miércoles, 9 de abril de 2014

Un vaso de agua al enemigo




“En el corazón humano sigue viva la necesidad de apretarse contra las demás bestias humanas. Es tal la potencia del instinto de la horda que no acertamos a alcanzar la dicha sino por medio de una acción colectiva. Cada uno de nosotros odia a los demás… mas si los detesta como individuos, no puede, en cambio, reprimir un gesto que la estupidez le obliga a cometer cuando es obra de la horda entera”.
(André Maurois Las paradojas del doctor O’Grady, 1960)

Mis ocho meses de apartamiento del blog, casi un embarazo, no se justifican con las razones que durante este tiempo mi cobardía y pereza han ido elaborando y que no se sostienen de ninguna manera.

A principios del pasado mes de septiembre, poco después de escribir aquí sobre las vacaciones de verano, recibí una llamada cuyo alcance, en ese momento, no fui capaz de prever. Desde el otro lado de la línea, rodeada de una escenografía bien conocida por mí, me llegó su voz, esa voz levemente atiplada, con un no sé qué femenino que, después de esas naderías que suelen prologar u ocultar aviesas intenciones, se interesó por mis escritos, desgranando una retahíla de elogios tan fuera de lugar como falsos, viniendo de quien venían. Saqué fuerzas de flaqueza, pronuncié un puñado de frases casi tan convencionales e hipócritas como las suyas, y colgué el auricular.

La idea, ya certeza entonces, de que un sujeto como aquél se asomara sin pudor a este blog, paseándose impunemente por los sentimientos y opiniones que en él suelo volcar…; la probabilidad, por remota que esta fuera, de que sus ojillos pequeños y ladinos se deslizaran por las fotos de mi familia, cayó sobre mí como una bomba.

En ese mismo instante, un imperdonable error de cálculo y de perspectiva, que llegó a magnificar el tamaño humano y moral de mi interlocutor, alimentó y dio alas a este prolongado silencio y el malestar consiguiente.

Aunque haya escuchado infinidad de veces todo tipo de argumentos sobre el peligro que implica para la intimidad el mal uso de las redes sociales; y aunque el hecho de escribir suponga la tácita aceptación y asunción de ese exhibicionista que con nosotros habita, dándole carta de naturaleza, jamás sospeché que me fuera a afectar tanto que pulularan por estos parajes visitantes tan indeseados como aquel.

Hace ya más de ocho meses del fatídico día. Durante ese tiempo tomé la absurda decisión de dejar de escribir. Me asqueaba la imagen de ese tipo comentando mis entradas con su dueño y señor, y recreaba una y otra vez la mirada que ambos se cruzaron, cargada de burla, menosprecio y complicidad, durante una conversación que tuvimos cuando mi confianza en ellos se mezclaba con una sincera admiración.

Pero… ¿quiénes eran ellos? ¿Realmente tenía algún valor su opinión, merecía algún respeto su catadura moral?

Estaba decidido. Con un tonto empecinamientio por mi parte, y para ahorrarles una satisfacción, sacrificaba algo que me hacía mucho bien y que había retomado años después de unos primeros escarceos fallidos. Aprendí así a echar balones fuera ante las preguntas de Carmen y los amigos relativas a mi silencio. Invariablemente, respondía que ya no tenía tiempo de escribir, que la política, la guerra civil y su literatura me hartaban, que andaba escasito de ideas o que Alejandro (¡el pobre!) me absorbía a diario con sus tareas tanto como Sara (¡mi niña!) con sus dos horas semanales de logopedia. Todo menos enfrentarme a la verdad desnuda, a esa rendición incondicional que había firmado incluso antes de entablar la batalla. Era algo irracional, fuera de toda lógica.

Víctima de mis torpes habilidades sociales, tengo muy poco conocimiento de esas técnicas, tan antiguas como la vida misma (y bautizadas ahora como de negociación), orientadas al dominio suave del hombre por el hombre sin que apenas se note, sin que se tense tanto la cuerda que estalle el conflicto armado. Confieso que en ese turbio y enfangado mundo de la negociación social últimamente me ha dado por incorporar el papel del patán, del que pone el grito en el cielo, echa las patas por alto y no duda en lanzarle al adversario la opinión (o la definición) que le merecen sus actos y su persona con un contundente adjetivo que este no duda en confundir con un insulto o una flagrante falta de respeto.

Con los años, a este respecto solo tengo tres cosas meridianamente claras. Por un lado, la sonrisa de tu enemigo, de aquel que se afana en ponerte la zancadilla, guarda una relación inversamente proporcional a tu seguridad física, emocional y financiera. ¡Guárdate de la felicidad, aparente o real, de quien mal te quiere! Detrás de ella casi siempre se esconde una navaja que se afila sin cesar. Por otro, la sensibilidad de que hace gala el Diablo, ese victimismo barato, esa constante apelación a la confianza que no duda en reclamarte y exigirte, a veces de forma airada, mientras maquina contra tu persona las más crueles maniobras. Y en último lugar, pero muy por encima de las otras dos en importancia, la constatación, que ya señalé en otro lugar, de que el Malo, per se, no tiene ningún poder, pues este se alimenta y crece con el concurso de todos aquellos (la horda) que lo toleran, cuando no lo aplauden abiertamente o miran hacia otro lado y que van sumando legión. Es triste reconocer que no resulta tan descabellado ese comentario, para algunos boutade, que Camilo José Cela atribuye a un amigo o conocido de su padre: “El mundo se divide en amigos e hijos de puta”, ya que la impostura como guía y el saqueo como norma no las explota en exclusividad mi interlocutor de septiembre.


Ahora puedo confesar que durante mucho tiempo he sido víctima de tipejos así. Creo que hoy puedo asegurar que he superado las diferentes etapas que supone el contacto con esos elementos, fases que van de la sorpresa inicial, pasando por el aturdimiento, la toma de conciencia, el cabreo, la zozobra y, si uno no encalla, la completa indiferencia al comprobar que se trataba de molinos, nunca de gigantes.

Dejando las paranoias aparte (pero no demasiado lejos), y después de lamer mis heridas, vuelvo a escribir con la ilusión del principio, con la esperanza de que los temores que causaron este largo silencio, y que han actuado como un vaso de agua refrescando las gargantas resecas de quienes inspiraron estas líneas, se hayan difuminado por completo.

1 comentario:

subcomodoro dijo...

En cualquier caso, yo me alegro de tu vuelta al blog. Un fuerte abrazo desde Flandes. Fernando.