Anoche soñé que escribía. Las ideas que quería expresar quedaban plasmadas, con una asombrosa sencillez y fidelidad a lo deseado, en cientos de papeletas que volaban por los aires en un torbellino sin fin. Y me empeñaba en recogerlas para agruparlas en virtud de unos criterios extraños y desconocidos. Pero era un trabajo imposible, como un castigo mitológico. Las reunía en montoncitos de tamaños idénticos, cada uno encabezado por una tarjeta donde, con una letra que no era la mía aunque me resultaba familiar, aparecía en grandes y cuidados caracteres una palabra que no podía descifrar, como escrita en un idioma ya desaparecido, pero que suponía de grandilocuentes connotaciones. Como si tuvieran vida propia, se desbarataban y volvían a bailar por el aire de la habitación con un ritmo burlón y enloquecido. Incluso sentía la caricia fría y seca de sus carcajadas de papel. Y así una y otra vez, hasta que desperté empapado en sudor, estremecido por el aire que se colaba a borbotones a través de los visillos.
Lo cierto es que, últimamente, suelo recordar con bastante exactitud los sueños (y las pesadillas) que me visitan estas primeras y agitadas noches de calor. Consignar todas y cada una de ellas en un cuaderno podría parecer una tarea interesante, e intentar interpretarlas, un auténtico suicidio. Aquí me gana mi pereza proverbial, pues esta labor requeriría levantarme de la cama en cuanto me despertara y ponerme a escribir de forma apresurada y frenética, con el compromiso de completar las notas así transcritas más adelante. Pero mi natural dormilón me lo impide, no sé si para bien.
De una naturaleza similar a la de los sueños es la de la fantasía, esos mundos imaginarios por los que transitamos con frecuencia e, inocentemente, creemos dominar a voluntad. Es una reminiscencia de la infancia. Entonces estábamos convencidos de que los anhelos se verían cumplidos con solo cerrar los ojos fuertemente, hasta que nuestra ceguera se poblaba de diminutos puntos y estrellitas de colores, y pensar con igual intensidad en el objeto de nuestros deseos. Poco importaba que, una vez devueltos a la realidad, eso que tanto esperábamos no apareciera por arte de magia delante de nosotros; seguramente, había fallado algún extraño mecanismo. Sería cuestión de depurarlo la próxima vez.
¿Y qué decir de los recuerdos? Pasamos media vida maquillándolos, puro mecanismo de defensa que nos facilita el olvido de los malos momentos, recreando con deleite y desmesura aquellos que nos proporcionan sensaciones agradables o excusas que justifican nuestro proceder. De tanto manipularlos, llegamos a deformarlos, y aquí no hay arqueología que valga ni método capaz de devolvernos la realidad fidedigna de lo vivido. Es un continuo hacerse y deshacerse con materiales de derribo, puro afán de reconstrucción que amenaza con transformar la misma vida en literatura.
Hay algo a medio camino entre la fantasía y el sueño, entre el deseo, la esperanza y los recuerdos, participando de las características de cada uno de ellos: la huída. Puede ser definitiva o momentánea, fingida o real, pero siempre voluntaria. Implica un riesgo mayor o menor, que puede poner o no nuestra vida en peligro. Ignorancia de lo que pueda suceder, aventura gozosamente asumida, idealización de lo desconocido, descubrimiento enriquecedor, exploración de nuevas realidades, dejarse llevar sin exigir nada a cambio…
No se trata necesariamente de algo espectacular, delirante y rupturista. Solo con salirnos de los caminos que habitualmente transitamos, estamos practicando una huída. Pienso en aquellas ocasiones en que, literalmente, me habría gustado abandonar la carretera seducido por un paisaje que se me antojara evocador, como aquellos pueblos que se deslizan por la ladera de Gredos en su vertiente sur. En más de una ocasión he estado tentado en tomar el primer desvío de la Nacional V a la derecha, antes de llegar a Talavera, y recorrer aquella zona sin rumbo fijo, con la esperanza de encontrar algún valle a modo del locus amoenus por el que suspiraban nuestros clásicos. O subir por la carretera local, por la vía de los Pantanos, seguramente en mal estado, que nos llevaría a un pueblecito llamado Minas de Santa Quiteria, pues el mismo nombre justificaría por si solo una huída. O, alrededor de Cíjara, coger la pequeña carretera que, descendiendo entre pinos, anuncia Navahermosa a ¡80 km.¡
Tomado del cuaderno de notas. "Domingo, 10-6-2012. Hoy el cielo parece que quiere cubrirse de blancas nubes esponjosas. No arranca la furgo. Los de la Mútua vienen enseguida, le dan un chispazo, cojo a los pequeños y hacemos kilómetros para cargar la batería. Casi llegamos hasta la resi. Los coches con los que nos cruzamos llevan las luces encendidas !a las 12 de la mañana! ¿Querrán llamar a un invierno que ya se ha ido?Alex y Sara se duermen. Me gustaría perderme, tomar cualquier carretera y llegar a un lugar nuevo, completamente desconocido y, desde allí llamar a Carmen y a Itziar. "Aquí estamos, no hay nada que hacer y... !esto es tan bonito¡" Porque seguramente sería muy bonito, quizá un lugar ameno, como esos dos o tres que he disfrutado en mi vida. "!Qué bien se está aquí¡" Tumbarse sobre la hierba, cerrar los ojos. La luz, atravesando atropelladamente el ramaje, quiere inundar mis párpados, pero yo solo veo lucecitas brillantes, y se apodera de mí un tremendo deseo de dormir... Porque el tiempo ya no es una espada y el olor caliente de la hierba recién cortada, y el agua cristalina y fresca que salta enre las rocas, y las hojas de los árboles que brillan con un verde rabioso como un millón de espejos, y esos pájaros cuyo nombre ignoro pero que conozco tan bien..."