martes, 3 de marzo de 2020

Cumpliendo ilusiones


A Carmen, siempre.

Vista nocturna de la Gran Vía desde una de las terrazas de la habitación 2028 del Hotel Riu Plaza de España


Sucede a menudo que lo no vivido se me hace presente de tal modo que, en virtud de unos extraños mecanismos, puedo reconstruir sus perfiles, trazar un plano con sus detalles e iluminarlo todo con esa luz que cada uno de nosotros irradia sobre lo que considera propio. Si tuviera que remontarme a los orígenes de esta “facultad”, que en no pocas ocasiones resulta ser un doloroso defecto, me veo de niño asistiendo como espectador no invitado, a veces incómoda presencia, a las conversaciones de los mayores, intentando desentrañar el sentido de sus gestos y ademanes, de sus pausas y silencios, el significado de aquellas palabras cuyo alcance se me escapaba pero que transmitían alegría o sufrimiento, serenidad o angustia. De cualquier forma, podía llegar a asumir como mías esas historias, padeciendo o gozando las circunstancias descritas en esas narraciones a las que, prudentemente, fingía no prestar la menor atención.





La cosmogonía infantil, edificada sobre los cimientos de una imaginación no pocas veces morbosa, a base de retazos de diálogos, interesadas tergiversaciones y recuerdos compartidos o robados, necesariamente acaba siendo contrastada con todo aquello que rodea al niño que fuimos, experimentando ambas, memoria y realidad, importantes matizaciones y trasvases de información. Creo que ahí radica la base del conocimiento primero, ese que nos permite encajar en el mundo que gira a nuestro alrededor y proyectarnos al futuro sin perder de vista el lugar de dónde venimos.




La nostalgia de lo que no se ha conocido es un recurso al que debe acudir el historiador, enriquece al poeta y, transformada en melancolía enfermiza, resulta letal en el político. Por lo demás, no deja de ser balsámico en algunos momentos, como el que me ocupa.




La entrada en escena de la generación de mis padres, esos años 40 y 50 que tantos imaginan en un triste y apagado blanco y negro, yo los percibí siempre a pleno color, con las tonalidades inherentes a una juventud, la suya, que sufrió en su primera adolescencia, y en carne propia, los crueles zarpazos de una guerra terrible para todos, pero que encaraba un futuro siempre incierto con unas dosis de optimismo, alegría, vitalidad y esperanza que envidiaríamos muchos de nosotros. Gracias a las fotografías que dormitaban en esos álbumes que de tarde en tarde visitábamos, de los objetos personales conservados (ropa, complementos…), de las anécdotas familiares que salpicaban sus historias, historias y anécdotas tantas veces repetidas, iba poniendo en pie una vida, la suya, de la que, en cierta medida, me consideraba (y considero) uno de sus depositarios y guardianes.





Sus interminables años de noviazgo, larga demora debida a la falta de vivienda que, entre otras cosas, caracterizó la precariedad previa a la etapa del desarrollismo, quedó inmortalizada por mi padre en las numerosas fotografías que conservamos de ellos. Recuerdo ahora una, fechada en 1947, que un tercero tomó a los dos paseando por la calle Bailén. ¿Paseando? Puede que mi padre acompañara a mi madre a su casa, en la calle de San Isidro, de vuelta del trabajo que compartían ambos en el las oficinas del Sindicato del Papel, en el edificio del Palacio de la Prensa, en la Gran Vía. Él, más bajito que ella, no para de hablar mientras camina por la calzada; ella, más alta que él, habiendo renunciado ya a los tacones, andando por la acera, parece ajena a su perorata. En otra instantánea, mi madre posa de perfil, en algún punto de la confluencia de las calles Ferraz y Bailén, con un vestido blanco de tirantes y (creo, ya me falla la memoria) un pañuelo en la cabeza. A sus espaldas se puede ver la “Torre de Madrid” en construcción e, imponente, el flamante y rutilante “Edificio España”




Calles de Ferraz, Bailén, Plaza de España, Gran Vía… Para un niño de barrio como yo, criado al otro lado del Manzanares, en un ambiente y entorno controlados donde cada cosa estaba en su sitio, siempre los mismos comercios, las mismas caras de los vecinos y de la gente con la que te cruzabas por la calle, idénticas rutinas de horarios y hábitos, el respetuoso silencio de la siesta y el más largo y profundo de la noche, para mí, digo, el centro de Madrid ejercía una poderosa atracción. La espontaneidad, la aparente ausencia de normas, la libertad con la que se movía la gente por la calle, entrando y saliendo del metro, de grandes almacenes y modernas cafeterías y restaurantes, el constante y ruidoso fluir de coches, motos y autobuses resultaba fascinante.




Más o menos a los once años, cogí el autobús sólo por primera vez, sin la preceptiva compañía de adultos, con mi amigo Arturo, para ver “El libro de la selva”, que ponían en el ya desaparecido Cine Imperial, de la Gran Vía. Y debió ser por entonces cuando, ahora no recuerdo con quién, nos colamos en el Edificio España con el objeto de vender unas papeletas. Las lámparas suntuosas del vestíbulo, el mármol verde que cubría sus paredes y los dos monumentales relieves que lo adornaban, le daban al conjunto un empaque propio de otros tiempos, rebosante de glamour y elegancia. Mezclados en la marea de los huéspedes que entraban y salían del Hotel Plaza, de los empleados de las numerosas oficinas y agencias de viajes que albergaba el edificio, y de los vecinos del mismo, alcanzamos uno de los ascensores sin que nadie se percatara de nuestra presencia y fuimos parando en las diferentes plantas. Venta de papeletas aparte, lo que de verdad me interesaba era asomarme por las ventanas de los pasillos que daban a la calle Maestro Guerrero y admirar la altura desde el piso 15, 20, 25…, con los tejados a nuestros pies y la gente y los coches diminutos allá abajo.




Desde siempre, ese edificio, así como la Gran Vía, representa para mí la faceta más moderna y cosmopolita de Madrid, sin renunciar en ningún momento a sus raíces, a su originalidad. Era el espacio que ocupaban mis padres, las calles que pateaban, el escenario de sus fotografías, donde desarrollaban sus vidas. De la mano de sus palabras, de lecturas posteriores (un coche bajando a toda velocidad por la Gran Vía en “Tiempo de destrucción”, de Martín Santos; los jóvenes descerebrados de “Nuevas amistades” de García Hortelano en Rosales…), de esas películas españolas tan inocentes y coloristas, de la música que tarareaban y las modas que seguían, alimentaba una imagen de aquellos años no vividos y, sin embargo, en cierta medida, añorados.




Hace poco más de un mes, cenando en un restaurante de la calle Guareña, Carmen sugirió que podíamos celebrar San Valentín en el Hotel Riu Plaza de España. Su propuesta no podía ser más original y oportuna. Mi apatía y abulia proverbiales se habían acentuado estos últimos años a causa de unos achaques periódicos que me estaban minando el ánimo y la moral de tal manera que, ocupándome únicamente de lo urgente y cotidiano, del puro día a día, había abandonado lo importante hasta el punto de poner en serio peligro nuestra relación. No quería ver lo que a todas luces era evidente. Es un error considerar eterno lo que nos ha sido dado de forma gratuita. El amor es una planta delicada, de la que hay que estar pendiente a diario si no queremos que se marchite o, lo que es más habitual, mute en cariño y respeto. Y en plena reconquista de un espacio común iniciada hace solo unos meses, la idea de enlazar esa parte que anidó en mi alma, con un presente ilusionado y que quiero cargado de porvenir, me llenó de emoción. No exagero al afirmar que la tarde-noche del viernes y la mañana del sábado fueron uno de los momentos más felices de mi vida.




Difícilmente tenían encaje en la realidad de 2020 el reparto y la escenografía de ese mundo de los 40-50 que un buen día comencé a soñar e imaginar. O quizás sí. Si lo poco o mucho que la cadena hotelera propietaria había sido capaz de conservar de la decoración original del edificio (mármoles y relieves del vestíbulo, escalera principal, cuadros de bronce de los ascensores…), los pequeños detalles de nueva creación pero inspirados en el momento (pienso en parte del mobiliario de la habitación que ocupamos), si todo eso, digo, con no poco esfuerzo, consigue trasladarte al año 1953, lo abigarrado de los huéspedes del hotel y la especie de discoteca acristalada de la planta 26 te anclan definitivamente a la actualidad. Pero poco importa ya todo aquello cuando se trata de cerrar un círculo, de incorporar el pasado al presente, o permitir que el ayer no sea atropellado por un hoy enloquecido. Alojados de forma imprevista en la lujosa Suite Presidencial ubicada en la planta 20 (habitación 2028), con dos enormes terrazas que propiciaban una panorámica privilegiada del más bonito Madrid, disfrutamos (creo poder hablar por los dos) como no puedo recordar hace tiempo. Cenar en el 360 Rooftop bar de la planta 27 es toda una experiencia, como atravesar la pasarela de cristal que une dos de los cuerpos posteriores del edificio que da a la calle Maestro Guerrero y sentirte suspendido en el aire…

Cumplido uno de mis sueños en la mejor compañía.


En un mundo tan supersticioso como el nuestro, se "eliminó" la planta 13 del Edificio España. La gran terraza que siempre ocupó la planta 26 y última, ahora está en la 27. 


Nota: Excepto la primera y última fotografía que ilustran el texto, el resto han sido tomadas del interesantísimo informe redactado el 4 de junio de 2014 por Madrid. Ciudadanía y patrimonio "El Edificio España"
Los paseantes de la Gran Vía fueron retratados por el genial Francisco Catalá Roca. 



3 comentarios:

Mercedes dijo...

Siempre he dicho que escribes con una belleza y precisión que admiro. Además me llevas a mi infancia y me traes al presente. La escritura ahuyenta demonios y acoge ternura y propósitos. Amén hermano

Mercedes dijo...

Siempre he dicho que escribes con una belleza y precisión que admiro. Además me llevas a mi infancia y me traes al presente. La escritura ahuyenta demonios y acoge ternura y propósitos. Amén hermano

Nacho Díaz-Delgado Peñas dijo...

Muchas gracias, hermana. He disfrutado mucho escribiéndolo.