De unos meses a esta parte llegamos al viernes en un estado francamente calamitoso. El cansancio acumulado durante la semana parece aumentar la sensación del frío ambiente y cualquier plan, por mínimo que este sea, adquiere unas proporciones gigantescas, casi inabarcables. Volcamos tantas expectativas, demasiadas quizás, en el fin de semana, que al final este sigue su curso mientras nosotros capeamos el temporal, intentamos sobreponernos a duras penas, y el balance que recogemos el domingo es más bien escasito.
El viernes pasado, temiendo la sacudida de un estado gripal que se insinúa sin llegar a declararse del todo, conseguí escabullirme de una muerte segura en el parque y, ¡cobarde de mi!, dejé a Carmen y a los pequeños en los columpios, luchando contra los osos polares y los pingüinos, y me quedé “solo en casa”, dándole vueltas a este bloc de notas que no acaba de encontrar su ritmo y su lugar.
Curioseando entre las bitácoras que suelo visitar, y que a través del enredado mundo de los enlaces te remiten a otras, y estas a su vez a otras diferentes en un viaje sin fin, encontré un artículo dedicado a reivindicar la figura de Gonzalo Torrente Ballester y de pronto, como invocados por la maltrecha figura del gallego, comenzaron a desfilar por mi recuerdo todas aquellas novelas que leí con auténtica fruición y que hoy, mudos testigos de un atentado flagrante contra mi nunca negado fetichismo, aguardan en el trastero a que nos decidamos a incrementar el “número de metros lineales” de nuestras estanterías. Tantas novelas…. y las sensaciones que quedarán para siempre unidas al momento de su adquisición y lectura.
Dejarse mecer por las trampas de la memoria cuando todas las herramientas del discernimiento se han rendido a la evidencia de que, en un determinado punto, no es posible separar lo vivido de lo contado y, menos aún, de lo soñado o imaginado y deseado, supone al acta de nacimiento de toda empresa literaria con vocación de permanencia. Como una querencia insoslayable, es el imán que atrae a infinidad de productos historiográficos que se jactan de alta calidad científica y, en tal sentido, encabezan, a modo de autoridad incontestada, las más afamadas bibliografías. Y yo no soy quién para afear esa conducta, cuando no pocas veces me las veo y me las deseo para aislar algún hecho concreto de mi vida, acotarlo de los comentarios y decires que sobre el mismo escuchara en boca de mis padres y hermanos, o de esos demonios que tan a menudo nos acompañan susurrándonos al oído diferentes versiones del mismo asunto aderezadas por el temor o la esperanza.
Dejarse mecer por las trampas de la memoria cuando todas las herramientas del discernimiento se han rendido a la evidencia de que, en un determinado punto, no es posible separar lo vivido de lo contado y, menos aún, de lo soñado o imaginado y deseado, supone al acta de nacimiento de toda empresa literaria con vocación de permanencia. Como una querencia insoslayable, es el imán que atrae a infinidad de productos historiográficos que se jactan de alta calidad científica y, en tal sentido, encabezan, a modo de autoridad incontestada, las más afamadas bibliografías. Y yo no soy quién para afear esa conducta, cuando no pocas veces me las veo y me las deseo para aislar algún hecho concreto de mi vida, acotarlo de los comentarios y decires que sobre el mismo escuchara en boca de mis padres y hermanos, o de esos demonios que tan a menudo nos acompañan susurrándonos al oído diferentes versiones del mismo asunto aderezadas por el temor o la esperanza.
Sin ánimo nihilista, mucho menos subjetivista, creo firmemente que nuestra vida, lo que consideramos nuestra historia personal, no se puede librar así como así de esos lazos de la memoria, de la gozosa asunción de la mezcla de realidad, deseos, temores y esperanzas que le proporcionan una forma nunca del todo definitiva, pues basta la aportación de un interlocutor válido para introducir nuevos matices en su fisonomía...
En este sentido, la asociación de GTB y los resfriados se cumple desde que otra tarde de viernes invernal de mediados de los 80 me acerqué a la Casa del Libro de la Gran Vía, me hice con un ejemplar de Dafne y ensueños, y me encerré en la habitación hasta que el sopor y la fiebre me arrebataron el libro para sumirme en el letargo. Sentía cómo seguía la vida ahí fuera, afanándose mis padres en sus asuntos mientras yo me dejaba arrastrar por el discurso de GTB alrededor de las Torres Bermejas y las apariciones de Dafne.
El espacio cerrado, la intimidad y un cierto grado de aislamiento del mundo son los ingredientes necesarios para alcanzar el pleno placer de la lectura, facilitando la inmersión en aquellos universos que nos invita a visitar un buen relato. Como esos paisajes de La isla de los Jacintos Cortados, mediterráneos y marineros, inundados de sol, por donde pululan Nelson o Napoleón, las parcas siempre presentes, y esas historias de amor, a las que tan aficionado era el novelista. Isla a la que accedían el maduro profesor de una universidad americana (trasunto del autor) acompañado por la joven alumna aventajada, gracias al feliz recurso de las interpolaciones mágicas.
En otra ocasión, con anterioridad a la adquisición de Dafne y ensueños, me hice con un buen número de las novelas del autor publicadas en la colección Destinolibro. Y fueron cayendo, una tras otra, Fragmentos de Apocalipsis, La saga/fuga de J.B., La isla de los Jacintos Cortados, Off side... A esa colección le debo gran parte de mi afición a la literatura, pues gracias a ella conocí la obra de Juan Goytisolo (sus primeras, y para mi, mejores novelas), Carmen Martín Gaite, Ana María Matute... y se fueron formando mis preferencias literarias.
De forma simultánea, me hice asiduo a la Cuesta de Moyano y a sus casetas abarrotadas de libros usados. A ese paraíso del buscador de saldos me llevó mi padre por primera vez siendo muy niño, como una parada más en las excursiones dominicales que solíamos hacer los dos solos por el centro de Madrid. Todavía no sentía ninguna curiosidad por los libros, pero le recuerdo hojeando los volúmenes amarillentos, deteniéndose en alguno de ellos y sopesando su compra... También tengo grabada la imagen de mi padre con su gabardina gris, sobresaliendo por uno de sus bolsillos un australito, esos libros de la Colección Austral que todavía están en su casa. Leía muy a menudo a Ortega y Gasset y a mi pregunta sobre su afición a la filosofía, respondía invariablemente: "Escribe muy bien. Da gusto leerle" A él le debo, aunque me dí cuenta demasiado tarde para compartirlo, el ingrediente esencial del placer para el auténtico disfrute de la lectura.
Hace años que no me acerco por allí, como también hace tiempo que no sé nada de mis manoseadas novelas de Destino, todas ellas con la fecha de su compra y párrafos enteros subrayados. El viernes pasado me vino a la cabeza una frase de Yo no soy yo, evidentemente, una de las últimas novelas de GTB, que decía algo más o menos así, y que ha ayudado a dar pie a esta disquisición:
En otra ocasión, con anterioridad a la adquisición de Dafne y ensueños, me hice con un buen número de las novelas del autor publicadas en la colección Destinolibro. Y fueron cayendo, una tras otra, Fragmentos de Apocalipsis, La saga/fuga de J.B., La isla de los Jacintos Cortados, Off side... A esa colección le debo gran parte de mi afición a la literatura, pues gracias a ella conocí la obra de Juan Goytisolo (sus primeras, y para mi, mejores novelas), Carmen Martín Gaite, Ana María Matute... y se fueron formando mis preferencias literarias.
De forma simultánea, me hice asiduo a la Cuesta de Moyano y a sus casetas abarrotadas de libros usados. A ese paraíso del buscador de saldos me llevó mi padre por primera vez siendo muy niño, como una parada más en las excursiones dominicales que solíamos hacer los dos solos por el centro de Madrid. Todavía no sentía ninguna curiosidad por los libros, pero le recuerdo hojeando los volúmenes amarillentos, deteniéndose en alguno de ellos y sopesando su compra... También tengo grabada la imagen de mi padre con su gabardina gris, sobresaliendo por uno de sus bolsillos un australito, esos libros de la Colección Austral que todavía están en su casa. Leía muy a menudo a Ortega y Gasset y a mi pregunta sobre su afición a la filosofía, respondía invariablemente: "Escribe muy bien. Da gusto leerle" A él le debo, aunque me dí cuenta demasiado tarde para compartirlo, el ingrediente esencial del placer para el auténtico disfrute de la lectura.
Hace años que no me acerco por allí, como también hace tiempo que no sé nada de mis manoseadas novelas de Destino, todas ellas con la fecha de su compra y párrafos enteros subrayados. El viernes pasado me vino a la cabeza una frase de Yo no soy yo, evidentemente, una de las últimas novelas de GTB, que decía algo más o menos así, y que ha ayudado a dar pie a esta disquisición:
"El tiempo lo miden nuestros corazones. Yo creo que emana de ellos, y que es la mezcla de deseos, esperanzas y temores la que le da forma"
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