viernes, 22 de marzo de 2013

Homenaje en Navaluenga (Ávila). 9-10 de marzo de 2013

Finca "El Barranco".  Navaluenga (Ávila)



La reunión se venía preparando tiempo atrás, aunque los detalles, creo, se cerraron la última semana. Yo, al menos, desconocía los motivos de la convocatoria y el número de asistentes a la misma, y casi hasta el final tampoco sabíamos si podríamos acudir. Nuestro (mi) inveterado cansancio habitual, aderezado de nuevo con un encanallamiento de la hernia, y la acumulación de exámenes de Itziar, me hacían deseable la anulación de la “macroquedada”, posibilidad nada remota teniendo en cuenta las espantosas previsiones del tiempo. Sólo la ilusión de Alejandro, que estaba como loco por ir a una “casa rural”, me contuvo a la hora de adoptar la postura de un borrico en un cañaveral: inflexible e intransigente en mi negativa. Aunque tampoco creo que dicha contumacia hubiera servido de nada, pues Carmen es muy capaz de sacar fuerzas de flaqueza y embarcarse(nos) en cualquier empresa en las peores condiciones posibles.


Y aquel sábado 9 de marzo el tiempo decidió pactar una tregua con Marie y con Merche, las organizadoras del evento.





Hace más de doce años que nos conocemos, al coincidir esas interminables tardes en el patio del colegio de nuestros hijos, esperando de pie o mal sentados en un escueto poyete a que se cansaran de sus juegos y carreras, y no consideraran una afrenta inadmisible regresar a casa. Y a través de esos pequeños y comunes intereses que giran alrededor de los hijos, y que se agigantan cuando estos son únicos (o los primeros), se fue fraguando una amistad que, lejos de enfriarse con el cambio de colegio de Itziar hace cinco años, se fue consolidando con la celebración de los cumpleaños de los críos, que ya van camino de los quince años, y alguna comida o cena en fechas especialmente señaladas.



Esos cumpleaños tumultuosos que tenían lugar en el comedor del colegio, cuando se invitaba a toda la clase y allegados, prolongándose hasta cerca de las ocho de la tarde, momento en que, no sé por qué, comenzaba a sonar la canción de Anastacia que dice, más o menos: “All my life I’ve been waiting for you to bring a fairy tale my way…”, y había que recoger las mesas y todo lo que dejaban tirado por el suelo. “Left outside alone”, la canción de la americana que arrasó hacia el 2004, quedará siempre asociada a esas fiestas de las que tardé mucho tiempo en aprender a escaquearme, poniendo como excusa algún recado urgente que no podía esperar más.



 
Alrededor de esas mesas del comedor, (con las paredes cubiertas por carteles con mensajes edificantes -en la mesa y en el juego se conoce al caballero-, el olor a pizza que se escapaba de la cocina mezclado al de la emoción sudorosa de los niños que, siempre tan suyos, no hacían el menor caso a la merienda que les preparaban) se sentaban Merche y Marie, pocas veces Pedro y Rafa. Pero también han estado con nosotros en los malos momentos, cuando tanto se agradece que alguien nos brinde su apoyo desinteresado, su ayuda más sincera. Si con Marie el trato era diario, más que con Merche coincidía con su marido, Pedro, al que, no recuerdo muy bien por qué, le endosé el apodo de Tío Pedro cuando Alejandro era un bebé de meses y nos acompañaba, al volver de la guardería, un buen trecho de la calle Maqueda. Y con ese apelativo se ha quedado. A quien tardamos más en tratar fue a Rafa, la otra mitad del lobby parisinoleonés (sí: Marie representa el 50 %), que por cuestiones de horario tenía la suerte (o la desgracia, según se mire) de no hacer patio, ya que llevaba todas las mañanas a Adrián al colegio, al igual que hacía Merche con Gonzalo. Así que, en resumidas cuentas, el equipo titular de aquellas tardes de patio, solo suspendidas por la inclemencia del tiempo, éramos Marie-Adri, Pedro-Gonza, Vicente-Sergio, Maite-Fran y nosotros. Los nombro tal cual aparecen en la agenda del teléfono…



Toda esta tropa se conoce desde antes de cumplir los tres años.
De izquierda a derecha: Gonzalo, Sergio, Adrián, Laura y María Florindo, Carolina, Itziar y
Laura Cruces

Como iba diciendo, el sábado amaneció con un tiempo más o menos estable, como si quisiera evitar que una borrasca enturbiara la reunión, al igual que lo hacía en el patio del Arcángel Rafael.
 



Una vista lateral del caserón. Detrás, la última planta del torreón

 
Sobre la una salimos de casa, Alejandro enredado en un manojo de nervios, diana perfecta de las burlas de Sara, que gozaba repitiendo como un eco las preguntas atemorizadas de su hermano: “¿Sabéis ir?, ¿vamos a llegar a tiempo?, ¿seguro que no nos hemos perdido?...” Cogimos la carretera de los Pantanos hasta El Tiemblo, dejamos a un lado el Valle de las Iruelas (si cuadra, en otra ocasión hablaré de las dos veces que estuvimos en el embalse del Burguillo y por la tarde nos acercamos a Ávila a tomar café), y cuando llevábamos recorridos unos 110 kilómetros, llegamos a Navaluenga, donde la buena voluntad de unos chavales del pueblo impidió que nos perdiéramos, guiándonos hasta el camino sin asfaltar que en un par de kilómetros desembocaba en la Finca El Barranco, que así se llamaba la casona, rodeada por cuatro o cinco hectáreas de terreno en la cara norte del sector oriental de Gredos, nuestro lugar de reunión.
 


Por todas partes, agua


Franqueamos la puerta a la finca y al fondo, a unos 500 metros de la cancela almenada, se levantaba el caserón. A orillas del camino se alineaban rosales y árboles frutales con sus yemas a punto de estallar. A nuestra izquierda, la piscina, y a ambos lados más frutales y mucha, mucha agua que se precipitaba veloz y caudalosa por tres o cuatro zanjas abiertas para aliviar la afluencia producida por el deshielo de las cumbres de Gredos. Porque a muy pocos metros se elevaban los riscos agrupándose, como haciendo un corrillo a la que más nieve exhibía en su cima. Lugar idílico a más no poder, donde sólo se escuchaba el rumor cristalino del agua, pudiéndose adivinar el frú-frú del aleteo de los buitres, allá en lo alto.
 

Gredos desde nuestra habitación

 
Dejamos el coche en un lateral de la casa. En la parte trasera, una escalera estrecha y pina subía hasta la planta principal. Debajo de esa escalera, una puerta nos llevaba a la parte baja, una vivienda completamente independiente. Adosado al otro costado del edificio, un torreón cuadrado, de tres plantas, encerraba las dos grandes habitaciones reservadas a los chavales.. Subiendo la escalera se llegaba a la cocina, y de ahí se pasaba al salón, al que daban cinco dormitorios y el acceso principal.
 


Más Gredos, coronado de nieve y nubes

 
El conjunto de la edificación y del entorno compartía las características de un pabellón de caza, un pazo gallego y la villa toscana (sin cipreses) a la que tan acostumbrados nos tienen las imágenes estereotipadas de aquella parte de Italia. Porque algo de cinematográfico había en todo aquello, con Pedro, Eduardo y José preparando, a nuestra llegada, una paella en un hogar bajo un techado de obra en medio del prado, seis o siete mesas alineadas, con una treintena de sillas alrededor, la cerveza y el resto de bebidas refrescándose en una fuente sobre la que manaba un potente chorro de agua helada. Y la interminable sucesión de presentaciones, con la impotencia que casi nos abruma al sabernos incapaces de recordar el nombre de nuestro interlocutor, pues los que ya nos conocíamos formábamos una gran minoría dentro del total, que se completaba, en un número superior a la veintena, con compañeros del trabajo, y amigos asturleoneses, de Marie, Rafa, Merche y Pedro.


En la entrada principal, dos ídolillos prerromanos, restos de columnas y alguna estela funeraria


Con la ayuda del vino y del paisaje, se fue creando entre todos una camaradería, o complicidad que dirían los cursis, una atmósfera tan agradable que nadie sospecharía que era la primera vez que nos encontrábamos todos juntos. Pero el auténtico mérito de la creación de ese ambiente no recae verdaderamente en el alcohol ni en la geografía, si no en el buen hacer de los anfitriones, en esa bondad que desprenden Marie y Merche, en su disposición, siempre al quite de las necesidades de los amigos, así como en el espíritu campechanote y bonachón del Tío Pedro, pozo sin fondo de sabiduría antropológica, y en el humor inclasificable de Rafa, que uno muchas veces no sabe muy bien si va o viene…
 




Después de la comida, nos echamos a andar, muy de cerca vigilados por las alturas de Lanchamala y Gavilanes, los riscos de Miravalles y el Torozo. Con el temor de la lluvia, caminamos entre encinas y castaños, robles y mielojos, saltando charcos y arroyos que por doquier dificultaban el paseo. Y el cielo descargó por fin cuando llegamos a Navaluenga, y temimos por momentos que el Alberche abandonara su curso, saltando por encima de uno de sus puentes. Y regresamos al caserón, unos a pie y otros en dos coches escoba…
 


Otra vista lateral de la casa


En mi opinión, el éxito de la reunión fue rotundo, un homenaje en toda regla y a satisfacción de todos. Y cada cual, en su fuero interno, tenía motivos que celebrar, como la salud (!sí, la salud¡), el trabajo, ver cómo crecen los hijos y te van dejando atrás (y con más canas)... Comprobar que, después de tantos años y de tantas vueltas que ha dado la vida, con la gente que ya no está con nosotros aunque sigue a nuestro lado de alguna manera, podemos responder a una llamada y reunirnos alrededor de una mesa, o frente a un hogar bien alimentado, para hablar y escuchar, reír y callar cuando es preciso, deseando detener el tiempo en esos instantes…
 




Gracias Marie y Merche por haber contado con nosotros, por considerarnos parte de vuestras vidas.

viernes, 1 de marzo de 2013

Bajo la niebla de enero


De regreso a Madrid el viernes 4 de enero. Llegando a Guadalupe


Despedimos el 2012 y saludamos al 2013 entre brumas. ¡Metáfora fácil donde la haya! Y la niebla lo cubrió todo. La fría luz de enero no se veía con fuerza suficiente para horadar la grisura. Y ésta, tan segura de sí misma, tan crecida, se dedicó a invadir el rincón más escondido, apoderándose incluso de nuestros corazones. Ni el sol de mediodía podía con ella, tal era su contundencia. Con su porfía, consiguió modificar alguna de mis preferencias, y comencé a alimentar cierta animadversión hacia el invierno, que desde siempre había antepuesto al verano. Porque la niebla y el frío despertaban las premoniciones más tristes, los más oscuros augurios.


Uno de los "refugios"

La niebla se dejaba caer sobre el páramo sin pedirnos permiso. Y allí permanecía días y días, dueña y señora de la situación, niebla llorona y húmeda, portadora de funestos presagios; niebla que invoca a un imposible recogimiento, a encerrarnos en nosotros mismos como animales hibernando.

Trincheras en la "Posición Vega de San Pedro"


Bajo la niebla, envueltas en ella, pastaban las ovejas, cuya presencia adivinábamos por el inconfundible sonido de las esquilas. Y los corderos recién nacidos, con sus largas patas de alambre, con su inocente inestabilidad, tan pronto se agrupaban al abrigo de una roca, como brincaban alrededor de sus madres, insensibles a los imperativos de la bruma.


Elvas. 2 de enero de 2013
 
Y esa niebla resultó insufrible al anochecer el dos de enero…

Zahúrda


Pero en tres ocasiones el sol ganó esa lucha sin cuartel, disipó las brumas y desplegó su imperio. Y los colores volvieron a ocupar su lugar en una sinfonía de brillo y luz, de reflejos cristalinos mil veces multiplicados. Era como un renacer, una elevación del ánimo apagado, adormecido.
 
Refugios apoyados en la ladera

Es ahora cuando lo veo claro, cuando intento expresar su influjo en mi percepción de las cosas como agente catalizador de esas ideas que permanecían a la espera. Es el contraste del frío y el calor que aplicamos a un miembro contusionado, que por un mecanismo físico logra poner en movimiento ese tejido entumecido, estimulando así la revitalizadora circulación de la sangre.




Porque los detalles son importantes para dinamizar nuestra vida, sustrayéndola de los grilletes de la rutina. Y esos detalles, esos elementos que la mayoría de las veces pasan desapercibidos por su mera insignificancia (un olor, un sonido, un sabor, una luz determinada…) y en los que últimamente suelo detenerme, son los únicos elementos que poseen la fuerza suficiente para rehabilitar nuestros vínculos con eso que podemos llamar eternidad, con lo inmarcesible y lo ancestral, preparando el camino para la cabal asunción de la continuidad histórica, adivinando esa línea constante, lanzada desde un remoto ayer hasta nosotros, como se arroja un salvavidas a quien se ha precipitado al mar desde la cubierta de un barco durante una noche de tormenta.

 
La zahúrda. Tarde de Nochevieja
 
 
La perspectiva es quien nos da la auténtica medida de todas las cosas. Es aquello de los árboles y el bosque. Esa distancia respecto al tiempo vivido hace las veces de un indulto que salva de la quema muchos momentos que nos gustaría borrar. Estos dos meses de inactividad, sin escribir una sola línea, bloqueado por molestias físicas e incordios cotidianos, seguramente tienen algo que aportar, aunque hoy no se me alcanza qué pueda ser.
 
 




Y otro tanto ocurre con las navidades. Si me hubiera planteado llevar un diario detallado de las mismas, el resultado habría consistido en una gráfica donde se recogiera la evolución del dolor lumbar, el grado de parestesia que acorchaba gran parte de la pierna derecha, mi progresivo aislamiento y la curva ascendente de mi desespero. La indulgencia del tiempo consigue aparcar esos enojos y devolver con todo su fulgor lo que realmente merece la pena recordar y registrar.

Una casamata de la "Posición Miraflores". Al fondo, a la izquierda,
nos encontraríamos con las Vegas de San Pedro


Y vamos de vísperas. La tarde del 31 de diciembre Juan Antonio nos llevó, con su hijo Mario y su perro Oto, a Antonio, a Héctor y a mí, a visitar unos restos que había descubierto durante uno de sus paseos. El dolor de espalda me disuadió en un principio, pero la insistencia de Carmen y mi curiosidad me hicieron aceptar la invitación. Así que nos echamos a andar por la carretera del canal hasta la altura de la primera alameda, donde cruzamos uno de los puentes y saltamos las alambradas de rigor.




 
Dejamos a la izquierda un arroyo que hace años tenía un letrero medio oculto entre las cañas a orillas de la carretera donde se leía con cierta dificultad, creo recordar, y que alguien me corrija si me equivoco: “Arroyo el Canchal”. A mi padre le gustaba fotografiar sus piedras pulidas y brillantes bajo el sol de primavera, cuando llevaba agua, y de niño solíamos coger renacuajos en los pequeños remansos que formaba llegando al canal. Los metíamos en un tarro de cristal con la tapa convenientemente agujereada pero, curiosamente, nunca llegaban a Madrid, pues mi madre se desharía de ellos al tiempo que hacía el equipaje.

Alejandro la mañana del jueves 3 de enero de 2013


Atravesamos un campo arado a los pies de una elevación, un canchal, y pronto nos dimos de bruces con una montonera de piedras, donde se mezclaba la pizarra y el cuarzo, entre las que se dejaban ver restos de ladrillo compacto, de tejas romanas y otros fragmentos irreconocibles.



En este esquema publicado por Martínez Bande en su obra sobre
el cierre de la bolsa de La Serena, se ubicarían los refugios y las trincheras en
el paraje llamado Vegas de San Pedro, reconquistado por las tropas de Prada el
25 de agosto de 1938

Seguimos caminando bajo un cielo gris y espeso que no dejaba escapar la niebla ya convertida en compañera inseparable los últimos días del año. Siguiendo la alambrada y entre dos colinas, encontramos una zahúrda muy bien conservada, testigo de un pasado, no demasiado lejano, en el que aquel páramo no debía ser tal. Saltamos otra alambrada, siguiendo siempre a Segura, que nos condujo caminando por un plano inclinado, hasta los restos de tres o cuatro refugios muy pequeños para ser apriscos y muy juntos para hacer las veces de aguardos para cochinos o puestos para el perdigón. Frente a ellos, muy cerca, a muy escasos metros, otra ladera y, entre ambas, un arroyo. Con los refugios a nuestras espaldas, coronamos esa pequeña colina. Allá abajo, a un kilómetro, el Zújar discurría mansamente escoltando su paso desnudos chopos y famélicos eucaliptos, y a nuestra izquierda, muy cerca de la zahúrda, parecía descansar un enorme aprisco que, por el entorno y el color de la tierra y del aire, más parecía castro celta.

 



Comenzamos a descender para regresar a casa cuando Mario y Juan Antonio nos alertaron. Apuramos el paso. Pronto nos encontramos un complejo de trincheras de regular tamaño. Oto salvaba a saltos los profundos surcos que parecían abrazar con sus extremos la colina hasta desaparecer  al otro lado, en los refugios. Entre las trincheras, los restos de lo que debió ser un tabicado y un suelo dispararon nuestra imaginación, muy proclive a las fantasías y elucubraciones. Si Juan Antonio defendía una datación romana o prerromana de aquella edificación, yo no dejaba de imaginarme esa posición durante el verano de 1938, tan lejos de su retaguardia (que por entonces no podía ser otra que Puebla de Alcocer), que los hombres encargados de mantenerla se debían encontrar prácticamente abandonados a su suerte.


 

¿Cuándo se planeó el trazado de ese complejo? ¿Respondía a los llamamientos de Miguel Hernández durante su estancia en Castuera, proclamando a quien quisiera escucharle la perentoria necesidad de fortificar a toda costa, aun a sabiendas de la inactividad de dicho frente en la primavera de 1937? ¿O se verificaron después de la reconquista del sector (25 de agosto de 1938) organizada por Adolfo Prada tras el inicio de la batalla del Ebro, ese mismo Prada que pocos meses después, el 28 de marzo de 1939, se encargaría de la entrega de Madrid en la Ciudad Universitaria?
 



Por su parte, a Antonio empezó a picarle tanto la curiosidad por todo aquello, que programamos para el día siguiente una gira por los otros restos de los que ya hemos hablado aquí, para él completamente desconocidos.


 

2013 nació frío y gris, triste como su horizonte y como los recuerdos para siempre unidos a Año Nuevo. El mejor plan para el día era aquel que nada tuviera que ver con lo que tradicionalmente se asocia al primero de enero. Así que preparamos unos bocadillos, cogimos los coches, y acompañados de Mario, enseñamos a los Villar los restos de “El Dorado”, comimos ateridos de frío en las ruinas de las minas de Miraflores y me llevé a Héctor y a Antonio hasta las dos casamatas que, con la que se encuentra al otro lado de la carretera, forman el trío de la posición Miraflores. Desde allí arriba cobraban sentido las palabras del jefe de la 21 división nacional, Cañizares, derrotada y desalojada de gran parte de La Serena entre los días 23 y 29 de agosto de 1938 por las tropas republicanas al mando de Prada. Efectivamente, hacia el norte el terreno se ondula, se pliega de tal manera que no es muy difícil transportar hombres y material de una posición a otra pasando completamente desapercibidos.

 
Videoclip de "Los Mandriles". La "voz cantante": Juan Antonio Segura
El escenario de pura arqueología industrial que nos rodeaba, en el que se apreciaban restos de destrucción que no se podían achacar al abandono de la explotación, si no al fuego de artillería, donde Juan Antonio había grabado un videoclip bastante bueno con el grupo al que presta su voz (“Los mandriles”), y el frío ya francamente insoportable, nos animaron a levantar el campamento, trasladándonos a Castuera, con la esperanza de encontrar un lugar donde tomar algo caliente. En una pastelería próxima al Casino dimos buena cuenta de unos cafés acompañados de pasteles. El local, vacío a nuestra llegada, se comenzó a llenar poco a poco de parroquianos perfectamente ataviados de Año Nuevo. Entramos en el Casino, con los restos del frío pegados al cuerpo, y nos colamos por sus estancias de palacete rural abandonado, transformado después de la guerra en Casino, con un salón privado aproximadamente nazarí y, lo que no pude ensañar a Carmen y a Rosa, pues no se encontraba el conserje en ese momento, una especie de zulo semioculto en el descansillo de una escalera, que sirvió de centro de transmisiones y enfermería aquellos años, y que conserva, de momento, unos curiosos grafitis en sus paredes.




 
El dos de enero cumplimos con el rito navideño de la visita a Elvas, tan próxima y tan lejana a la vez. A medida que nos acercábamos a Badajoz, como si el cielo quisiera hacer más grata nuestra jornada, la niebla fue levantando sus reales hasta desaparecer por completo al cruzar el puente sobre el río Caia. Como ya es habitual, comimos en O Lagar, subimos al Castelo, hicimos unas fotos a los niños en el Nacimiento que siempre ponen en la entrada de la antigua , y dimos un paseo por las calles comerciales. La crisis había obligado a echar el cierre a algunos de los establecimientos con más solera de la ciudad fronteriza. Sin embargo, no aprecié un bajón considerable en el aire que se respiraba por sus calles, tan engalanadas, con los altavoces emitiendo villancicos y cuñas publicitarias. Es más: esos oratorios barrocos que tanto menudean por el centro, derroche de azulejo azul y blanco, de santos ampulosos y angelotes piafantes, de ofrendas y cerería, que de ordinario presentaban cierto aspecto de abandono y de desidia, con algunas de sus piezas cerámicas arrancadas y sin reponer, estaban siendo sometidos a un necesario trabajo de restauración y consolidación. Más todavía, aunque en otro orden de cosas: hablando con el dueño o encargado de O Lagar, y respondiendo a una pregunta de Carmen sobre cómo estaba afectando esta crisis (dato curioso: pagar con tarjeta de crédito es, en ocasiones, una auténtica odisea en el país vecino, cosa que no me parece del todo mal), pudimos saber que el Gobernador del Banco Nacional había sido arrestado. “En España- apostilló Carmen – estaría recorriendo los platós de TV cobrando una pasta por cada intervención”. O calentando el sillón de consejero de alguna multinacional.


Desde la posición visitada se puede ver el curso del Zújar.
Al fondo, la Sierra de Pela
 
Entramos en una tienda que resultó ser todo un descubrimiento para los amantes de los tejidos y bordados artesanales. Yo confieso mi ignorancia en la materia, pero entré por pura curiosidad. El establecimiento ocupaba dos plantas del edificio, y parecía conservar gran parte de las pinturas originales que decoraban sus techos. Era como hacer un viaje en el tiempo y aterrizar en el hogar de un comerciante portugués del siglo XVIII y XIX. Solo faltaba el aroma de las especias y del café, la dulzura del cacao, el perfume de las maderas orientales, el frú-frú de los pesados ropajes arrastrando sus bajos por la tarima de madera… El comercio en cuestión lo lleva Joana Leal, y abre sus puertas en la Rua Acamim 18A.


Sara tomando medidas a las trincheras
 
Ya de noche regresamos al Zújar, después de tomar un café en una pastelaria que lucía con orgullo un cartel avisando a los clientes que ahí sí se podía fumar. !Tremenda lección de libertad, similar a aquella pintada en la estación lisboeta de Santa Apolónia: "A liberdade vive cuando o Estado morre". Como si de una previsible novela de misterio se tratara, la niebla que se levantó cuando entramos en Portugal, nos rodeó por completo al cruzar la frontera, convirtiendo el viaje de vuelta en un auténtico suplicio, en una empresa agotadora. Se sucedían uno tras otro los bancos espesos, tan densos que se podían cortar con un cuchillo, obligándonos a reducir la velocidad, a conducir con los cinco sentidos puestos en la carretera, con el temor y la prudencia propios de un conductor novato que rueda por vez primera por un camino desconocido, tan escasa era la visibilidad. En momentos como ese nos acordamos siempre de la escena de una película basada en un relato de Stephen King en la que un coche, recorriendo una carretera larga, infinita bajo la niebla, adelanta a un tipo atrabiliario montado en una bicicleta. “Sólo faltaba cruzarnos con el de la bici…”


 

Se diría que esa niebla constituyó la traca final, pues el día siguiente amaneció espléndido, con el cielo completamente despejado y una temperatura agradable, impropia del mes de enero. Haciendo oídos sordos a las protestas de Sara y Alejandro, nos acercamos de nuevo a la “Posición Vegas de San Pedro”, como bauticé, quizá erróneamente, a los refugios y trincheras que no pudo ver Carmen la tarde de Nochevieja.


De esta excursión, Itziar (encaramada sobre el búnker de El Dorado) no
se pudo librar
 
Tal vez exagere si digo que resultó ser un aldabonazo, un repentino despertar provocado por la combinación de una serie de factores que nada tienen que ver entre sí, pero que su mera concurrencia tuvo el poder de abrirme los ojos y percibir con toda su grandeza aquello que caminaba a mi lado sin apenas darme cuenta de su presencia. Como la tibieza de la brisa que obligó a atarnos los abrigos a la cintura; el cielo de un azul interminable; el arroyo del Canchal discurriendo alegremente, en uno de cuyos recodos Carmen sorprendió a un enorme galápago que, remontando las aguas desde el Zújar, parecía descansar de semejante esfuerzo; el remanso que formaba el otro curso de agua que se precipitaba a los pies de los refugios, rodeado de adelfas y de pizarra, donde se reflejaban todas las tonalidades del verde, auténtico lugar ameno y pastoril; el tomillo, el cantueso y la lavanda que Sara arrancaba con sus manos y nos entregaba como aromáticos trofeos; los refugios donde uno se imagina a un soldado agazapado a la espera de un ataque dirigido desde Miraflores


Restos de los edificios asociados a las minas de Miraflores. Mucho frío


Días después, hablando de todo un poco con Juan Casco, saltó a la palestra el sentimiento numínico, la sensación que provoca la proximidad de lo que se considera sagrado. Lejos de mi intención sacralizar ese lugar, pero sí es cierto que experimenté una especie de arrebato, y aunque no recuerdo si llegué a exclamar aquél famoso y evangélico: “!Qué bien se está aquí!”, vi muy clara la continuidad de la que hablaba más arriba. Como si entre las villas romanas que imaginaba Segura, la dehesa en retroceso de cuyos frutos se alimentaban los cochinos moradores de la zahúrda, y los hombres abandonados de la mano de Dios que tenían que defender la Posición Vegas de San Pedro hace ahora 75 años, existiera un hilo conductor que eliminara todo asomo de ruptura y fragmentación, mostrándonos la cara más amable de la Historia. Porque esa conciencia de ruptura, que tiene también cierto tufillo de adanismo, no es más que una fuente inagotable de insatisfacción. Por el contrario, saberse uno con el pasado, con la tierra que piso y que otros han pisado antes que yo, con toda la historia que convenga o que quieran echarnos a la cara, asumiéndola como propia, no proporciona más que seguridad, tranquilidad y mesura en el juicio, todo eso de lo que tan ayunos estamos en estos tiempos que corren.


Elvas, 2 de enero de 2013

Lo que había barruntado al arrullo de las grullas la víspera de Nochebuena me sacudió con fuerza durante esa niebla de enero y su contrapunto.