sábado, 24 de mayo de 2014

Ni Münchhausen ni Alí-Baba. Razones para no votar

Que uno exprese en voz alta su intención de no dar por válido, a través de su voto, el patio de Monipodio en que se ha transformado el panorama político, se está convirtiendo en un acto que raya la heroicidad. Cuando murió Franco yo tenía ocho años, por lo que no viví ni participé en los debates previos a la reinstauración de la Democracia, ni tuve la oportunidad de concurrir con mi sufragio en las primeras elecciones libres, gesto, este de votar, al que ha quedado reducida la faceta política del individuo, que paulatinamente va perdiendo su condición de ciudadano para adoptar la de contribuyente. Quiero decir con esto que no siento añoranza ni nostalgia al comprobar cómo se desvirtúa algo que fue construido con esfuerzo e ilusión, ni me siento moralmente obligado a respaldarlo pase lo que pase. Por otra parte, como todo hijo de vecino, aporto mi granito de arena, vía impuestos y de forma involuntaria, a la “fiesta de la democracia”, de esta democracia alelada y postmoderna que tan poco tiene que ver con lo que, en buena lógica, y sin pedir peras al olmo, podemos esperar de ella. Y lo hago financiando los disparates de sus asistentes y sus actitudes de niños consentidos, manirrotos y malcriados. No se me puede exigir más.

Confieso que mi desencanto por los partidos políticos que pastan, sin la contrapartida de ese estiércol que fertiliza, en los Presupuestos Generales del Estado nació hace ahora diez años. Hasta entonces solía entrar en las discusiones partidistas, como lo haría un elefante en una cacharrería, defendiendo con vehemencia y acaloramiento a determinados políticos que no tardaron en defraudarme. Ponía la mano en el fuego por este o aquel y, al poco, salía chamuscado, haciendo cola en la unidad de grandes quemados.



La tragedia de Atocha de 2004, tomada por ambos partidos como arma arrojadiza en vísperas de unas elecciones que debieron suspenderse hasta aclarar todos los extremos de la masacre, hizo sacar a cada grupo lo peor que tenía dentro. Al resultado de esa convocatoria electoral se le puede aplicar la frase genial de Julián Marías con la que encabecé la entrada anterior, definiendo a los dos grandes partidos en liza, el PP y el PSOE como los justamente vencidos y los injustamente vencedores. Y así, de fiasco en fiasco, se me cayó la venda de los ojos, percibiendo con abrumadora nitidez que tanto unos como otros pisoteaban las esperanzas y los anhelos que sus propios afiliados y seguidores habían puesto en sus programas y personas.



Decepción fructífera donde la haya pues, mediante un sencillo mecanismo de espejos, y gracias a otras experiencias desagradables que fui acumulando con el tiempo, me hizo ver que la clase política no es una entidad aislada como esa célula que, de buenas a primeras, y sin saber muy bien cómo ni porqué, se convierte en cancerígena, destruyendo poco a poco al resto de las células y, con ellas, el cuerpo sano que hasta entonces conformaban. Más bien es el reflejo de la sociedad, en este caso, de una sociedad pelín aletargada y acomodaticia, de donde es demasiado fácil (y, por ende: erróneo) concluir que tenemos la clase política que nos merecemos.
Si aceptamos que nadie se merece ser gobernado por gente así, cabría preguntarse si esas actitudes y comportamientos que tanto execramos son propiedad exclusiva de aquellos a los que cada cuatro años se le renueva de forma acrítica y ciega su contrato millonario. Porque lo que realmente nos subleva es la constatación del mal uso que se está haciendo de un dinero que, de forma irresponsable, ponemos en manos de una gente que ha demostrado sobradamente su incapacidad para administrar unos presupuestos que salen de nuestros bolsillos. La discusión política, a la que hace tiempo no visitan las ideas, se limita a desgranar con mayor o menor cabreo los últimos escándalos de corrupción; de donde estar al día de la actualidad no es otra cosa que conocer con todo lujo de detalles el último robo perpetrado por tal o cual político ¿No estamos viendo a diario, en empresas, instituciones y fundaciones algo similar? ¿Qué fue primero: la gallina o el huevo? La mediocridad, la adulación como medida universal, el marica el último a la hora de apropiarse de lo ajeno… ¿va de arriba abajo o de abajo a arriba? Pura ósmosis.



El ataque sistemático a lo público, esto es: a lo poco o mucho que se hace gracias a la mordida que todos los meses sufren nuestras nóminas, acompañado de la mentira, el engaño y la fantasía morisca, son las fuerzas directoras de la política de hoy. Como liberal trasnochado que soy considero, por una parte, que la caja común, más o menos nutrida, es sagrada, y todo lo que salga de ella tiene que estar perfectamente justificado porque no nos pertenece a nosotros, si no a nuestros hijos y por lo tanto no se puede regalar impunemente a los amigotes (eso que ahora se llama, con la mayor desvergüenza, y la sonrisilla cómplice de los delincuentes que la maquinan, privatizar) sin caer en un grave delito social. ¿No estaríamos incurriendo en alguna falta grave tipificada por el Código Penal si a cualquiera de nosotros se nos ocurriera hacer la mitad de la mitad de lo que hacen con total impunidad nuestros representantes y administradores? Paulatinamente, damos pasos hacia atrás, volviendo a confundir, como sucedía en la Edad Media, el tesoro  personal del Rey con el patrimonio del Reino. Por otra parte, mis tonterías liberales, con sus antiguallas de devoción al individuo y a sus capacidades creadoras, a su libertad e integridad, hacen que me escandalice con el engaño al que nos vemos sometidos, con el sistemático falseamiento de la realidad y las promesas de imposible cumplimiento, con las que pretenden que comulguemos como si se tratara de ruedas de molino.


Cuando escribo esto, (falta media hora para que se enfrenten Lisboa, en esa perla del Atlántico, los dos equipos madrileños y la borrasca que nos ha acompañado durante toda la semana se deshace poco a poco) me viene a la cabeza el barón de Münchhausen, concretamente esa patología llamada “síndrome de Münchhausen por poderes”, en virtud de la cual el enfermo es capaz de desvivirse atendiendo a una tercera persona a la que ha provocado una enfermedad. La razón de existir de este enfermo es atender la enfermedad que ha inducido, casi casi como los políticos que se afanan, sin éxito, en solucionar los problemas generados por su mala gestión. Y, de la mano del barón, Alí-Babá, seguido de su cohorte de 40 (o 40.000) ladrones, dando lecciones de honradez y probidad.
No obstante estar cargado de razón quien afirmó que “si no te ocupas de la política, la política se ocupará de ti”, de momento cualquier cosa es mejor que dedicar esta jornada de reflexión a pensar a quién voy a entregar mi voto, si a Münchhausen, Alí-Babá o cualquiera de sus mil variantes. Pero tengo un pequeño problema: a mí no me gusta el fútbol.

lunes, 5 de mayo de 2014

Aclaraciones oportunas. "La Guerra Civil, ¿cómo pudo ocurrir?", Julián Marías (Madrid, Fórcola, 2012)




“Los justamente vencidos; los injustamente vencedores”
 
A rastrear las causas del conflicto civil más importante que ha sufrido España en toda su existencia le han dedicado horas de análisis e investigación parte de las mentes más preclaras a uno y otro lado de nuestras fronteras. Y no es de extrañar, teniendo en cuenta la ingente bibliografía que acumulan, incluso en la actualidad, los estudios históricos volcados en la descripción, interpretación y recreación de la guerra civil española, ya sean de signo partidista o abordados desde una pretendida, y a veces alcanzada, objetividad. Y parece que ya no es un coto donde caza en exclusividad el profesional de la historia. La literatura, el cine y la televisión han explotado y siguen explotando dicho episodio histórico, así como sus antecedentes y consecuencias, con distintos resultados, pero siempre con un éxito innegable.

Porque la Guerra Civil, en mayor o menor medida, sigue despertando un interés indiscutible, los pensadores y filósofos también han tomado parte en el debate y sus aportaciones, como fruto de sesudas reflexiones alejadas de la anécdota, resultan de una asombrosa trascendencia.

Me refiero en esta ocasión a Julián Marías Aguilera (1914-2005), que hace ya algunos años me sorprendió gratamente en España ante la historia y ante sí misma (1898–1936). Esa obra de 1996, que debería ser de lectura obligada en educación secundaria, le reconcilia a uno con la historia más reciente de España, pues de una forma amena, sencilla, pero con profusión y calidad de datos, pinta los grandes trazos de la política, la economía, la ciencia y la cultura de esas cuatro décadas cruciales del siglo XX. La conclusión a la que llegamos de la mano del autor es, de una parte, esperanzadora, y de otra, inquietante. Esperanzadora en cuanto nos presenta una España que, con los evidentes desequilibrios que a nadie se le escapan, no se encontraba, en lo económico y en lo político, ni mucho menos a años luz de sus vecinos, estando casi, casi a su misma altura (y, en casos concretos, por encima) en lo tocante a ciencia y cultura, a enseñanzas universitarias, a creación artística y literaria, a investigación científica… Inquietante si nos planteamos la pregunta del millón: ¿cómo es posible que un país en el que las reformas, aunque despacio, iban dando sus frutos, y cuyo nivel de vida, en líneas generales, era muy similar al de los países de su entorno; cómo es posible, insisto, que en muy pocos años se arrojara al abismo de la guerra civil…?
 
 

A esa interrogante pretendió responder en 1980 Julián Marías en este texto “breve, sereno y limpio”, en palabras de su prologuista Juan Pablo Fusi. “La Guerra Civil, ¿cómo pudo ocurrir?” llama la atención, en efecto por su brevedad, apenas 39 páginas de una prosa que condensa, gracias a la serenidad de la que hace gala en todo momento Marías, un análisis profundo, de esos que apuntan bien a la diana sin desviarse un ápice, con esa prosa orteguiana, limpia, sin adherencias, tan característica de su discípulo.

La impresión que tuvo Julián Marías tras las primeras jornadas confusas del levantamiento, y al confirmarse que se trataba de una guerra civil, fue exclamar:

“!Señor, qué exageración¡

Me parecía, y me ha parecido siempre, algo desmesurado por comparación con sus motivos, con lo que se ventilaba, con los beneficios que nadie podía esperar. En otras palabras, una anormalidad social, que había de resultar una anormalidad histórica. De ahí mi hostilidad primaria contra la guerra, mi evidencia de que ella era el primer enemigo, mucho más que cualquiera de los beligerantes; y entre ellos, naturalmente, me parecía más culpable el que la había decidido y desencadenado, el que en definitiva la había querido, aunque ello no eximiese enteramente de culpas al que la había estimulado y provocado, al que tal vez, en el fondo, la había deseado” (p. 32)

Se pregunta el filósofo cuándo se generaliza esa idea de discordia que conduce a la guerra, cuándo se extiende la voluntad de no convivir, de considerar al otro como “intolerable, inaceptable, insoportable”, y apunta hacia la quema de conventos del 11 de mayo de 1931 y el “respeto a lo despreciable”, la inhibición, como actitud seguida por el Gobierno ante semejantes desmanes sin causa justificada:

“…un núcleo de una muy vaga “derecha”, que ya no era monárquica y todavía no era fascista, identificó la República con ese oscuro y equívoco suceso, y se declaró irreconciliable con ella” (p. 35)

Todo aquello, sumado a la reforma de Azaña, el intento de golpe de estado de Sanjurjo el 10 de agosto de 1932, o las insurrecciones anarcosindicalistas de 1933, con ser grave y delicado, así como el “ingreso sucesivo de porciones del cuerpo social en lo que se podría llamar oposición sistemática” (p. 36), no habría bastado para romper la concordia de haber existido en España entusiasmo:

“La falta de entusiasmo es el clima en que brota la desintegración; por eso, los que la desean y buscan cultivan el “desencanto”, la “desilusión”, la “decepción”, el “desaliento” y esperan sus frutos, agrios primero, amargos después. ¿No estamos asistiendo al mismo intento, contra toda razón, desde 1976” (p. 39)

Los republicanos no fueron capaces de mantener el entusiasmo inicial que provocó la instauración del nuevo régimen, tiñendo la política de los tonos más  anodinos, grises. Los partidos en que se encuadraban eran prosaicos, arcaicos, anclados en el siglo XIX y lastrados de tópicos trasnochados: anticlericalismo, vago federalismo, sectarismo, “un tipo de “liberalismo” rancio, negativo y casi reducido a desconfianza del Estado, en una época en que la marea ascendente de su culto era a un tiempo el peligro más grave y la fuerza que había que orientar y aprovechar” (p. 40). Difícilmente podían los jóvenes sumarse al carro de dichos partidos, con lo que el republicanismo poco futuro podía tener al renunciar desde un principio a una defensa inteligente y atractiva de la libertad, dejando un espacio vacío que pronto sería ocupado por los extremismos, torpes y violentos, en los que la juventud, al menos, encontraba pasión. Los dos grandes partidos (“aburridos y excesivamente administrativos, grises igualmente") que se repartieron el poder eran el socialista, ferozmente combatido desde dentro, y la CEDA, despreciada por aquellas derechas con arrastre sentimental y tirón juvenil:

“Max Scheler se dio cuenta perspicazmente de esto, y hay que poner en la cuenta de ese gris buena parte del éxito de las camisas rojas, negras, pardas o azules” (p. 42)

Aunque sumemos a ese estado de cosas, continúa el autor, la crisis económica derivada del crack del 29, y todas ellas fueran razones necesarias, aun no eran suficientes para justificar una guerra civil. Añadamos ahora la excesiva politización que oscurecía todos los demás aspectos. De una persona, empresa, libro o propuesta solo interesaba saber si era de derechas o de izquierdas:

“Ello produjo, en un momento de esplendor intelectual como pocos en toda la historia española, una retracción de la inteligencia pública, un pavoroso angostamiento por vía de simplificación: la infinita variedad de lo real quedó, para muchos, reducida a meros rótulos o etiquetas… Se produjo una tendencia a la abstracción, a la deshumanización, condición necesaria de la violencia generalizada” (p. 45)

Suma y sigue: horror ante la pérdida de la imagen habitual de España (ruptura de la unidad, del catolicismo como referente, perturbación de los usos lingüísticos, del “entramado de la vida familiar inteligible, cómoda”), el creciente estímulo de los totalitarismos, el empuje de posiciones arbitrarias y arcaicas (anarquismo, carlismo), “las vacaciones de la inteligencia y del esfuerzo”:

“Pereza, sobre todo, para pensar, para buscar soluciones inteligentes a los problemas; para imaginar a los demás, ponerse en su punto de vista, comprender su parte de razón o sus temores… para poner en marcha una empresa atractiva, ilusionante, incitante” (p. 47)

Por no hablar de la frivolidad que demostraron en sus actos gran parte de los económicamente fuertes, de los intelectuales, políticos, miembros de la Iglesia, sindicalistas, que no aceptaban los resultados electorales si eran adversos a sus intereses, poniendo en juego las reglas de la democracia o intentando enmendar las decisiones de las urnas por la fuerza:

“Pero ¿puede decirse que estos políticos, estos partidos, estos votantes querían la guerra civil? Creo que no, que casi nadie español la quiso. Entonces ¿cómo fue posible?. Lo grave es que muchos españoles quisieron lo que resultó ser una guerra civil. Quisieron: a) Dividir al país en dos bandos. B) Identificar al “otro” con el mal. C) No tenerlo en cuenta, ni siquiera como peligro real, como adversario eficaz. D) Eliminarlo, quitarlo de en medio (políticamente, físicamente si era necesario)” (p. 52)

Pero ¿cómo se consiguió imponer a la mayoría lo que en un principio no creía, ni pensaba ni quería? ¿Por qué no se apartó a esos grupos minoritarios, extremistas, que consiguieron escindir el cuerpo social sumiendo a todos en la locura histórica? ¿Cómo se ejerce esa tracción?:

“Mediante la forma de sofisma que consiste en la reiteración de algo que se da por supuesto. Cuando los medios de comunicación proporcionan una interpretación de las cosas que ni se justifica ni se discute, y parten de ella una vez y otra como de algo obvio, que no requiere prueba… los que reciben esa interpretación se encuentran desde el primer momento más allá de ella, envueltos en análisis, procesos o disputas  que precisamente implican su previa aceptación… por un simple mecanismo de repetición y utilización como base de toda discusión ulterior… La única defensa de la sociedad ante ese tipo de manipulaciones es responder con el viejo principio de la lógica escolástica: nego suppositum, niego el supuesto. Si se entra en la discusión, dejándose el supuesto a la espalda, dándolo por válido sin examen, se está perdido” (p. 55-57)

¿Detectaron los intelectuales, responsables de estar al tanto, todo este tipo de maniobras y manipulaciones? ¿Las desenmascararon? Se rindieron demasiado pronto, cediendo el terreno a los que no tenían razón.

En definitiva, numerosas causas necesarias, ninguna de ellas suficiente por si sola, desencadenaron una guerra que nunca fue inevitable:

“su origen efectivo no fue la situación objetiva de España, sino su interpretación, se entiende, el desajuste de dos interpretaciones que, por una serie de voluntades y azares, llegaron a excluir a las demás y oscurecer cuanto era distinto a ellas” (p. 66)

Escrito, como se ha indicado, en Semana Santa de 1980, con los debates en caliente sobre la nueva organización de España tras la muerte de Franco y la implantación del Estado de las Autonomías, este texto no ha perdido actualidad, aportando un buen número de consejos aplicables no solo a la historia y su investigación, si no también a la mera conducta, siendo un aviso, entre otros muchos, sobre los peligros de un desencanto excesivo de la política (y los políticos) y de una inhibición colectiva ante la manipulación más o menos encubierta de la historia..