domingo, 23 de abril de 2017

Cartas de mujeres. A propósito de un epistolario entre Carmen Laforet y Elena Fortún. “De corazón y alma (1947-1952)”. Madrid, 2016.



Carmen Laforet, 1921-2004

Durante un par de semanas, ese lapso de tiempo que la actualidad otorga a toda  novedad antes de dejar de serlo, lo observaba a través del cristal del escaparate protegido convenientemente por un toldo de la violenta luz que a las diez de la mañana barre la acera de los pares de la calle Mayor. Ocupaba un lugar destacado en el mismo, justo a la altura de los ojos, entre otros títulos de diversa enjundia seleccionados por la madrileña librería Méndez. Como en tantas otras ocasiones, dejé pasar la oportunidad de comprarlo, ya encontraría otro momento, total, ¿para qué?, ¿cuándo podría leerlo.?

Porque esa no es una cuestión baladí, la de las horas siempre breves y escurridizas, ¡qué envidia me dan los que ventilan por las redes sus numerosísimas lecturas!, este mes 30, con un poco de empeño, el mes que viene llego a la cincuentena, ¿de dónde sacarán el tiempo?, por mucho que apiñe y amontone sus rutilantes portadas, no me van a caber en la foto que suba a Facebook, profesional montaje, si es posible, animado y todo. Afán juvenil de consumista lector, fiebre padecida hace tantos años que vértigo me da echar cuentas: Cuesta de Moyano en mañanas sabatinas haciendo acopio de ediciones de bolsillo, australitos, destinolibros, bibliotecabreves…; librería en el entresuelo del Corte Inglés de Princesa camino de la Facultad, donde manoseaba los pequeños volúmenes de Gibbon o de Mommsen, ya no me acuerdo, prolijamente anotados; la  Casa del Libro en Gran Vía una fría, lluviosa, desapacible tarde de invierno, arrastrando un constipado de los míos y ese ejemplar bajo el brazo de “Dafne y ensueños” camino de un fin de semana tirado en la cama, envuelto entre las mantas y  en las historias familiares de las Torres Bermejas y que hace solo unos días acabo de encerrar en una caja parecida a aquellas que servirían para trasladar un par de años atrás los miles de volúmenes del establecimiento de la Travesía del Arenal (Librería de los bibliófilos españoles, libros antiguos, literatura e historia, ciencias y artes) que, de la noche a la mañana, sin ese aviso previo que enciende el celo del comprador, echó el candado dejándonos a todos un poco huérfanos, a medio camino entre el vacío y el arrepentimiento por no haber adquirido en su momento ese título de la GC de precio tan asequible y bien conservado, como la colección editada por el Servicio Histórico Militar, o aquellos planos antiguos de Madrid sobre los que, en alguna ocasión, me gustaría localizar los domicilios de los médicos madrileños de la Ilustración. 

Elena Fortún, 1885-1952

Proyectos siempre pospuestos, emplazados a un mañana incierto donde soñamos con el dominio del tiempo o, al menos, con una tregua concedida por esas infinitas y pequeñas obligaciones cotidianas que, como piedrecillas afiladas, siembran nuestro caminar descalzos por la vida, siempre a la defensiva, intentando sortear, con mayor voluntad que éxito, los obstáculos puestos en nuestra carrera hacia aquel espacio personal, seguro, al abrigo del vendaval de distracciones y quehaceres inaplazables. 

En realidad, sobre la queja siempre planea la excusa como un enorme pajarraco de tupidas alas que da forma a la pereza, a la justificación  que avala la inactividad y la desidia. Aunque me pueda aferrar al argumentario de la falta de tiempo, o al menos sostenible  de las ocupaciones, digamos, domésticas, lo cierto es que detrás de mi primera negativa lo que existía era cierto temor, una especie de escrúpulo al creer o imaginar cuestionado uno de mis referentes más queridos por estar vinculado precisamente a mis primeras experiencias de lector, esas que se quedan grabadas para toda la vida con la firmeza de las sensaciones gratificantes que uno espera encontrar cuando se asoma a las páginas de un libro. Esa impronta queda marcada en la adolescencia y más que a la calidad de lo leído o independientemente de ella, está estrechamente ligada al momento, a la situación en la que se produjo la lectura. Y esa circunstancia, esa geografía personal quedará por siempre asociada a una mujer que mis padres habían visto a menudo con una gabardina “de hombre” y una carpeta en la mano bajo la lluvia madrileña (Carmen Laforet) y una novela “Nada”

Intentaré explicarme.





La Fundación Banco de Santander acaba de sacar a la luz, en su colección “Cuadernos de obra fundamental”, un volumen bellamente editado con la correspondencia que mantuvieron Carmen Laforet y Elena Fortún entre 1947 y 1952. Desconocía la existencia de esta colección de elegante acabado, donde figuran títulos de autores tan dispares como Cela, Rosa Chacel, Ridruejo, León Felipe o Juan Larrea. He hablado de la belleza y la elegancia de la edición porque no es habitual encontrar en el mercado volúmenes de semejante factura (calidad del papel, tipos, sobriedad, amplitud de márgenes) a un precio tan módico como los 10 € de este que tengo entre manos. Por encima del acierto tipográfico, son de agradecer los tres textos que introducen el epistolario, firmados por dos hijas de Carmen Laforet (Cristina y Silvia Cerezales) y por Nuria Capdevila-Argüelles. Las dos primeras constituyen sendas piezas literarias que aúnan sentimiento y rigor, lirismo y homenaje sentido. Las peripecias por las que tuvo que atravesar Cristina para recuperar las cartas son dignas de una trama detectivesca, y las evocaciones infantiles del universo de Celia traídas por Silvia nos trasladan directamente a esos años dichosos de la literatura española extendidos a lo largo de los años cuarenta y cincuenta . Por su parte, Nuria Capdevila-Argüelles, en “Queridas, lejanas”, nos pinta el cuadro de parte de una generación con Elena Fortún al fondo; más que de generación,  cabría hablar de grupo o de “colegio invisible”: el formado por aquellas narradoras que, por  esos años, se sentían unidas por los lazos de las dificultades que impone el choque del ser con el deber ser, la complicada combinación de la obligación con la vocación. Eterna cuestión que a todos nos afecta en mayor o menor medida y que quedaría desvirtuada si la reducimos a un asunto de género.




El lanzamiento de “De corazón y alma (1947-1952)” vino precedido de una inteligente campaña de marketing de la que solo conozco la desplegada en las redes sociales, que imagino paralela a la desarrollada en los suplementos literarios de la prensa escrita. En ella se mezclaba sutilmente, con la excusa del tirón editorial de Elena Fortún (reedición de “Celia en la revolución”, publicación del inédito “Oscuro sendero”), la denigración de un momento histórico soslayando las cimas literarias entonces alcanzadas con la cada vez más poderosa y omnipresente “ideología de género”, creando una expectación que supera con creces la calidad del producto presentado. Entiéndase con esto que no pretendo restar ningún valor al contenido de las cartas, al que me referiré a continuación. Muy al contrario: si alguien espera encontrar un epistolario de tintes sáficos o lésbicos se va a llevar tremenda decepción. Y quien, como es mi caso, pretenda asomarse al taller del escritor, y tropezarse con  noticias curiosas sobre una obra en marcha, o acerca de las condiciones en que desarrollan su trabajo los  autores, el chasco no va a ser menor. Si exceptuamos algunas referencias, muy pocas, al estado de ánimo de Carmen Laforet mientras redactaba “La isla y los demonios” o al cansancio y poco interés que le causaban sus colaboraciones en la revista “Destino”, lo que queda es el intercambio de cartas entre una autora joven y consagrada (Laforet) y la creadora de los cuentos que esta leía de niña y por la que siente auténtica devoción (Fortún). Las cartas de Carmen, breves, se demoran con frecuencia; las de Elena, más elaboradas, impregnadas del sufrimiento provocado por el cáncer nunca diagnosticado, están cargadas, no obstante, de un optimismo que inútilmente intenta trasladar a la autora de “Nada”  Recomendaciones de libros, referencias a amigas comunes (Fernanda Monasterio, Lily Álvarez, Carmen Conde), el inicio de la crisis espiritual de C. Laforet completarían el contenido de este epistolario bajo el que fluye un torrente de cariño, respeto y mutua admiración. Y sobre todo, la entereza ante la adversidad, el importante mundo de las pequeñas cosas (Carmen justifica la tardanza en las respuestas porque olvidó comprar papel....) y la grandeza de la relación maestro-discípulo que ya se ha olvidado y a nadie interesa recordar.

Libro de indudable interés que ilustra la vida de dos grandes narradoras que, después de demasiados años de olvido, vuelven a la actualidad con recopilaciones como esta y algún que otro bien documentado programa de radio y televisión.



Enlaces de interés:
Carmen Martín Gaite. Elena Fortún y su tiempo.