o no, llega un momento que acabamos exhaustos, agotados y tan saturados que nos quema, y huimos de todo aquello que tenga algo que ver con lo que, para bien o para mal, consideramos concluido. También, con frecuencia, se cruzan asuntos que despiertan nuestro interés hasta el punto de abandonar el camino ya emprendido para enfilar una senda cuyo destino último desconocemos. Y ese nuevo itinerario nos entretiene y cautiva, porque en él todo está por descubrir. Y aunque echemos la vista atrás para saber qué ha sido de lo que hemos desechado, cuesta trabajo retomarlo, la misma pereza que provoca recuperar unas relaciones que, cuando estaban en vigor, no eran lo suficientemente sólidas.
La guerra civil, La Serena, nuestras andanzas y el rescate de recuerdos han ganado su lugar en este cuaderno que, en principio, no estaba dedicado a su cultivo. Pero, por mucho empeño que pongamos en su control, la combinación de varios estímulos de naturalezas diferentes, si no se anulan mutuamente con el roce, pueden dar lugar a un producto insospechado que no deja de perseguirnos hasta que le demos forma. Porque, ¿qué pueden tener en común estos largos meses de lluvia que han cubierto todo con un halo de tristeza, por una parte, con la formulación orteguiana de las ideas y las creencias? ¿O la letra de una canción de Luz Casal con las palabras sobre la Política (así, con mayúscula) que dejó escritas Petere en “Acero de Madrid”? En principio, nada. Sin embargo, uno de ellos me lleva al otro y al otro y al otro… en un bucle sin fin, y resulta divertido embarcarse en dicha empresa, ¿qué saldrá de todo ello?, similar a aquel juego de mesa que consistía en formar frases o palabras con unas letras que nos asignaba el azar, aceptando el riesgo de llegar, en uno y otro caso, a conclusiones peregrinas.
De cualquier manera, nos ha tocado vivir unos tiempos en que todo es posible, sin excluir el panorama más disparatado. En lo que ahora nos atañe, hemos pasado, casi sin solución de continuidad, de una fe ciega, diríase sagrada, en la política y sus gestores, a una demonización sin paliativos de la clase dirigente. No seré yo quien defienda ni a una ni a otros. Las críticas que reciben, en mi opinión, están mal orientadas, y son más suaves que las que tendrían que padecer si estuvieran formuladas con criterio. Pero habitamos un mundo maravilloso en el que todo se mezcla, lo real con lo imaginado, lo esperado con lo temido…; y si esto tiene su encanto y su tirón en la poesía, en política genera confusión y desmán.

Todos sabemos que el amor y la guerra difícilmente se sujetan a reglas. En ellos todo está permitido, pues son procesos orientados a la obtención de fines teóricamente intangibles, inmensurables: el bienestar, el resarcimiento de afrentas reales o fingidas, el honor, la tranquilidad o la venganza. La relación que ha mantenido el español tradicionalmente con la política podría calificarse de amorosa, pero en su faceta más tormentosa y patológica, con sus ingredientes de malos tratos, infidelidades, mentiras y dependencia abusiva. “Tal para cual” se titulaba la canción de Luz Casal (que, en parte, ha motivado estas líneas) donde se narraban las dificultades en la convivencia de una pareja que cayó en picado al formalizar su relación mediante un “contrato social”. Como esos amantes que un día se tiran los trastos a la cabeza para, acto seguido, perdonarse con la seguridad compartida de que el culpable de sus males es, necesariamente, un tercero en discordia, así ha transcurrido históricamente nuestra relación con la política.

Hoy, el agente distorsionador es la gran banca (o las humildes cajas). Quienes han malmetido con sus chismorreos, introduciendo el hedor de la suspicacia, son las multinacionales y las instituciones europeas (con Alemania a la cabeza, of course), deteriorando la convivencia entre los españoles y la política que, aun con los altibajos propios de un matrimonio ya mayor, discurría por unos cauces adecuados a tantos y tantos años de vida en común.
Cuando se elimina la razón en la interpretación de la cosa pública, pasa lo que pasa: en el fragor de la pasión, se confunde al enemigo, proporcionando un balón de oxígeno al verdadero responsable de nuestro tremendo estado de cosas. Esa percepción desenfocada del entorno hunde sus raíces en las creencias difusas que informan y amalgaman nuestra existencia. Si las creencias son frágiles e insolventes.. ¿qué textura tendrán las ideas que puedan concebir? José Ortega y Gasset escribió sobre ese feliz distingo entre creencias, especie de molde o continente inherente al ser humano, e ideas, las herramientas que dichas creencias fabrican para entender y dominar el mundo que nos rodea. Independientemente de todas las connotaciones peligrosas que esta teoría pueda arrastrar consigo, posee un mérito evidente, y nos facilita una clave para, si no resolver, al menos enfrentarnos con mayores probabilidades de éxito al problema que nos acucia. 
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Si asumimos la libertad del hombre, el respeto a su integridad y la fe en sus infinitas capacidades para identificar y alcanzar por sus propios medios la felicidad, así como para establecer las oportunas asociaciones con otros individuos con el fin de obtener objetivos comunes…; si abrazamos con toda sinceridad dicha radicalidad, estaríamos cimentando una creencia con tanta solidez que no tendrían cabida todas las quimeras que han pululado por doquier, inspirando esas políticas tan nefastas que nos han traído hasta el paisaje yermo y desesperanzado que hoy habitamos.
Esas creencias frágiles y difusas en que hemos crecido las últimas dos o tres generaciones, no obstante su intrínseca debilidad, se han extendido como un virus malsano con asombrosa facilidad. Como las arcillas expansivas sobre las que se edificaban muchos bloques de viviendas, llevaban la marca de la muerte al instante de nacer. Cuando el hombre, implícitamente, renuncia a ejercer la plenitud de sus facultades, delegándolas en entidades superiores al individuo a cambio de una falsa paz, entidades que, como los Estados, ostentan una inconfesada vocación de metástasis, está renunciando igualmente a su condición de ser humano, poniendo el fin último de su existencia, esa búsqueda incansable de la felicidad, con todos los medios y recursos que ha conseguido allegar para su consecución, en manos de unas terceras personas que no tienen porqué compartir, ni siquiera conocer, el concepto de felicidad que alberga el individuo en cuestión.

Esa penosa dejación de responsabilidades, que ha adquirido unos ritmos y cadencias distintos según la época que estemos tratando, jalona, con sus hitos, la inconclusa historia de la libertad, esa libertad que hoy presenta un estado comatoso. Paulatinamente, de forma casi imperceptible, ponemos en manos de partidos e instituciones la gestión de nuestros asuntos, la planificación de los detalles más insignificantes de la vida, y cuando queremos recuperar las riendas, al ser conscientes de nuestra individualidad, ya es demasiado tarde. Nace entonces la insalvable sensación de insatisfacción que acogota al hombre actual, el lamento por la pérdida, la conciencia del vacío. Y se pone en marcha toda una suerte de mecanismos de defensa, ese argumentario que recitamos desde niños, como si de un catecismo se tratara, que gira en torno a tres o cuatro ideas eje de una pasmosa eficacia y perversidad, en tanto en cuanto son ajenas a la naturaleza del hombre: la apelación a la igualdad, y la solidaridad y sacrificio, estos dos últimos ejercidos sin el necesario concurso de la voluntad, lo que les resta gran parte de la eficacia que se les supone. Pues cuando tales impulsos nacen del corazón son capaces de mover montañas. Por el contrario, al ser impuestos desde el poder y la coacción, esa apelación, en vez de ensalmo, solo sirve para enturbiar la relación entre los hombres, y entre estos, en cuanto agrupación, y los gobiernos, extendiéndose, como un susurro insidioso, esa salmodia que nadie se atreve a cuestionar: el divorcio entre la sociedad y el los gobiernos.
 Y como en esas parejas repentinamente malavenidas, se suceden los reproches, las acusaciones mal o bien fundadas, los donde dije digo, digo Diego. Y toda una vida construida de común acuerdo se tambalea, y lo que por ambas partes era aceptado con gozo, ahora se torna insoportable. Y la propia institución, ese “contrato social”, su misma esencia, es puesta en entredicho con una violencia no disimulada.

 Las normas y las reglas que nos hemos dado durante 200 años de repente pierden su valor. O, al menos, eso parece, a tenor de las exigencias y protestas de una gran parte de la gente que viene sufriendo de forma cada día más encarnizada los rigores de una crisis que se empeñan en resolver los propios autores de la misma.
Es como una pescadilla que se muerde la cola. Frente a un problema nuevo, se aplican recetas trasnochadas, que quizá, solo quizá, surtieran efecto en otros escenarios, con la lógica efusión de sangre y violencia. Desgraciadamente, la política aun conserva su encanto y su poder. ¡Cuánta razón tenía Petere cuando escribía en la ciudad sitiada de 1938, justificando su “Acero de Madrid”, esta descarada alabanza!: “…¿qué hay en el mundo más poderoso que la Política? ¿Qué hay más bello, más rico, más suave y más fuerte, más trueno y más rayo? ¿Qué ha hecho fijar las miradas y las voluntades?... La Política es la nube de fuego que guía a la nueva Poesía… La guerra no es solo la guerra, sino una parte de la Política”.
Sin embargo, me gusta conservar cierto optimismo (¿anarquista a fuerza de liberal o liberal a fuerza de anarquista?), y creo que aún estamos a tiempo de enderezar la situación, aunque el proceso va a ser largo y doloroso. Más de un siglo de “mala educación” no se corrige de un plumazo. Pero disponemos de los conocimientos y enseñanzas, de toda la historia acumulada que nos puede facilitar las herramientas precisas para alcanzar ese objetivo. Está claro. A estas alturas, a nadie se le puede ocultar que la montaña, esto es, la política, es inamovible, que por mucho que elevemos la voz, como un grito en el desierto, ella seguirá allí, impertérrita y sorda, alimentándose y engrandeciéndose con nuestra energía, cada día más inaccesible y segura de sí. Si la montaña no va a Mahoma, ¿cuándo sonará la hora de que Mahoma vaya a la montaña?



1 comentario:

Carmen MdlR dijo...

Interesante por lo inusual del planteamiento... entre anarquista y libertario (dicho sea "desde el cariño")...