El asunto resulta
curioso, y en principio no debería trascender su importancia más allá de la
pura anécdota. Pero está demostrado que las cosas tienden a complicarse y, en
un momento dado, gracias a un error de cálculo o a una frivolidad, adquieren unas
dimensiones insospechadas y terribles.
Con la Gran Guerra dando sus últimos coletazos, se desató una epidemia de gripe que las potencias contendientes, bastante ocupadas en destrozarse mutuamente, se encargaron de evitar que saliera a la luz en la prensa de sus respectivos países, lógicamente obligada a volcarse en los esfuerzos de propaganda y agitación que exige cualquier conflicto armado de semejante envergadura. En las naciones neutrales, y España era una de las más importantes, no se sometió a los rotativos a ningún tipo de censura a este respecto, informando libremente, o como buenamente podían por la dificultad de acceso a los datos de primera mano, del desarrollo de la pandemia. Fue entonces cuando Manuel Martín Salazar, responsable de la cosa sanitaria española entre 1909 y 1923, al ponerse en contacto (vía telefónica o telegráfica) con alguno de sus homólogos europeos para, ¡inocente de él!, informarse de la evolución de la gripe, les proporcionó la munición necesaria para que pudieran escurrir el bulto y librarse de toda responsabilidad en la crisis que ya se había gestado. De modo que el azote desatado en Europa, que pronto se extendería como la pólvora, y de cuya rápida difusión nuestros abuelos no tuvieron ni arte ni parte, fue bautizado, gracias a la, digamos, imprudencia de Martín Salazar, como Gripe Española.
Luis S. Granjel me
comentaba hace unos años que su padre, médico por aquellos años, veía pasar los trenes que,
procedentes de Francia, transportaban a los soldados portugueses de regreso a
su país al final de la guerra. Los vagones circulaban con las puertas cerradas,
como de tapadillo, y apenas sin detenerse por el miedo al contagio. ¿Quién temía ser contagiado por quién? ¡Menudo
panorama!
En cuanto a alarma
social y consecuencias imprevisibles por ella ocasionadas, no es muy difícil
encontrar paralelismos entre lo ocurrido alrededor de la gripe de 1919 (la mal
llamada gripe española) y el pánico que ha saltado estos últimos días
en Madrid con los casos detectados de infección por el virus del ébola.
Por un lado, en ambas ocasiones,
una decisión equivocada, aunque cargada de buenas intenciones, tan buenas como el empedrado del Infierno (hace casi cien años, la dichosa llamada telefónica;
ahora, la repatriación de varios misioneros contagiados del virus) nos han
colocado en el punto de mira de la prensa y televisión extranjeras, aireando la
crisis sanitaria española, casi, casi tiñéndola de epidemia, con la posible
finalidad de minimizar o silenciar, o desviar la atención del, sin duda, mayor número de enfermos registrados (pero nunca confesados) en
los países de nuestro entorno.
Y por el otro, ignoro
si los responsables políticos españoles son conscientes de las repercusiones
económicas que puede provocar este señalamiento, que sin duda nos sumergirá un poquito
más en esa crisis de la que no acabamos de salir.
De momento, todavía no
hemos bautizado al virus de marras como ébola español. Aunque puede que solo sea cuestión
de tiempo.
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