miércoles, 12 de octubre de 2011

Novelas con la guerra al fondo: Duelo en El Paraíso (Juan Goytisolo. 1955)


En unas pocas semanas, entre la primavera y el verano de 1954, Juan Goytisolo (Barcelona, 1931) redactó "Duelo en "El Paraiso"" (Premio Índice de Novela, 1955), la que sería su segunda obra. Ese mismo año había aparecido "Juegos de manos", fruto de las experiencias vividas en Madrid durante una estancia proyectada, en principio, para ampliar-proseguir sus estudios universitarios, pero que no sirvió más que para darle el empujón definitivo hacia su verdadera vocación: la literatura. Y en eso se reveló como un maestro.

Aunque años después haya renegado de esa primera etapa narrativa, de la que creo (escribo de memoria) llegó a eliminar de sus obras completas "La Isla" (1961; hoy solo rescatable en librerías de viejo), considero que semejante juicio se debe más a sus elecciones político-vitales, que se enunciarán en "Señas de identidad" (1966), para estallar definitivamente en "Reivindicación del Conde Don Julián" (1970), que a la innegable calidad literaria de las mismas.

La acción de la novela que nos ocupa se sitúa el 6 de febrero de 1939 en un pueblecito de Gerona, a 15 kilómetros de Palamós, cuando Martín Elósegui, un soldado del ejército republicano, descubre el cuerpo de un niño asesinado: Abel Sorzano:

Abel estaba boca arriba, tendido cuan largo era, lo mismo que si se hallara sumido en profundo sueño. Tenía los brazos extendidos, siguiendo la línea del cuerpo, y alguien le había colocado un ramo de amapolas encima del jersey. En la sien derecha tenía un agujero del tamaño de un garbanzo, por el que brotaba aún la sangre... En la mano izquierda le habían puesto una flor roja, que el muerto sostenía en actitud angelical. En la otra había un mensaje: DIOS NUNCA MUERE..." (p. 17)

A lo largo de ese día, desde las diez de la mañana en que Elósegui escucha el disparo "que no podía augurar nada bueno" (p. 9), hasta la caída de la tarde se desarrolla una trama perfectamente entretejida por cinco grandes centros de interés: la huida de las tropas republicanas con los nacionales pisándoles los talones; las reflexiones de Martín Elósegui ""Dentro de poco -pensó-, habré perdido mi libertad. Me habré constituído prisionero" Se acordó de Dora: "El día que acabe la guerra..."" (p. 16); la vida de los niños refugiados, acogidos en la escuela del pueblo; la historia de los habitantes del caserón "El Paraíso"; las peripecias del propio Abel Sorzano. Otros centros de menor entidad serían las hermanas Rossi, el Gallego o Pablo Márquez. Cada uno, por si solo, podría caracterizarse como narración autónoma, pero la forma sutil con la que son engarzadas por el autor, le otorgan gran interdependencia y conceden unidad al conjunto del relato.

En el primer capítulo abundan las descripciones de los desastres de la guerra, del éxodo de la población, anunciado por un clima de irrealidad (P. 15) y una atmósfera quieta, mágica (P. 33):

Con la huída, todo perdía su valor: las cosas pequeñas y de transporte fácil sustituían a las de mayor tamaño, cuyo precio disminuía al ritmo de avance. Las gentes que habían abandonado en Barcelona sus pisos y sus villas, confiando la salvación al automóvil, lo dejaban luego junto a la frontera, para seguir el camino con su bolsita de joyas cosida a los pliegues de la chaqueta o de la falda... Un saco de monedas por un lugar en la barca. Una mujer honesta entregándose a los conductores con tal que la llevaran. Todo era sorprendente y, al mismo tiempo, mágico. Los símbolos perdían su valor y no quedaba más que eso: el hombre, reducido a sus huesos y a su piel, sin nada extraño que lo valorizara" (P. 11) 

La carretera dejaba a sus orillas un reguero de muerte: soldados ametrallados por los aviones, presos fusilados al borde del camino, desertores con una bala en la nuca... " (P. 19)

Con esta dura realidad de fondo, se presenta la acción de la novela como un torrente de seres dislocados, que se nos aparecen desde dos puntos de vista: el soñado o imaginado por ellos, y el objetivo, sin que haya entre ambos ningún puente de unión, lo cual provoca en todos una insalvable sensación de insatisfacción. Abel Sorzano, mientras Filomena y Estanislaa se empeñan en vestirle como a una niña, protesta porque no puede vivir la guerra de una forma más directa y sueña con crecer para incorporarse a filas; la tía Águeda, con indumentaria de colegiala a los 32 años, se derrite con los consultorios femeninos de la radio:

"La vida en El Paraíso se hacía difícil de soportar si no iba acompañada de evasiones al futuro o al pasado..." (P. 102-103)

Los niños refugiados en la escuela, desde que murió la maestra en un bombardeo "han perdido toda la vergüenza y se dedican a correr por ahí, como bandidos, ingeniando Dios sabe qué maldades... Hace más de tres años que se han acostumbrado a oír estadísticas de muertos, de asesinatos, de casas destruídas y ciudades bombardeadas. La metralla y las balas han sido sus juguetes. Aquí, en la escuela, han creado un verdadero reino de terror, con sus jefes, lugartenientes, espías y soplones. Ya sé que es difícil creerme viéndoles la cara infantil y las mejillas aún sin bozo. Pero es la pura verdad. . Sé perfectamente que tienen un código para castigar los "delitos" y un sistema coactivo para obtener la obediencia. Durante la noche, el dormitorio se convierte en una guarida de serpientes y leopardos, en una verdadera celda de tortura..." (P. 57) 
Dora, la maestra, muerta durante un bombardeo, como la madre de los Goytisolo, como la madre de Abel estando embarazada:

"...Abel había sentido dentro de si un rabioso deseo de conocer al hermanito, pero nadie le había comprendido cuando, a gritos, pidió que lo salvaran; aquel niño oculto como en lo hondo de un huevo, que veía avanzar a su encuentro, abriéndose paso a través de hondas de agua y de telas de araña finísima, precedido de un halo de burbujas, era su hermano y lo quería más que a nadie y que nada. Lo sacaron a rastras del depósito, medio ahogado de ira y de vergüenza, y aquel hermano-huevo, que imaginaba a un tiempo en forma de pez y de sirena, había penetrado en el undo de susu sueños aureolado de un prestigio radiante" (P. 108-109)

Junto a esos niños reales, con los que entrará en contacto Abel, para su desgracia, en la última parte del relato, están los que él mismo, distorsionados por su imaginación calenturienta, enviaban a Italia en barco y "ahogan durante el viaje... Ya se sabe. Los niños pagan siempre" (P. 91)

"La guerra había abierto entre padres e hijos un abismo difícil de colmar. Se necesitaba mucho arrojo y valentía para cruzarlo... "De lo ocurrido, todos somos, en parte, responsables, y hemos de procurar que nadie lo olvide. La paz es algo por lo que se debe luchar a diario, si se quiere ser digno de ella"...- Nadie tiene la culpa. A esos niños que no tienen padre ni madre es como si les hubiesen estafado la infancia. No han sido nunca verdaderamente niños. - Mi hijo...- comenzó Santos. -Tampoco puede usted reprocharle nada. Ha vivido demasiado aprisa para su edad... Los padres deberán, en adelante, comprender este cambio. Si no... se exponen a perder a sus hijos para siempre." (P. 130-131)

Esta reflexión, cargada de lugares comunes, por muy tristes que estos sean, da paso a una larga interpolación: la historia de David y Romano ("Los dos eran jóvenes y hermosos" (p. 132)), los hijos nuertos de Estanisláa, que con un estilo diferente al resto de la obra, cargado de lirismo y melancolía, nos muestra el proceso de desequilibrio mental de la tía-abuela de Abel, que desemboca en la grotesca escena que se desarrolla en el lecho de muerte de su marido el mismo día que estalla la guerra.

"Todo son espejismos, querido Abel. Mira la luna cómo aumenta de tamaño cuando emerge del mar; introduce un bastón en el agua y lo verás dividido. Todo es ilusión: la vida, la muerte, el ansia de durar. Mucho antes de que nacieses, otros seres iguales que tú quisieron olvidarse de que eran sueño y fracasaron (sus cuerpos abonan los arbustos de algún camposanto) Oirás decir qué ha sido de los niños que mueren cuando nacen, pero yo te pregunto: ¿qué es de los niños que no mueren, el que fui yo, el que fue Filomena, el que fue Águeda? ¿Dónde está su cadáver, su tumba, el cementerio? No seas presuntuoso; deja correr las aguas. Matar un pájaro es algo tan absurdo como patalear en el vacío..." (P. 183)

Y mucho más: el hambre, el ansia de paz, la iniciación a la violencia..

Independientemente de los derroteros que tomara posteriormente la obra de Juan Goytisolo, o de las manifestaciones más bien poco afortunadas del autor en diferentes asuntos, esta segunda lectura de Duelo en "El Paraíso", confirman la madurez narrativa de Goytisolo a sus 23 años.

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