“Los justamente vencidos; los injustamente vencedores”
A rastrear las causas
del conflicto civil más importante que ha sufrido España en toda su existencia
le han dedicado horas de análisis e investigación parte de las mentes más
preclaras a uno y otro lado de nuestras fronteras. Y no es de extrañar, teniendo
en cuenta la ingente bibliografía que acumulan, incluso en la actualidad, los
estudios históricos volcados en la descripción, interpretación y recreación de
la guerra civil española, ya sean de signo partidista o abordados desde una
pretendida, y a veces alcanzada, objetividad. Y parece que ya no es un coto
donde caza en exclusividad el profesional de la historia. La literatura, el
cine y la televisión han explotado y siguen explotando dicho episodio
histórico, así como sus antecedentes y consecuencias, con distintos resultados,
pero siempre con un éxito innegable.
Porque la Guerra Civil,
en mayor o menor medida, sigue despertando un interés indiscutible, los
pensadores y filósofos también han tomado parte en el debate y sus
aportaciones, como fruto de sesudas reflexiones alejadas de la anécdota,
resultan de una asombrosa trascendencia.
Me refiero en esta
ocasión a Julián Marías Aguilera (1914-2005), que hace ya algunos años me sorprendió
gratamente en España ante la historia y ante sí misma (1898–1936). Esa
obra de 1996, que debería ser de lectura obligada en educación secundaria, le reconcilia
a uno con la historia más reciente de España, pues de una forma amena,
sencilla, pero con profusión y calidad de datos, pinta los grandes trazos de la
política, la economía, la ciencia y la cultura de esas cuatro décadas
cruciales del siglo XX. La conclusión a la que llegamos de la mano del autor
es, de una parte, esperanzadora, y de otra, inquietante. Esperanzadora en
cuanto nos presenta una España que, con los evidentes desequilibrios que a
nadie se le escapan, no se encontraba, en lo económico y en lo político, ni
mucho menos a años luz de sus vecinos, estando casi, casi a su misma altura (y,
en casos concretos, por encima) en lo tocante a ciencia y cultura, a enseñanzas
universitarias, a creación artística y literaria, a investigación científica…
Inquietante si nos planteamos la pregunta del millón: ¿cómo es posible que un
país en el que las reformas, aunque despacio, iban dando sus frutos, y cuyo
nivel de vida, en líneas generales, era muy similar al de los países de su
entorno; cómo es posible, insisto, que en muy pocos años se arrojara al abismo
de la guerra civil…?
A esa interrogante
pretendió responder en 1980 Julián Marías en este texto “breve, sereno y
limpio”, en palabras de su prologuista Juan Pablo Fusi. “La Guerra Civil, ¿cómo pudo ocurrir?” llama la atención, en efecto
por su brevedad, apenas 39 páginas de una prosa que condensa, gracias a la
serenidad de la que hace gala en todo momento Marías, un análisis profundo, de
esos que apuntan bien a la diana sin desviarse un ápice, con esa prosa
orteguiana, limpia, sin adherencias, tan característica de su discípulo.
La impresión
que tuvo Julián Marías tras las primeras jornadas confusas del levantamiento, y al
confirmarse que se trataba de una guerra civil, fue exclamar:
“!Señor,
qué exageración¡
Me
parecía, y me ha parecido siempre, algo desmesurado por comparación con sus
motivos, con lo que se ventilaba, con los beneficios que nadie podía esperar.
En otras palabras, una anormalidad social, que había de resultar una anormalidad histórica. De ahí mi
hostilidad primaria contra la guerra, mi
evidencia de que ella era el primer enemigo, mucho más que cualquiera de los
beligerantes; y entre ellos, naturalmente, me parecía más culpable el que la
había decidido y desencadenado, el que en definitiva la había querido, aunque ello no eximiese enteramente de
culpas al que la había estimulado y provocado, al que tal vez, en el fondo, la
había deseado” (p. 32)
Se pregunta el filósofo
cuándo se generaliza esa idea de
discordia que conduce a la guerra, cuándo se extiende la voluntad de no
convivir, de considerar al otro como “intolerable, inaceptable, insoportable”,
y apunta hacia la quema de conventos del 11 de mayo de 1931 y el “respeto a lo
despreciable”, la inhibición, como actitud seguida por el Gobierno ante semejantes desmanes sin causa justificada:
“…un
núcleo de una muy vaga “derecha”, que ya no era monárquica y todavía no era
fascista, identificó la República con ese oscuro y equívoco suceso, y se
declaró irreconciliable con
ella” (p. 35)
Todo aquello, sumado a
la reforma de Azaña, el intento de golpe de estado de Sanjurjo el 10 de agosto
de 1932, o las insurrecciones anarcosindicalistas de 1933, con ser grave y
delicado, así como el “ingreso sucesivo de porciones del cuerpo social en lo
que se podría llamar oposición sistemática”
(p. 36), no habría bastado para romper la concordia de haber existido en
España entusiasmo:
“La
falta de entusiasmo es el clima en que brota la desintegración; por eso, los
que la desean y buscan cultivan el “desencanto”, la “desilusión”, la
“decepción”, el “desaliento” y esperan sus frutos, agrios primero, amargos
después. ¿No estamos asistiendo al mismo intento, contra toda razón, desde
1976” (p. 39)
Los republicanos no
fueron capaces de mantener el entusiasmo inicial que provocó la instauración
del nuevo régimen, tiñendo la política de los tonos más anodinos, grises. Los partidos en
que se encuadraban eran prosaicos, arcaicos, anclados en el siglo XIX y
lastrados de tópicos trasnochados: anticlericalismo, vago federalismo,
sectarismo, “un tipo de “liberalismo” rancio, negativo y casi reducido a
desconfianza del Estado, en una época en que la marea ascendente de su culto
era a un tiempo el peligro más grave y la fuerza que había que orientar y
aprovechar” (p. 40). Difícilmente podían los jóvenes sumarse al carro de dichos
partidos, con lo que el republicanismo poco futuro podía tener al renunciar
desde un principio a una defensa inteligente y atractiva de la libertad,
dejando un espacio vacío que pronto sería ocupado por los extremismos, torpes y
violentos, en los que la juventud, al menos, encontraba pasión. Los dos grandes
partidos (“aburridos y excesivamente administrativos, grises igualmente") que se
repartieron el poder eran el socialista, ferozmente combatido desde dentro, y
la CEDA, despreciada por aquellas derechas con arrastre sentimental y tirón
juvenil:
“Max
Scheler se dio cuenta perspicazmente de esto, y hay que poner en la cuenta de
ese gris buena parte del éxito de las camisas rojas, negras, pardas o azules” (p.
42)
Aunque sumemos a ese
estado de cosas, continúa el autor, la crisis económica derivada del crack del
29, y todas ellas fueran razones necesarias, aun no eran suficientes para
justificar una guerra civil. Añadamos ahora la excesiva politización que
oscurecía todos los demás aspectos. De una persona, empresa, libro o propuesta
solo interesaba saber si era de derechas o de izquierdas:
“Ello
produjo, en un momento de esplendor intelectual como pocos en toda la historia
española, una retracción de la inteligencia pública, un pavoroso angostamiento por vía de
simplificación: la infinita variedad de lo real quedó, para muchos, reducida a
meros rótulos o etiquetas… Se produjo una tendencia a la abstracción, a la
deshumanización, condición necesaria de la violencia generalizada” (p. 45)
Suma y sigue: horror
ante la pérdida de la imagen habitual de España (ruptura de la unidad, del
catolicismo como referente, perturbación de los usos lingüísticos, del
“entramado de la vida familiar inteligible, cómoda”), el creciente estímulo de
los totalitarismos, el empuje de posiciones arbitrarias y arcaicas (anarquismo,
carlismo), “las vacaciones de la inteligencia y del esfuerzo”:
“Pereza,
sobre todo, para pensar, para buscar soluciones inteligentes a los problemas;
para imaginar a los demás, ponerse en su punto de vista, comprender su parte de
razón o sus temores… para poner en marcha una empresa atractiva, ilusionante,
incitante” (p. 47)
Por no hablar de la
frivolidad que demostraron en sus actos gran parte de los económicamente
fuertes, de los intelectuales, políticos, miembros de la Iglesia,
sindicalistas, que no aceptaban los resultados electorales si eran adversos a
sus intereses, poniendo en juego las reglas de la democracia o intentando
enmendar las decisiones de las urnas por la fuerza:
“Pero
¿puede decirse que estos políticos, estos partidos, estos votantes querían la
guerra civil? Creo que no, que casi nadie español la quiso. Entonces ¿cómo fue
posible?. Lo grave es que muchos españoles quisieron lo que resultó ser una
guerra civil. Quisieron: a) Dividir al país en dos bandos. B) Identificar al
“otro” con el mal. C) No tenerlo en cuenta, ni siquiera como peligro real, como
adversario eficaz. D) Eliminarlo, quitarlo de en medio (políticamente,
físicamente si era necesario)” (p. 52)
Pero ¿cómo se consiguió
imponer a la mayoría lo que en un principio no creía, ni pensaba ni quería?
¿Por qué no se apartó a esos grupos minoritarios, extremistas, que consiguieron
escindir el cuerpo social sumiendo a todos en la locura histórica? ¿Cómo se ejerce esa tracción?:
“Mediante
la forma de sofisma que consiste en la reiteración de algo que
se da por supuesto. Cuando los medios de
comunicación proporcionan una interpretación de las cosas que ni se justifica
ni se discute, y parten de ella una
vez y otra como de algo obvio, que no requiere prueba… los que reciben esa
interpretación se encuentran desde el primer momento más allá de ella, envueltos en análisis, procesos o
disputas que precisamente implican su
previa aceptación… por un simple mecanismo de repetición y utilización como
base de toda discusión ulterior… La única defensa de la sociedad ante ese tipo
de manipulaciones es responder con el viejo principio de la lógica escolástica:
nego suppositum, niego el supuesto.
Si se entra en la discusión, dejándose el supuesto a la espalda, dándolo por
válido sin examen, se está perdido” (p. 55-57)
¿Detectaron los
intelectuales, responsables de estar al tanto, todo este tipo de maniobras y
manipulaciones? ¿Las desenmascararon? Se rindieron demasiado pronto, cediendo
el terreno a los que no tenían razón.
En definitiva,
numerosas causas necesarias, ninguna de ellas suficiente por si sola,
desencadenaron una guerra que nunca fue inevitable:
“su
origen efectivo no fue la situación objetiva de España, sino su interpretación, se entiende, el desajuste de dos
interpretaciones que, por una serie de voluntades y azares, llegaron a excluir
a las demás y oscurecer cuanto era distinto a ellas” (p. 66)
Escrito, como se ha
indicado, en Semana Santa de 1980, con los debates en caliente sobre la nueva
organización de España tras la muerte de Franco y la implantación del Estado de
las Autonomías, este texto no ha perdido actualidad, aportando un buen número de consejos aplicables no solo a la historia y su investigación, si no también a la mera conducta, siendo un aviso, entre otros muchos, sobre
los peligros de un desencanto excesivo de la política (y los políticos) y de una inhibición colectiva ante la manipulación más o menos encubierta de la historia..
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