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Todavía es de noche... El edificio España desde Maestro Guerrero |
Sobreponiéndose al
sopor de los prolegómenos del amanecer, la ciudad comienza a palpitar con un
frenesí digno del estudio de cualquier etólogo. Es cierto que muchas
especies de animales desarrollan su actividad durante la noche; pero también es
verdad que estos seres dedican una gran parte de las horas de luz a ralentizar
sus biorritmos, practicando algo parecido al descanso o, al menos, a un
duermevela reponedor.
No así los hombres, que
más nos valdría dejar de torturarnos para acompasar estrechamente nuestra vida
con la naturaleza. De ahí que el apócrifo autor del lema-amenaza recogido en un
tonante, y casi bíblico: “¡Trabajarás de sol a sol!”, se sonrojaría de pura
vergüenza al comprobar que alguien, mucho más audaz y preparado para la vida
moderna que él, consiguió evadir el curso marcado por los astros, dándole otra
vuelta a la tuerca del suplicio para sumir al hombre en un labora sin opción a ora.
Son los gajes del mundo
actual, más evidentes y dolorosos en los sufridos urbanitas.
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Esto es lo que se ve desde una de las salas del centro médico Gran Vía (o Delvesa) |
A las siete de la mañana,
cuando cojo el Metro o el autobús,
Madrid es un hervidero porfiado, alentado por unas prisas plomadas de cansancio
y de rutina. Me entretengo observando rostros, algunos ya familiares, espiando
miradas y gestos, todos ellos ensimismados, como protegiéndose del exterior con
la infranqueable coraza de los auriculares o de la lectura. Parece que poco
sacamos en limpio de la música que escuchamos, de la literatura o prensa
gratuita que leemos, a tenor del escasito aprovechamiento que extraemos de una y
otra. Últimamente ambas, en cualquiera de sus formatos y dispositivos, se me
caen de las manos. Si estoy en el Metro,
prefiero cerrar los ojos y dedicarme (o fingir) un sueño. Si es el autobús el
que me traslada, me pierdo disfrutando del trayecto mil veces transitado,
recreándome en las modificaciones en la fisonomía de las calles y fachadas
impuestas por las actuaciones municipales o la desidia de sus propietarios. A
menudo me duelen los cambios, sobre todo cuando estos se traducen en la desaparición de los
espacios de mi niñez. Miro hacia otro lado al aproximarme al solar que en su
día ocupara el complejo de la piscina Miami,
hoy escombrera irreconocible, o al dejar a mi izquierda el terraplén de la
calle Caramuel, frente al parque, coronado durante años por las paredes
desnudas de una casa en ruinas sobre la que volaba mi imaginación de entonces,
tan grata a los espectáculos de ruina y desolación.
El autobús, del todo
ajeno a mis ensoñaciones, sigue su curso cronometrado, atravesando Caramuel
para enfilar el Paseo de Extremadura, cruzar el Puente de Segovia con esa carísima
fiesta de luz y color que es Madrid-Río por la noche, recorrer
rápidamente el Paseo de la Virgen del Puerto, deteniéndose en el embudo de
Norte, y ascender renqueante, animal ya cansado, la Cuesta de San Vicente hasta
Plaza de España, para depositar su carga humana en Maestro Guerrero, en las
oscuras espaldas del Edificio España.
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Ya es de día. Las espaldas del Edificio España (C/ Maestro Guerrero) |
El contraste de esta torre apagada y muerta con lo que debió
ser en su día, emblema de modernidad y glamour, de prosperidad e iniciativa en
un extremo de la Gran Vía, no se me iba de la cabeza durante las tres semanas
que veía amanecer en unas salas de fisioterapia del centro médico Delvesa, en la acera de los impares de
la en su día rebautizada como Avenida de José Antonio, aunque nadie se
refiriera a la misma con ese nombre tan circunstancial. Dicho centro médico
ocupa tres o cuatro de los diez pisos del número 67 de la Gran Vía. Las salas
de medicina física y rehabilitación están en la séptima planta, respetando con
cierta fidelidad la distribución original de la vivienda que fuera en su
momento. Los casi 60 minutos que duraba cada sesión daban para mucho, aunque lo
más interesante era el cuarto de hora de la magneto(terapia).
Tumbado en una camilla, dentro de una sección de cilindro, se alcanzaba un alto
grado de relajación que contribuía, qué duda cabe, a aumentar la sensación de
bienestar. En alguna ocasión, sobre todo los primeros días, Gema, una de las
encargadas, abría los ventanales para disipar el aire espeso acumulado durante la
noche, dejando a la vista el espectáculo de los tejados de Madrid, con el
Palacio y el Teatro Real al fondo, auténtico skyline que se difuminaba en el verdor de la Casa de Campo y de la
Sierra.
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Y esta... de medio perfil |
Con los ojos cerrados,
dejaba saltar mi fantasía desde la recreación de la vida de los primeros
habitantes de aquel piso, allá por los años treinta, pasando por nuestras ya
antiguas y casi olvidadas visitas a los balnearios de Jaraba, revividas por el
artículo que escribió Pilar Bosqued sobre sus jardines, hasta perderme en
diversas divagaciones sobre la inutilidad de la medicina agresiva cuando uno es capaz de cuidar y cultivar su propio cuerpo…
Pero el caso es que
nunca lo hacemos. Solo nos damos cuenta de lo que tenemos al momento de
perderlo. Y a veces es ya demasiado tarde. En mi caso, llevaba arrastrando
desde agosto un dolor lumbar que se extendía por la pierna provocando
parestesia y hormigueo. El malestar aumentó en septiembre, y el miedo a que
fuera a más me hizo ponerme en manos de un especialista que, después de las
pruebas de rigor (que incluían un desagradable electromiograma), me recomendó
15 sesiones de rehabilitación.
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Nunca hay que perder los pequeos detalles El otoño en el Parque Aluche. También relaja, ¿no? |
Las otras dos terapias
(tens y onda corta) las hacía al
final de un largo pasillo, donde Antonia desplegaba su poderío y capacidad
organizativa entre los pacientes, muchos de ellos ya conocidos de años antes. Este
salón daba a la Gran Vía. Un día no pude resistirme y, arriesgándome a recibir
un “!No!” por toda respuesta, me atreví a preguntarle a la jefa si podía hacer una foto. Me miró un tanto perpleja por mi
interés y, de forma displicente, como perdonándome la vida, me franqueó el paso
al balcón.
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Desde la misma sala |
La Gran Vía y el
Edificio España (mucho más que la plaza donde se yergue), al que yo llamaba de
pequeño Hotel Plaza, son dos de los
espacios más impresionantes que tiene Madrid, aunque poco a poco van perdiendo
su encanto. Uno, porque está cerrado y sólo Dios sabe cuándo volverá a abrir sus
puertas y en qué condiciones. El otro, porque se ha dejado por el camino,
además de casi todos los cines, un gran número de establecimientos de toda la vida, sustituidos por comercios
efímeros, sin gracia ni empaque, y esa elegancia y cosmopolitismo de foto
antigua que solo se conserva en recopilatorios y postales.
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Parece que quieren estirarse más. y más, hasta arañar el cielo.. |
Con todo y con eso,
aquellos madrugones me han reconciliado en parte con esa calle que al final de
mi infancia ejercía sobre mí la misma atracción fatal que practica la luz sobre
las polillas, al erigirse entonces como meta y destino de nuestras excursiones al centro: tardes de cine y zumo en Vitamina, el olor de palomitas de maíz impregnándolo todo… Mucho
después, durante años, me acostumbré a evitarla, tal era el agobio que me
producía la intensidad de su tráfico o la fauna que pisaba su suelo, cada vez
más enrarecida. Pero ahora la veo con otros ojos, quizá no tan entusiasmados,
asumiendo que, como todos, tiene una deuda con la historia y su forma de pago
es convertirse en cliché. Al final,
siempre queda esa forma de enfrentarse a los hechos consumados, que no es otra
que volcar los recuerdos, las esperanzas y los temores en el mundo que nos
rodea para moldear así una realidad grata y amable: vivible.
1 comentario:
No dejas de impresionarme, da igual sobre qué escribas, siempre es un placer leerte..
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