Cruce de la Cuesta de Santo Domingo con la C/ Arrieta. Al fondo, el Teatro Real |
Calle del Espejo. A ambos lados, tiendas de instrumentos musicales. En el último bloque vivió Francisco de Goya en 1777 |
Esta condición añeja, como de postal, la delatan el olor a puchero, a guisote que impregna las calles del centro al mediodía, el lento despertar de los pocos comercios que sobreviven a primera hora de la mañana, el tañido de las campanas de iglesias y conventos marcando los cuartos y las horas. Como ya nos hemos subido al carro del ecologismo y del consumo energético responsable, echo en falta otro olor: el de las calderas de carbón cuyas emanaciones desplegaban una boina gris sobre nuestras cabezas durante las largas visitas invernales del anticiclón de las Azores.
C/ Arrieta desde la Real Academia Nacional de Medicina. |
Desde la salida del Metro de Ópera poco antes de las ocho de la mañana. Las calles vacías no me obligan a esperar para lanzar la foto. |
Las calles del centro son frías como el fondo de un saco donde se acumula, sin posiblidad de escape, el aliento helado de la sierra. Y allí permanece durante horas, en las fachadas que por su orientación guardan fidelidad a la umbría, en las aceras que alguien se empeña en regar convirtiéndolas en improvisadas pistas de patinaje hasta que una mano benéfica se apiada de los magullados peatones y esparce unos kilos de sal gorda. Pasadas las nueve de la mañana de un día cualquiera de enero, y no de los más fríos (según los bienpensantes, los efectos del cambio del clima climático ya se están dejando notar), los termómetros no saben qué camino elegir, y se quedan clavados en un largo doble cero.
La C/ Independencia es muy corta, una veintena de metros apenas. A la altura de esta tienda de guitarras cambia su nombre por el de C/ del Espejo |
Suelo mojado (y helado) de la Plaza de Santiago |
Con el tiempo cambió mi concepto del centro. Paulatinamente se fue modificando, con las miras puestas más en el turista que en sus habitantes: aumenta el número de calles peatonales y las que siguen abiertas al tráfico tienen el aparcamiento restringido, floreciendo bolardos, pivotes y bolas que convierten en una odisea detener el coche sin encajar una multa; apenas quedan comercios de toda la vida (ultramarinos), teniendo que llenar la cesta de la compra en los pocos mercados tradicionales (Mostenses) que no han sucumbido (Cebada) a la supermodernidad, o en Hipercor. Sin ambiene de barrio, aunque con olor a puchero, ha sido elegido como lugar de residencia por artistas y famosos con los que uno se suele tropezar a menudo. Si bien es cierto que se ha invertido mucho en su conservación y embellecimiento, ese esfuerzo ha tenido como contrapartida hacer del centro de Madrid un lugar que atrae al turista, pero que resulta incómodo a todo aquel que no tenga un alto poder adquisitivo.
Y además hace frío. Mucho frío.
1 comentario:
Precioso escrito sobre un Madrid que también yo he vivido y que, hasta cierto punto, sigo viviendo.
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