“En
el corazón humano sigue viva la necesidad de apretarse contra las demás bestias
humanas. Es tal la potencia del instinto de la horda que no acertamos a
alcanzar la dicha sino por medio de una acción colectiva. Cada uno de nosotros
odia a los demás… mas si los detesta como individuos, no puede, en cambio, reprimir
un gesto que la estupidez le obliga a cometer cuando es obra de la horda entera”.
(André
Maurois Las paradojas del doctor O’Grady,
1960)
Mis ocho meses de
apartamiento del blog, casi un embarazo, no se justifican con las razones que
durante este tiempo mi cobardía y pereza han ido elaborando y que no se
sostienen de ninguna manera.
A principios del pasado
mes de septiembre, poco después de escribir aquí sobre las vacaciones de
verano, recibí una llamada cuyo alcance, en ese momento, no fui capaz de
prever. Desde el otro lado de la línea, rodeada de una escenografía bien
conocida por mí, me llegó su voz, esa voz levemente atiplada, con un no sé qué
femenino que, después de esas naderías que suelen prologar u ocultar aviesas
intenciones, se interesó por mis escritos, desgranando una retahíla de elogios
tan fuera de lugar como falsos, viniendo de quien venían. Saqué fuerzas de
flaqueza, pronuncié un puñado de frases casi tan convencionales e hipócritas
como las suyas, y colgué el auricular.
La idea, ya certeza
entonces, de que un sujeto como aquél se asomara sin pudor a este blog,
paseándose impunemente por los sentimientos y opiniones que en él suelo
volcar…; la probabilidad, por remota que esta fuera, de que sus ojillos
pequeños y ladinos se deslizaran por las fotos de mi familia, cayó sobre mí
como una bomba.
En ese mismo instante,
un imperdonable error de cálculo y de perspectiva, que llegó a magnificar el
tamaño humano y moral de mi interlocutor, alimentó y dio alas a este prolongado silencio y el
malestar consiguiente.
Aunque haya escuchado
infinidad de veces todo tipo de argumentos sobre el peligro que implica para la
intimidad el mal uso de las redes
sociales; y aunque el hecho de escribir suponga la tácita aceptación y
asunción de ese exhibicionista que con nosotros habita, dándole carta de
naturaleza, jamás sospeché que me fuera a afectar tanto que pulularan por estos
parajes visitantes tan indeseados como aquel.
Hace ya más de ocho
meses del fatídico día. Durante ese tiempo tomé la absurda decisión de dejar de
escribir. Me asqueaba la imagen de ese tipo comentando mis entradas con su
dueño y señor, y recreaba una y otra vez la mirada que ambos se cruzaron,
cargada de burla, menosprecio y complicidad, durante una conversación que
tuvimos cuando mi confianza en ellos se mezclaba con una sincera admiración.
Pero… ¿quiénes eran
ellos? ¿Realmente tenía algún valor su opinión, merecía algún respeto su catadura moral?
Estaba decidido. Con un
tonto empecinamientio por mi parte, y para ahorrarles una satisfacción,
sacrificaba algo que me hacía mucho bien y que había retomado años después de
unos primeros escarceos fallidos. Aprendí así a echar balones fuera ante las
preguntas de Carmen y los amigos relativas a mi silencio. Invariablemente,
respondía que ya no tenía tiempo de escribir, que la política, la guerra civil y
su literatura me hartaban, que andaba escasito de ideas o que Alejandro (¡el
pobre!) me absorbía a diario con sus tareas tanto como Sara (¡mi niña!) con sus
dos horas semanales de logopedia. Todo menos enfrentarme a la verdad desnuda, a
esa rendición incondicional que había firmado incluso antes de entablar la
batalla. Era algo irracional, fuera de toda lógica.
Víctima de mis torpes
habilidades sociales, tengo muy poco conocimiento de esas técnicas, tan
antiguas como la vida misma (y bautizadas ahora como de negociación), orientadas al dominio suave del hombre por el
hombre sin que apenas se note, sin que se tense tanto la cuerda que estalle el
conflicto armado. Confieso que en ese turbio y enfangado mundo de la negociación social últimamente me ha
dado por incorporar el papel del patán, del que pone el grito en el cielo, echa
las patas por alto y no duda en lanzarle al adversario la opinión (o la
definición) que le merecen sus actos y su persona con un contundente adjetivo
que este no duda en confundir con un insulto o una flagrante falta de respeto.
Con los años, a este
respecto solo tengo tres cosas meridianamente claras. Por un lado, la sonrisa
de tu enemigo, de aquel que se afana en ponerte la zancadilla, guarda una
relación inversamente proporcional a tu seguridad física, emocional y
financiera. ¡Guárdate de la felicidad, aparente o real, de quien mal te quiere!
Detrás de ella casi siempre se esconde una navaja que se afila sin cesar. Por
otro, la sensibilidad de que hace gala el Diablo, ese victimismo barato, esa
constante apelación a la confianza que no duda en reclamarte y exigirte, a
veces de forma airada, mientras maquina contra tu persona las más crueles
maniobras. Y en último lugar, pero muy por encima de las otras dos en
importancia, la constatación, que ya señalé en otro lugar, de que el Malo, per se, no tiene ningún poder, pues este
se alimenta y crece con el concurso de todos aquellos (la horda) que lo toleran, cuando no lo aplauden abiertamente o miran
hacia otro lado y que van sumando legión. Es triste reconocer que no resulta
tan descabellado ese comentario, para algunos boutade, que Camilo José Cela atribuye a un amigo o conocido de su
padre: “El mundo se divide en amigos e hijos de puta”, ya que la impostura como
guía y el saqueo como norma no las explota en exclusividad mi interlocutor de
septiembre.
Ahora puedo confesar
que durante mucho tiempo he sido víctima de tipejos así. Creo que hoy puedo
asegurar que he superado las diferentes etapas que supone el contacto con esos
elementos, fases que van de la sorpresa inicial, pasando por el aturdimiento,
la toma de conciencia, el cabreo, la zozobra y, si uno no encalla, la completa
indiferencia al comprobar que se trataba de molinos, nunca de gigantes.
Dejando las paranoias aparte (pero no demasiado
lejos), y después de lamer mis heridas, vuelvo a escribir con la ilusión del
principio, con la esperanza de que los temores que causaron este largo
silencio, y que han actuado como un vaso de agua refrescando las gargantas
resecas de quienes inspiraron estas líneas, se hayan difuminado por completo.
1 comentario:
En cualquier caso, yo me alegro de tu vuelta al blog. Un fuerte abrazo desde Flandes. Fernando.
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