jueves, 8 de noviembre de 2012

Divagaciones



Todavía es de noche... El edificio España desde Maestro Guerrero
 
Sobreponiéndose al sopor de los prolegómenos del amanecer, la ciudad comienza a palpitar con un frenesí digno del estudio de cualquier etólogo. Es cierto que muchas especies de animales desarrollan su actividad durante la noche; pero también es verdad que estos seres dedican una gran parte de las horas de luz a ralentizar sus biorritmos, practicando algo parecido al descanso o, al menos, a un duermevela reponedor.

No así los hombres, que más nos valdría dejar de torturarnos para acompasar estrechamente nuestra vida con la naturaleza. De ahí que el apócrifo autor del lema-amenaza recogido en un tonante, y casi bíblico: “¡Trabajarás de sol a sol!”, se sonrojaría de pura vergüenza al comprobar que alguien, mucho más audaz y preparado para la vida moderna que él, consiguió evadir el curso marcado por los astros, dándole otra vuelta a la tuerca del suplicio para sumir al hombre en un labora sin opción a ora.

Son los gajes del mundo actual, más evidentes y dolorosos en los sufridos urbanitas.
 

Esto es lo que se ve desde una de las salas del centro médico Gran Vía (o Delvesa)

 
A las siete de la mañana, cuando cojo el Metro o el autobús, Madrid es un hervidero porfiado, alentado por unas prisas plomadas de cansancio y de rutina. Me entretengo observando rostros, algunos ya familiares, espiando miradas y gestos, todos ellos ensimismados, como protegiéndose del exterior con la infranqueable coraza de los auriculares o de la lectura. Parece que poco sacamos en limpio de la música que escuchamos, de la literatura o prensa gratuita que leemos, a tenor del escasito aprovechamiento que extraemos de una y otra. Últimamente ambas, en cualquiera de sus formatos y dispositivos, se me caen de las manos. Si estoy en el Metro, prefiero cerrar los ojos y dedicarme (o fingir) un sueño. Si es el autobús el que me traslada, me pierdo disfrutando del trayecto mil veces transitado, recreándome en las modificaciones en la fisonomía de las calles y fachadas impuestas por las actuaciones municipales o la desidia de sus propietarios. A menudo me duelen los cambios, sobre todo cuando estos se traducen en la desaparición de los espacios de mi niñez. Miro hacia otro lado al aproximarme al solar que en su día ocupara el complejo de la piscina Miami, hoy escombrera irreconocible, o al dejar a mi izquierda el terraplén de la calle Caramuel, frente al parque, coronado durante años por las paredes desnudas de una casa en ruinas sobre la que volaba mi imaginación de entonces, tan grata a los espectáculos de ruina y desolación.

El autobús, del todo ajeno a mis ensoñaciones, sigue su curso cronometrado, atravesando Caramuel para enfilar el Paseo de Extremadura, cruzar el Puente de Segovia con esa carísima fiesta de luz y color que es Madrid-Río por la noche, recorrer rápidamente el Paseo de la Virgen del Puerto, deteniéndose en el embudo de Norte, y ascender renqueante, animal ya cansado, la Cuesta de San Vicente hasta Plaza de España, para depositar su carga humana en Maestro Guerrero, en las oscuras espaldas del Edificio España.
 

Ya es de día. Las espaldas del Edificio España (C/ Maestro Guerrero)

El contraste de esta torre apagada y muerta con lo que debió ser en su día, emblema de modernidad y glamour, de prosperidad e iniciativa en un extremo de la Gran Vía, no se me iba de la cabeza durante las tres semanas que veía amanecer en unas salas de fisioterapia del centro médico Delvesa, en la acera de los impares de la en su día rebautizada como Avenida de José Antonio, aunque nadie se refiriera a la misma con ese nombre tan circunstancial. Dicho centro médico ocupa tres o cuatro de los diez pisos del número 67 de la Gran Vía. Las salas de medicina física y rehabilitación están en la séptima planta, respetando con cierta fidelidad la distribución original de la vivienda que fuera en su momento. Los casi 60 minutos que duraba cada sesión daban para mucho, aunque lo más interesante era el cuarto de hora de la magneto(terapia). Tumbado en una camilla, dentro de una sección de cilindro, se alcanzaba un alto grado de relajación que contribuía, qué duda cabe, a aumentar la sensación de bienestar. En alguna ocasión, sobre todo los primeros días, Gema, una de las encargadas, abría los ventanales para disipar el aire espeso acumulado durante la noche, dejando a la vista el espectáculo de los tejados de Madrid, con el Palacio y el Teatro Real al fondo, auténtico skyline que se difuminaba en el verdor de la Casa de Campo y de la Sierra.
 

Y esta... de medio perfil


Con los ojos cerrados, dejaba saltar mi fantasía desde la recreación de la vida de los primeros habitantes de aquel piso, allá por los años treinta, pasando por nuestras ya antiguas y casi olvidadas visitas a los balnearios de Jaraba, revividas por el artículo que escribió Pilar Bosqued sobre sus jardines, hasta perderme en diversas divagaciones sobre la inutilidad de la medicina agresiva cuando uno es capaz de cuidar y cultivar su propio cuerpo…

Pero el caso es que nunca lo hacemos. Solo nos damos cuenta de lo que tenemos al momento de perderlo. Y a veces es ya demasiado tarde. En mi caso, llevaba arrastrando desde agosto un dolor lumbar que se extendía por la pierna provocando parestesia y hormigueo. El malestar aumentó en septiembre, y el miedo a que fuera a más me hizo ponerme en manos de un especialista que, después de las pruebas de rigor (que incluían un desagradable electromiograma), me recomendó 15 sesiones de rehabilitación.
 
 

Nunca hay que perder los pequeos detalles
El otoño en el Parque Aluche. También relaja, ¿no?

Las otras dos terapias (tens y onda corta) las hacía al final de un largo pasillo, donde Antonia desplegaba su poderío y capacidad organizativa entre los pacientes, muchos de ellos ya conocidos de años antes. Este salón daba a la Gran Vía. Un día no pude resistirme y, arriesgándome a recibir un “!No!” por toda respuesta, me atreví a preguntarle a la jefa si podía hacer una foto. Me miró un tanto perpleja por mi interés y, de forma displicente, como perdonándome la vida, me franqueó el paso al balcón.
 

Desde la misma sala

La Gran Vía y el Edificio España (mucho más que la plaza donde se yergue), al que yo llamaba de pequeño Hotel Plaza, son dos de los espacios más impresionantes que tiene Madrid, aunque poco a poco van perdiendo su encanto. Uno, porque está cerrado y sólo Dios sabe cuándo volverá a abrir sus puertas y en qué condiciones. El otro, porque se ha dejado por el camino, además de casi todos los cines, un gran número de establecimientos de toda la vida, sustituidos por comercios efímeros, sin gracia ni empaque, y esa elegancia y cosmopolitismo de foto antigua que solo se conserva en recopilatorios y postales.
 

Parece que quieren estirarse más. y más, hasta arañar el cielo..


Con todo y con eso, aquellos madrugones me han reconciliado en parte con esa calle que al final de mi infancia ejercía sobre mí la misma atracción fatal que practica la luz sobre las polillas, al erigirse entonces como meta y destino de nuestras excursiones al centro: tardes de cine y zumo en Vitamina, el olor de palomitas de maíz impregnándolo todo… Mucho después, durante años, me acostumbré a evitarla, tal era el agobio que me producía la intensidad de su tráfico o la fauna que pisaba su suelo, cada vez más enrarecida. Pero ahora la veo con otros ojos, quizá no tan entusiasmados, asumiendo que, como todos, tiene una deuda con la historia y su forma de pago es convertirse en cliché. Al final, siempre queda esa forma de enfrentarse a los hechos consumados, que no es otra que volcar los recuerdos, las esperanzas y los temores en el mundo que nos rodea para moldear así una realidad grata y amable: vivible.

1 comentario:

Marina Escobar dijo...

No dejas de impresionarme, da igual sobre qué escribas, siempre es un placer leerte..