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martes, 18 de julio de 2017

Lisboa : O que o turista deve ver = What the tourist should see (Fernando Pessoa. Livros Horizonte, 2013)



Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos (Fernando Pessoa. Libro del desasosiego)

José Ortega y Gasset solía recomendar a sus alumnos la gimnasia del pensamiento, que consistía en pensar, al menos, diez minutos al día, lejos de la escritura y la lectura, y comprobar así cómo se desarrolla la musculatura intelectual. ¿Se podría aplicar igualmente este consejo al recuerdo, al trabajo de rememorar, de traer al presente para desempolvarla la vida pasada? Si aceptamos como válida la importancia de la perspectiva a la hora de interpretar la realidad de ayer y de hoy, esa capacidad que tiene de darle forma, sentido y vigencia, nos encontramos ante un escenario enriquecido en el que podemos hacer pie con relativa seguridad, despejadas todas las dudas y sombras que proyectamos a la hora de recuperar un momento pretérito.

Cuando intento pescar las primeras impresiones que produjeron en mi mente infantil Portugal en general, y Lisboa en particular, me vienen a la cabeza mi tía Pili, con mi tío Celes y mis primos Rudi y Pili, veraneando en una casita baja que alquilaban todos los años en Caparica, un pueblecito próximo a Lisboa. Por aquel entonces (yo aun no había nacido) no debía ser más que un pueblo de pescadores. Pero en mi imaginación, alimentada con las historias que años después me contaban mis padres, y con esos objetos fantásticos procedentes de Portugal (vistosas gafas de sol, bolsos, toallas, accesorios varios… ¡incluso mantequilla “a media sal”!) que traían invariablemente cada vez que iban a Badajoz, o venían mis tíos y primos a Madrid, se iba construyendo un Portugal estupendo, impregnado de un glamour y un bienestar muy alejado del prosaísmo común a una familia numerosa, la mía, que vivía sin estrecheces, pero con lo justo, en un popular barrio madrileño.
Acepto que la realidad portuguesa de los primeros años setenta poco tuviera que ver con la que yo me había forjado. Pero esta, para mi gobierno, me resultaba al menos tan válida como la otra, cuyos detalles, atrapados al vuelo entre noticias y comentarios, muchos de ellos a media voz, como en susurros, se me escapaban por completo. Igualmente, de mis primeras visitas a Portugal, de las que dan fe algunas fotografías conservadas en los álbumes familiares, no conservo un recuerdo tan vivo como esa impronta a la que acabo de hacer referencia, sin contar con una escala que hicimos en el Pantano, volviendo de Portugal, con una varicela galopante que me impedía salir del coche. De ese momento solo recuerdo la fiebre y una mujer de negro, con un bebé en brazos, apoyada en el marco de la puerta de una especie de nave. Pero eso ya es otra historia...

En este mismo blog y en 2012, aprovechando la coyuntura de las sucesivas olas de calor que, como las presentes, atravesábamos, sin un amago de estoicismo por lo que a mí respecta, dejé por escrito un recuerdo lisboeta, quizá el primero realmente constatable:
Hace más de 25 años, y en unas circunstancias muy similares, estábamos mi hermano José Ramón y yo en casa de mis padres, en el Pantano. Mi padre, bastante comedido y paciente por lo general, se veía tan crispado por el calor que tomó una decisión arriesgada y aventurada. Cogimos el coche (yo me acababa de sacar el carné, esto sería sobre el 85-86) y con lo puesto (“Y lo que me quito cuando me acuesto”, como apostillaba mi madre cuando se refería al equipaje más escueto posible) nos marchamos a Lisboa. Recuerdo que cogimos un par de habitaciones en el hotel Ambos Mundos, muy próximo a la Rua da Prata y durante las dos o tres noches que pasamos allí nos lavaban la ropa del día para tenerla lista a la mañana siguiente. También me acuerdo del pánico que me entró, conductor novato tenía que ser, al atravesar el puente de Salazar (perdón, “25 de abril”) y desembocar en una glorieta donde no había una triste señal que regulara el tráfico. “Respeta siempre a la derecha”, me repetía mi hermano. Incapaz de controlar el desbarajuste, le dejé el volante y no volví a cogerlo. Durante esos días que pedimos asilo vital en Lisboa, tomábamos el autobús que nos llevaba a Caparica, la playa más popular de la capital, y pasábamos el día como una familia lisboeta más. Entre la playa y los paseos por la ciudad, a pie o en tranvía, transcurrieron los más agobiantes días de aquella ola de calor un cuarto de siglo atrás”
En nuestra geografía sentimental Lisboa ocupa, pues, un lugar tan destacado (Vivir otra vida, El tiempo no se detiene) que sentía como una falta de consideración, una especie de ofensa hacia la ciudad donde tan buenos momentos he vivido con Carmen y los niños, no haberle dedicado ni una sola línea a un librito que compramos durante la última estancia en casa de Marisa, en 2015. Con la lectura aún reciente de Librerías, de Jorge Carrión, decidimos acercarnos un día a Bertrand, la librería más antigua del mundo que se encuentra ahora en la Rua Garret, en el corazón del Chiado. Por comprar algo, y venciendo a mi proverbial tacañería, aparte de alguna que otra libreta que eligieron los pequeños, opté por un tomito editado por Livros Horizonte en su colección “Cidade de Lisboa”.


 
Se trata de “Lisboa : O que o turista debe ver = What the tourist should see” una “guía turística” bilingüe escrita hacia 1925, o muy poco después, por Fernando Pessoa (1888-1935) y rescatada del conjunto de su obra inédita (el famoso arca o espólio de Pessoa, hoy custodiado en la Biblioteca Nacional portuguesa) con motivo del centenario del nacimiento del autor del Libro del desasosiego pero que, por retrasos burocráticos, no vio la luz hasta 1992.

Teresa Rita Lopes, en el detallado e interesante prólogo a esta guía, nos cuenta cómo fueron repartidos entre los “exploradores” del arca los más de 27.000 inéditos de que constaba, manuscritos en papel de oficio de aquellas empresas comerciales donde prestaba sus servicios el poeta. Entre el material entregado a Maria Amélia Gomes, una de las integrantes del grupo, se encontraban 42 páginas mecanografiadas, algo poco frecuente en el conjunto de sus inéditos, en inglés y portugués, con numerosas correcciones manuscritas, lo que venía a ser una obra cerrada, presta a su publicación.

Del proyecto de esta guía que estamos comentando, que sería solo una parte de una empresa de mayor calado: “All about Portugal”, existen bastantes pistas en el espólio: “guide to travellers in Portugal”, “guide-books, desenvolvidos e resumidos, para touristes”… Lo cierto es que hacia 1917-1918 Fernando Pessoa comienza a sentir la imperiosa necesidad de combatir lo que denomina descategorização europeia o descategorização civilizacional, es decir: elevar a Portugal (y, de paso, a Brasil) a la altura de los tiempos. En este sentido, proyecta un auténtico plan de acción dirigido a “colmatar as lacunas da informacão estrangera a respeito de Portugal”, ya que para el común de los extranjeros, si hacemos excepción de los españoles, “Portugal is a vague small country somewhere in Europe, sometimes supposed to be part of Spain”. El programa comprendía la publicación de libros y estudios orientados a la propaganda y reunidos en el mencionado “All About Portugal”, y la fundación en Londres de una revista, Portugal, en principio mensual. Esta acción exterior contemplaba la creación, en el ámbito intelectual, de un Grémio de Cultura Portuguesa, en el económico, de un “club comercial” portugués y, finalmente, Cosmopolis como institución oficial aglutinadora de tales esfuerzos. Por debajo de todo esto, aparte de la pretensión de armonizar los contrarios en un soñado nacionalismo cosmopolita, late ese aliento profético y mesiánico que, bautizado como Quinto Imperio, dibujará una línea sinuosa entre el sebastianismo y el propio Pessoa, con el supuesto impulso del malogrado y efímero quinto Presidente de la República, Sidónio Pais (1872-1918).


 
Nos encontramos, pues, con una obra de altos vuelos, que trasciende, a pesar de su brevedad -204 páginas de un texto bilingüe-, las intenciones de una simple guía turística, trasladando al lector, a lomos de una prosa bastante aséptica, carente de lirismo, casi administrativa, el orgullo que siente el autor por habitar la ciudad que describe con todo lujo de detalles. La guía comienza con el recurso literario a la figura del turista que desembarca en Alfãndega –¿no nos recuerda, acaso, a otra llegada, la del protagonista de El año de la muerte de Ricardo Reis, de José Saramago?- lo que le da pie a Pessoa a presentar la ciudad y sus servicios al imaginario visitante que se mueve en automóvil por la capital. Atravesamos con él las principales calles y avenidas, nos detenemos en cada monumento, escuchamos la historia de cada hito, conocemos el nombre de los escultores, arquitectos, pintores, diseñadores de cada plaza y rincón, de los jardines: Vítor Bastos, Mateus Vicente, Reinaldo Manuel, Verísimo José da Costa… Pessoa nos llama la atención sobre una fachada, sobre los horarios de visita a los museos, las tarifas de diversos servicios, mientras nos lleva de la mano -entramos agora, voltemos agora… tendo chegado até este ponto, o turista não debe agora deixar de visitar um dos mais belos parques de recreio de Lisboa –o Parque Eduardo VII…- para ver todo aquello que no debemos pasar por alto.
Ver, admirar, comparar... y asumir. Nos habla de las dimensiones de las grandes avenidas (Liberdade), de las fechas de construcción de los principales edificios y monumentos, de la calidad de los comercios, a la altura de cualquiera de similares características en Europa, del ocio y recreo de los lisboetas en zonas al aire libre con su media docena de bibliotecas  municipales, o en locales de  cierto empaque (Maxim's). Asistimos a la materialización de una continuidad histórica en la que no cabe el morbo de la melancolía. Desde la era de las exploraciones (Belem, los Jerónimos...; con anterioridad, la ), pasando por el delirante siglo XVIII pombalino, y todo el siglo XIX, hasta los años 20 de la pasada centuria, desfila ante nuestros ojos un proyecto de civilización cumplido y, en la mente de su autor, con claros visos de futuro.

A la guía le acompañan dos textos breves, igualmente bilingües: Jornais de Lisboa = Lisbon Newspapers –relación de diarios y semanarios publicados en la capital, con indicación “da sua natureza e da localização dos seus escritorios”-; y Uma visita a Sintra, via Queluz = A visit to Cintra, via Queluz: “O nosso automóvil avança agora definitivamente para fora da cidade”, donde nos describirá Benfica, Amadora, Queluz…
Unas mínimas fotografías de época, demasiado pequeñas para ser apreciadas en su justo valor, acompañan los textos, sirviendo de ilustración al relato.
Tenemos entre las manos un libro fundamental, de recomendada lectura antes, durante y después de una visita a la capital del Tajo y que nos puede enseñar a ver las cosas, a vernos en ellas e intentar admirarlas y aceptarnos tal como somos.












 
 


 

viernes, 6 de septiembre de 2013

El tiempo no se detiene. Agosto 2013


Una parada en el camino, a la sombra de la Torre de Belém

Decía Unamuno que se viaja no en busca de un destino, sino para huir de donde se parte. En opinión de su contemporáneo Pessoa, alto poeta, los viajes son los viajeros, o sea: lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos. Yo estoy con Unamuno y con Pessoa, y comparto las palabras del gran Disraeli, que también pudo haber pronunciado Pero Grullo: yo he visto más cosas que las que recuerdo y recuerdo más cosas que las que he visto.

Típica calle de la Alfama. Por ahí nunca pasan los años...

¿Y alguien puede dudar, como afirmaba Montaigne, que los libros sean el mejor viático para este “humano viaje”? La polifacética y galardonada Colette, siguiendo la estela de su paisano y, un poco antes, Emily Dickinson, aseguraban que los viajes solo eran necesarios para las imaginaciones cortas y que la mejor nave para viajar era un libro.

Batalha. En los libros de arte parece más grande
Cuando Stevenson, culo inquieto donde lo haya, viajaba por el hecho de viajar, (la cuestión es moverse), Alphonse Karr ya se quejaba de que no se viajara por viajar, sino por haber viajado, signo de estos tiempos que nos ha tocado vivir. Y algo de esa triste modernidad debía barruntar Carlo Goldoni, en la Italia ilustrada, cuando afirmaba que un viajero sabio nunca debe despreciar su país, o el fabulista La Fontaine, un siglo antes, al advertir que quien mucho ha visto, poco puede retener. El belga Maeterlinck apuntará muchos años después, como quien no quiere la cosa, que lo mejor del viaje es lo de antes y lo de después…

Playa de la Aldea do Meco
Recorriendo la playa entre Matalascañas y Sanlúcar.
Parque Nacional de Doñana



Sara busca algo durante una parada en las dunas (Doñana)
Lo cierto es que, al final, como diría Pavese, no se recuerdan los días, solo se conserva el regusto del los momentos. Y aunque las instantáneas ayuden a fijar tales circunstancias, mostrándonos cada vez que a ellas nos asomamos unos rostros un poco más viejos, un poco más cansados, nunca brindarán la satisfacción completa de recuperar las sensaciones que rodearon el posado. Ahí muerde en hueso el historiador o el simple cronista, y tiene que dejar paso al poeta. Con este blog que ya casi nadie lee, aunque guardo la esperanza de que algún día lo hagan suyo nuestros hijos, en el que me empeño en encuadrar o servir de marco a las fotos que Carmen e Itziar disparan cuando estamos todos juntos, me gustaría trascender (en este caso) la mera enumeración de los días, el relato cronológico de lo acontecido: la crónica de nuestras vacaciones. Porque todo ello, forzando un poco la memoria, se puede reconstruir. Pero no prometo nada. Con un calendario en la mano, anotamos que el jueves, 8 de agosto, nos fuimos al Pantano, que entre el viernes 16 y el martes 20 estuvimos en Lisboa, o que la semana que va del sábado 24 al 31 de agosto  la pasamos en Matalascañas.

Junto a las Portas do Sol nos hicimos amigos de un senegalés
que hablaba maravillas de sus años de trabajo en Almería

Sin embargo, de ese calor que te aplasta contra el suelo y te altera hasta perder las formas, afortunadamente, no hay constancia en las fotos, y de nada vale lamentar su ausencia.


Palacio Nacional de Ajuda

Como de anécdota, bastante desagradable, eso sí, podemos calificar el tropiezo que tuvimos con unos trabajadores de las Auto-Estradas do Atlántico el sábado 17 de agosto. Debían ser las diez de la noche, plena madrugada lusitana cuando, saliendo de Nazaré camino de Lisboa, nos encontramos levantadas las barreras de la auto-estrada. Los coches cruzaban el peaje sin reducir un ápice la velocidad y por lo tanto creímos que, al igual que en las radiales que rodean Madrid, a partir de cierta hora y determinados días, con el objeto de ahorrarse unos euros en el salario de los empleados, se podía circular gratis.


Doñana. Junto al Palacio de las Marismillas

Cuando llegamos al passagem de acceso a la capital por el Norte y nos topamos con las barreras bajadas, explicamos a la señorita de la cabina lo sucedido a la salida de Nazaré, razón por la cual no teníamos títolo que validar. Ésta, ni corta ni perezosa, pretendió hacernos pagar lo mismo que si hubiéramos tomado la autovía en Oporto, esto es, ochenta y tantos euros. Evidentemente, nos negamos en redondo a ser objeto de semejante atraco. La mujer, Goldie Hawn un tanto descuidada y con unos años de más, cierto es que te repetía la normativa de aplicación sin convicción alguna. Bajamos del coche y, en un aparte, me dijo que teníamos tres alternativas: podíamos pasar a la oficina, poner una reclamación y pagar, o pagar y reclamar acto seguido, o, en voz queda, pasar de todo y continuar el camino sin abonar nada. A todo esto, ni siquiera había bajado la barrera para impedir nuestra huída. Cuando nos disponíamos a obedecer a Goldie, los coches que esperaban su turno comenzaron a impacientarse y descendió de no sé donde un empleado con toda la pinta de jefecillo a punto de perder los papeles. La rubia se encerró en la cabina y el buen señor nos dijo, en un tono muy poco habitual en nuestros vecinos, que la autopista no era nuestra y que esto no era España. Obedecimos humildemente, nos subimos al coche, y enfilamos la carretera sin mirar atrás.


Fregenal de la Sierra (Badajoz)

Bajando a la playa. Cuesta Maneli. Doñana
Por lo que nos dio a entender el trabajador de la auto-estrada, debe ser una costumbre muy extendida entre los españoles lo de saltarse a la torera los peajes pasando a toda velocidad por la barrera, siempre levantada, de adherentes. Pero no era nuestro caso, pues en todas las ocasiones en que hemos hecho uso de la autovía, excepto en ese momento, abonamos religiosamente lo establecido. Además, creemos haberlo pagado con creces aguantando durante varios días los reproches de Alejandro, temeroso de convertirse en víctima de esos guardiñas cuya presencia invocaba Carmen mientras discutíamos con la Señora (o Señorita) Hawn. Hasta la fecha, no hemos recibido ninguna notificación de la GNR (Guarda Nacional Republicana), ni siquiera de la Interpol, dándonos por prófugos.


Interiror de la abadía de Alcobaça. Panteón real
El precio de los peajes, así como el de acceso a los museos, es algo que se deberían replantear las autoridades competentes pues, unido al del combustible, siempre en aumento, se puede convertir fácilmente en el capítulo más importante dentro del presupuesto de cualquier españolito medio que se plantee pasar a Portugal.

Patio sin terminar del igualmente inacabado palacio de Ajuda
Ese mismo sábado nuestra intención primera era pasarlo en Nazaré, del que guardaba Carmen buenos recuerdos infantiles, pero decidimos pararnos en Óbidos, donde echamos toda la mañana paseando por sus calles y el adarve de la muralla, sin una triste barandilla a modo de quitamiedos.


Óbidos

Este detalle de los quitamiedos, barandillas, pasarelas, barandas o como queramos llamarle, es decir: su ausencia casi total en  lugares bastante transitados por el turista, que revisten cierto peligro e inspiran gran desconfianza en aquellos que padecen vértigo, es bastante común en Portugal. Además de en Óbidos, también se puede apreciar en la fachada del monasterio de San Vicente da Fora, donde uno se puede precipitar al vacío desde una altura de más de dos metros a poco que se empeñe.


Nazaré. Visita emplazada

De este pueblecito medieval muy bien conservado, del que, aparte de unas fiestas donde se recrean esos siglos oscuros, y que se habían celebrado unos días antes, con sus casitas de corcho y contrachapado, como de cuento de hadas, y unos rincones bien cargados de pintoresquismo, cabe destacar, entre otras muchas cosas, una librería muy bien surtida habilitada en la nave de una iglesia, próxima a la Pousada.



Atardecer en Cuesta Maneli. Doñana


Doñana. Pino de curioso crecimiento

Paisaje dunar
 Una vez comidos, nos dirigimos a Alcobaça, cuna del gótico portugués con su impresionante abadía cisterciense que hace las veces de panteón real donde descansan los restos mortales de los primeros reyes lusos, así como de Pedro I y la noble gallega Inés de Castro, mandada asesinar por su futuro suegro. La verdad, hay parentescos bastante jodidos. De allí saltamos a Batalha con tan mala pata que la imponente iglesia ya estaba cerrada y no pudimos disfrutar del espectáculo de sus vidrieras atravesadas por los rayos de un sol que, paulatinamente, se iba ocultando tras las nubes. Poco tardaron estas en cubrir el cielo, de manera que, al llegar a Nazaré, ya de noche, comenzaron a descargar una lluvia fina. Aparcamos arriba, junto al acantilado y la piedra donde la Virgen salvó a Dom Fúas Roupinho de una muerte segura cuando este, en una noche de niebla, perseguía a un ciervo. Como dice Antonio, había que rendir homenaje al caballero que le dio nombre a la calle donde se encuentra la casa de Marisa de la que tanto hemos disfrutado estos dos últimos años.

Praia da Figueirinha
No sé si sería el tiempo o el cansancio, pero Nazaré, al menos la parte del pueblo sobre el acantilado, me decepcionó un poco. Salvo la iglesia y el edificio anejo, con su preciosa logia, no aprecié en él el encanto de los pueblos portugueses, y ese espacio de la plaza, ocupado en uno de sus lados por el templo, mostraba un estilo arquitectónico bastante anodino, sin contar con el hecho curioso de las mujeres haciendo publicidad en plena calle de habitaciones de alquiler, o el exceso de puestos de venta de cachivaches turísticos, rápidamente recogidos bajo la llovizna…

En el castillo de Niebla (Huelva)
Del pueblo nuevo, el de la playa, el que se levantó tras el terremoto de 1755, nada puedo decir porque solo lo vimos desde la altura. Allá abajo, a más de cien metros, se apreciaba un grupo de surfistas recogiendo sus tablas. Como sucediera con Belém el año pasado, queda emplazado para el próximo una visita de jornada completa a Nazaré. El paseo que no pudimos dar por Belém en 2012 a causa de la lluvia, y de la andana previa, lo dimos el viernes 16, nada más llegar al piso de la Rúa Dom Fúas Roupinho, deshacer las maletas y comer. Se lo debía a Carmen y lo prometido es deuda. Nos perdimos por el barrio donde se levantan numerosos palacetes que albergan legaciones extranjeras, nos asomamos al jardín botánico e intentamos acercarnos al Palacio de Ajuda, pero nadie supo indicarnos correctamente dónde estaba. Entramos en los Jerónimos y compramos, por fin, los pastelitos típicos de Belém.

En el claustro de San Vicente da Fora
 
La mañana del domingo la dedicamos a pasear por Lisboa, que siempre proporciona rincones desconocidos por muchas veces que se pateen sus calles. Entramos en el gigantesco Panteón que ocupa la iglesia de Santa Engracia, y que fue rematado en tiempos de Salazar después de trescientos años, varias veces interrumpidos, claro está, que duró su edificación. Curiosamente, quien dio por terminadas las obras no está enterrado ni recordado allí; eso sí, los que a él se opusieron ocupan en él una sala. Subimos hasta la cúpula y la terraza que corona el edificio, después de asomarnos a la tumba de Amalia Rodrigues, siempre adornada con flores frescas. De allí, nos acercamos a los miradores de la Porta do Sol, donde tomamos algo en su terraza tan chill out (creo que esto ya lo he dicho en otro lugar), y de Santa Luzia, parada siempre inexcusable.

Palacio Nacional de Queluz

En este último mirador me hizo Carmen una foto con Itziar siendo esta un bebé de meses. Durante un par de años o tres, solíamos pasar una semana en julio en Caparica. Por la tarde, cogíamos el ferry en Cacilhas, Porto Brandao Almada y desembarcábamos en la Praca do Comércio… Pero eso es otra historia.

Alcobaça

También pudimos acceder, por fin, al interior de la que, por incompatibilidades horarias, nunca antes habíamos visitado. Regresamos a Fúas Roupinho callejeando por la Alfama, siempre deudora de una imagen que hay que conservar pase lo que pase. Por la tarde, un poco descolocados tras la siesta, decidimos coger un autobús que nos llevara al Parque das Naçoes, donde se levantaron las instalaciones de la Exposición Universal celebrada en Lisboa en 1998, y que ya conocíamos de una escapada que hicimos con Itziar en Semana Santa, cuando todavía no había nacido Alejandro, ocho o nueve años atrás.

Torre la Higuera. Matalascañas

El metro y el autobús, aparte de trasladarte de un lugar a otro, también sirven, si no para conocer, sí al menos para tener una idea aproximada de sus usuarios. La distancia entre el piso de Marisa y la Estaçao Oriente, si bien es corta cubriéndola en coche, por tu cuenta, (tomando Alfonso III hasta Infante Don Henrique y sin abandonar esta interminable avenida, se llega enseguida), se alarga perezosamente en autobús público, con numerosas paradas en los barrios de Xábregas, Madre de Deus, Marvila, Chelas…, subiendo y bajando empinadas cuestas, acercándote y alejándote del Tajo una y otra vez, deteniéndote tanto en barrios de reciente construcción, con sus flamantes edificios de viviendas de más de diez alturas, como en zonas “desmilitarizadas”, un poco arrasadas, digamos, pintorescas  Atravesamos la tan alabada Estaçao Oriente, en pleno Parque das Naçoes, cruzamos el modernísimo y animado Vasco de Gama Shoping Center, paseamos por toda aquella zona no hace mucho recuperada, bajo las ya detenidas cabinas del teleférico, con el kilométrico Ponte Vasco de Gama a nuestras espaldas y el sol apagándose en la línea del horizonte. Hay que alabar el esfuerzo invertido por los lisboetas a la hora de ganar para el caminante las orillas del Tejo. Cuando terminen las obras en la ribera del río a pocos metros de la Praça do Comércio, casi, casi se podrá recorrer en bicicleta o corriendo (el portugués es bastante presumido y le gusta cuidar su cuerpo) la distancia que separa Belém del Ponte Vasco de Gama... 

En el mirador de Santa Luzía, observando el cofrecillo adquirido en Nazaré
Si a Carmen le habíamos prometido una tarde en Belém, los niños también tenían reservada su jornada playera, aunque poco después nos fuéramos a tirar una semana en Huelva. Y ese fue el lunes. Tomamos el Ponte 25 de abril, repasamos el peaje, con las inevitables e insistentes preguntas de Alejandro sobre las consecuencias de nuestro falso delito del sábado, atravesamos Setúbal hasta adentrarnos en el parque natural de Arrábida y aparcar como buenamente pudimos en la Praia da Figueirinha, batida por las olas y la corriente, lo que limitaba el baño a una veintena de metros mar adentro. El agua, limpia y helada; la playa, hasta los topes.

Nazaré. Junto a la roca famosa

Comimos unos bocatas y con el depósito del coche en la reserva, continuamos al borde de los acongojantes acantilados del parque natural hasta alcanzar una gasolinera donde repostar. De allí, nos llegamos al Cabo Espichel con su iglesia descuidada, pelín arruinada, y las dependencias para peregrinos que escoltan el templo. Punto de peregrinación sacra y profana, fue elegido por la disparatada familia real portuguesa como lugar de descanso y entretenimiento, donde se celebraban grandiosas fiestas con música y teatro barroco.

Queluz. Por este seco canal se navegaba contemplando los azulejos

Óbidos

Un auténtico espectáculo del que solo se conservan restos abandonados, por la desidia y la incuria, de las dependencias donde se alojaban los artistas. Parecía un escenario de película del oeste americano, como de Nuevo Méjico, con su suelo de albero y un par de tenderetes destartalados que exhibían souvenir y agua fría, collares de conchas, vieiras decoradas, churros y almendras garrapiñadas. Dejamos atrás el cabo Espichel y su faro impecable, los abismos a los que no te podías asomar porque, una vez más, se les olvidó poner una barandilla y, por otra parte, existía el riesgo, este sí convenientemente advertido, de desprendimiento. A pocos kilómetros, a mano izquierda, tomamos una pequeña carretera que desembocaba en la Aldea de Meco, a cuya Praia, casi virgen, se accede bajando una pasarela de tropecientos escalones. Allí el agua no estaba tan fría como en Figueirinha, y las olas eran más espectaculares, casi tanto como la puesta de sol.

Preparándose para un chapuzón en la playa de Cuesta Maneli (Doñana)
El martes dimos por finalizada nuestra estancia en Lisboa. Recogimos la casa, cargamos el coche y aprovechamos la tarde para acercarnos a Ajuda y a Queluz, antes de volver al Zújar. Las colas enormes para entrar en el palacio de Ajuda nos hicieron desistir del intento, conformándonos con ver desde fuera su estructura inacabada pero enorme, diríase desproporcionada.

Subiendo a la cúpula del Panteón


Queluz
Esta falta de proporción, esta discrepancia entre los cánones arquitectónicos portugueses y aquellos a los que estamos acostumbrados por aquí, hemos tenido ocasión de comprobarla varias veces: en las enormes esculturas salidas de los talleres de Joaquim Machado de Castro, en el monumental Arco Triunfal diseñado por Santos de Carvalho a través del cual se accede a la Rua Augusta desde la Praça do Comércio, en el Panteón, en la estatua ecuestre del condestable, en un costado de la iglesia de Batalha, en las esculturas de la fachada principal del monasterio de Alcobaça o en la iglesia-monasterio-palacio de Mafra, cuya construcción y sus avatares sirvieron de pretexto para la novela homónima de  José Saramago. Y en Queluz. Confieso que esperaba toparme con algo parecido a La Granja, El Pardo o Aranjuez, por lo que nos sorprendió encontrarnos con un palacete “modular”, de muy pequeñas dimensiones, donde convive el estilo rocaille con el neoclásico y el rococó. Por 14 euros entramos en los jardines (creo que ya me he referido al insensato precio de los museos), no muy bien conservados, desde luego, con la mitad de sus fuentes secas, parterres sin labrar, las fachadas y carpinterías exteriores pidiendo a gritos una manita de pintura. Eso sí: los grupos escultóricos son realmente curiosos, pues aparte de a las típicas escenas mitológicas, abundan las referencias al arte teatral. Sin llegar a los extremos de abandono de la iglesia de Espichel, va por el mismo camino si no se le pone remedio. Y de nada vale el manido recurso a la crisis.


Dos jabalís al borde de las marismas de Doñana
Como viene ocurriendo los últimos años, el mes de agosto en el Zújar se convierte en un intermedio o en un preludio, en un tiempo de espera, en la línea de salida hacia las auténticas vacaciones. Los días pasan con cierta monotonía, combinando los baños en la Isla, en las varias veces consecutivas abanderada de azul playa de Orellana, algún paseo si el tiempo lo permite, o una cita o encuentro inesperados, como la oportunidad que tuvimos de conocer, por fin, a Marisa y Enrique (un auténtico y grato descubrimiento). O las dos ocasiones en que quedamos con Merche y Pedro. La primera de ellas, el sábado 10 de agosto, feliz, pues fuimos a casa de los padres de Merche, a Malpartida de la Serena, donde, a punto de terminar nuestra guerra, Cela bailaba con las mozas “al son de la dulzaina y el tamboril”, según cuenta en Memorias, entendimientos y voluntades. Nos acercamos a tomar algo en la charca de Zalamea, y cenamos (muy bien, por cierto) en la terraza del Hotel Trajano, en la carretera que va de Zalamea a Quintana, a base de pizzas, bacalhau dourado y albariño. La segunda, triste, muy triste, el viernes 23, cuando cerca de la medianoche les acompañamos un rato en un tanatorio de Miajadas, donde velaban al padre de Pedro, fallecido repentinamente aquella misma madrugada, para darles un abrazo y poco más, pues apenas se puede hacer nada en momentos como ese, tan solo demostrar al amigo el cariño y afecto que por él se tiene. También estuvieron allí, desde el mediodía, Marie y Rafa, pero no pudimos coincidir con ellos ya que cuando llegamos nosotros ya se habían retirado a Trujillo. Le enterraban a la mañana siguiente en Villamesías, pero para entonces nos encaminábamos a Huelva.

Acceso al Vasco de Gama Shoping Center. Parque das Naçoes (Lisboa)


Queluz
 El sábado 24, al mediodía, ya estábamos comiendo en Matalascañas. Con cuatro kilómetros de longitud y uno y medio de ancho, el espacio que ocupa Matalascañas (oficialmente, Concejalía de Matalascañas y Caño Guerrero) fue desgajado a mediados de los sesenta de Doñana y depende administrativamente de Almonte. A finales de esa década comenzaron a construirse los primeros chaléts y viviendas hasta formar lo que hoy es una urbanización con media docena de hoteles (dos de ellos cerrados en la actualidad y otro convertido en apartamentos), con un carácter marcadamente familiar y muy bien provista de todo tipo de servicios. Nos alojamos en Dunas de Doñana Golf Resort, a un precio más que razonable, en un apartamento espacioso y cómodo con una terraza-jardín, gracias a una oferta que encontró Carmen a comienzos de año. La playa, enorme y limpia, se encontraba a cien metros del hotel, y se accedía a la misma por una escalera a un costado de la urbanización Kabila I, con sus preciosas casitas al estilo de los Picapiedra. Al igual que Matalascañas, el ambiente playero era familiar, sin chiringuitos ni horteras ruidosos.

Cabo Espichel
Este año, la verdad, no nos movimos mucho. No sé si a causa de la proximidad del nivel del mar o de la comida del hotel, el caso es que nos encontrábamos más bien aplatanados, pero a gusto. El lunes a primera hora nos acercamos a Huelva (a unos 40 kilómetros, vía Mazagón) a cambiar la luna delantera del coche, que se había rajado. Y por la tarde fuimos a bañarnos a una playa dentro del Parque Natural de Doñana, a Cuesta Maneli, en cuyo aparcamiento destrocé el portón trasero del coche. Después de atravesar un inmenso pinar durante casi dos kilómetros por una pasarela de tablas llegamos a la playa. En su día, por la dificultad de acceso, se practicaba allí el nudismo pero ahora tan solo cuatro o cinco valientes "desnudan sus cuerpos al sol" en un extremo de la playa. Al ser una playa casi, casi virgen, zona de especial protección y no estar permitida la entrada de coches, abundan los plásticos y basuras de todo tipo. Curioso

Interior de la iglesia habilitada como librería. Óbidos
Y el martes hicimos una excursión por Doñana que había reservado Carmen desde Madrid. A las cuatro y media de la tarde estábamos en el centro de visitantes El Acebuche, a siete kilómetros de Matalascañas. Allí nos esperaba un vehículo como de ciencia ficción: un Mercedes con capacidad para veinte pasajeros, con unas ruedas enormes y altas, muy anchas, especialmente preparado para circular por el desierto. Salimos por la carretera, dirección Matalascañas.


En Nazaré

Antonio, el guía-conductor, que no sabía disimular su pasión por el asunto, iba explicando todo, respondiendo a las preguntas y animándonos a plantearle cualquier duda. Por él supimos que los costosísimos puentes que cruzan la carretera que separa el Parque Natural de Doñana, donde se encuentra El Acebuche, del Parque Nacional de Doñana, se construyeron para que los animales pasaran sin peligro de uno a otro parque. Pero los ciervos, gamos, jabalíes, zorros, linces y demás pobladores del Parque, indiferentes a la enorme inversión que supuso lanzarlos, prefieren cruzar la carretera a la buena de Dios, por lo que dichas millonarias pasarelas están prácticamente sin estrenar. Entramos en el Parque Nacional por el lateral del Hotel El Coto, la última construcción de Matalascañas.

Búnker a orillas del Guadalquivir, frente a Sanlúcar
Desde allí hasta Sanlúcar de Barrameda, todo es parque. Fuimos por la playa, levantando (con mucho respeto, eso sí, que para algo somos ecologistas) bandadas de gaviotas y otras aves marinas. A nuestra derecha vimos cómo se acumulaba la basura que arrojaban los barcos al mar y que no se podía retirar porque, al tratarse de una zona de especial protección, no podían acceder a ella vehículos a motor [sic]. También pasamos por delante de la Torre de los Carboneros, torre defensiva que vigilaba la llegada de piratas, y por varias viviendas de pescadores. Llegando a Sanlúcar y mirando hacia Chipiona se apreciaba en el horizonte la silueta partida en dos del Weishorn, barco de bandera chipriota "demediado" en 2004 con un cargamento de seismil toneladas de arroz y, a orillas del Guadalquivir, mientras abandonábamos la playa, dos bunkers perfectamente conservados. Nos adentramos en el Parque y llegamos al Palacio de las Marismillas, construido a principios de siglo, hoy residencia de verano de los presidentes de gobierno, desde Felipe González. En pocos minutos entramos en las marismas, ahora completamente secas, paisaje blanco y lunar a cuyos bordes, que conservan vegetación y humedad, acuden a pastar todo tipo de animales que, a esas horas de la tarde ya avanzada, pudimos contemplar sin dificultas. De allí, a las dunas, con su arena limpia y tibia, de vuelta a la playa y a El Acebuche. En total, 70 kilómetros y casi cuatro horas de camino.

Comiendo en Óbidos
El miércoles por la tarde, Carmen e Itziar alquilaron en el taller de Felipe, junto al Hotel El Coto, dos bicicletas y rodaron por dentro y por fuera de la urbanización durante más de tres horas. Sara, Alejandro y yo cogimos el típico trenecito, como el de Mazagón, que te enseñaba lo mismo que vieron ellas, pero bien sentados. Dato curioso: en Matalascañas abundan las glorietas (como decía de guasa Antonio, el guía-conductor de Doñana: “Al Alcalde de Almonte le dijeron un buen día: si compras dos rotondas, te regalamos diez”) y los monumentos. Los hay dedicados al atardecer, al pescador de coquinas, a los delfines, a los pescadores, a Santiago, el pescador de “El viejo y el mar”, la novela de Hemingway… Y como nuestros amigos portugueses, tienen, en mucha menor medida, eso sí, su propia víctima del terremoto de Lisboa de 1755: la Torre la Higuera (o Torre de la Higuera o Torre Almenara o La Piedra) edificación con funciones militares que, literalmente (como no se cansa de decir últimamente Alejandro) se dio la vuelta con el seísmo y hoy está cabeza abajo, a unos cincuenta metros de la playa, mar adentro…

Nazaré
El terremoto de Lisboa, al igual que la Revolución Francesa o nuestra Guerra Civil, es la causa primera que se aduce para justificar la incuria y la dejadez en lo referente a la falta de voluntad en el cuidado y conservación del patrimonio, tanto artístico como documental. La existencia de lagunas en las colecciones archivísticas o el mantenimiento de edificios civiles y religiosos que muestran en la actualidad signos de destrucción hasta su aniquilación total, se comprenden y perdonan perfecta, cómodamente con el recurso a dichas catástrofes políticas y naturales.



Para el jueves daban mal tiempo, así que nos fuimos a Niebla. Pero fallaron las predicciones. Aunque por la tarde se levantó una tormenta que quedó en trompetería, no más de cuatro gotas y miles de mosquitos cabreados, la mañana de Niebla fue calurosa. Vimos todo el castillo, menos dos salas que no se podían visitar. Las dedicadas a los instrumentos de tortura podían dar en el gusto a las mentes más sádicas. Las dos iglesias que pudimos ver por fuera (San Martín y Nuestra Señora de la Granada) eran una impresionante acumulación de estilos y formas, y el centro de interpretación del Condado de Huelva, muy bien montado y documentado con gusto y amenidad.
El sábado 31 volvimos al Zújar, por la Vía de la Plata, haciendo una parada en Fregenal de la Sierra, ya en Badajoz.


Óbidos
Retomando a Fernando Pessoa, que en gran medida ha dado pie a estas palabras que ya se extienden demasiado, lo que vemos es lo que somos. Y muy triste sería viajar para huir de nuestras raíces, como lamenta Unamuno. Quizá por eso, confesando cierto narcisismo, repitamos una y otra vez los mismos viajes, visitemos los mismos lugares hasta hacerlos nuestros, asumiendo como propios los pequeños cambios que experimenta el espacio, comprobando, en definitiva, que el tiempo, practicando su propia labor de zapa, no se detiene nunca, que el paisaje se asocia íntimamente al estado de ánimo. Para Torrente Ballester, el tiempo lo mide nuestro corazón, emanando incluso de él. Al final, aseguran Pooper y Toynbee, ciencia y civilización comparten esa definición del viaje como búsqueda y movimiento constantes, tan ajena al concepto de acabamiento, de llegada, de pasar página: de final.

Paseo marítimo en el Parque das Naçoes.