Monumento a Elena Fortún en el Retiro |
A modo de justificación
Hace ya tres años, en su
blog “Carta de batalla”, Bremaneur lanzó
una pregunta al aire: “¿Qué queremos leer sobre la guerra?”. Pocos días
después, el 3 de septiembre, colgué este comentario al final del post: “…espero
encontrar ese detalle, ese pálpito de vida que haga más inteligible el
desastre. A veces me temo que solo nos queda la literatura para hacernos una
idea aproximada de la realidad”.
Esa esperanza nunca me ha
abandonado, y únicamente se ha visto satisfecha, aunque de forma parcial o
fragmentaria, en alguna de las novelas o ensayos que me he atrevido a reseñar
aquí estos últimos años, a excepción del librito de Julián Marías “La GuerraCivil, ¿cómo pudo ocurrir?”
y los relatos de Manuel
Chaves Nogales reunidos bajo el título “A sangre y fuego”. Si el primero me
ayudó a cimentar sobre una sólida base de pensamiento todas las ideas dispersas
que había ido acumulando sobre los motivos que empujaron a los españoles a un
enfrentamiento de semejante envergadura, la lectura de las narraciones del
periodista sevillano supuso el descubrimiento de una forma diferente de recrear
lo sucedido, un camino que se salía de lo común, una vía, esa “tercera vía” tan
traída y llevada, como desconocida, silenciada y, ¿por qué no decirlo?,
ninguneada por todos.
Con la impresión que me
habían dejado los cuentos de Chaves Nogales todavía a flor de piel, volví a
toparme con el personaje en la monumental obra de Andrés Trapiello “Las armas y
las letras”, otro Eldorado, una fuente inagotable de datos y opiniones a la que
siempre hay que acudir y que merece algún comentario que no puedo abordar aquí
y ahora.
Encarnación Aragoneses (Elena Fortún, 1886-1952) |
Y como si de un canasto
de cerezas se tratara, tirando de Trapiello salió enredada otra pieza y con
ella se derramó todo el cesto, mezclándose sobre el tapete lo personal y lo
intelectual, los recuerdos familiares y muchas preguntas que, apena
reconocerlo, ya nunca obtendrán respuesta. Porque cada libro que leemos, aparte
de lo que invoca su lectura, vive unido al momento en que decidimos dejarnos
llevar de su mano y a las circunstancias que lo rodean, creando otra narración,
otra historia, que añaden un valor intangible y emocional al original...
Intentaré explicarme.
A
finales del pasado año y comienzos de este se divulgó la noticia de la
inminente reedición de la novela de Elena Fortún “Celia en la revolución”, puesta en borrador el 13 de julio de
1943, e inédita hasta 1987, 35 años después de fallecer su autora. Desde entonces,
se había convertido en una de esas rarezas bibliográficas que los aficionados
son incapaces de encontrar por mucho que rebusquen en librerías de viejo. El
prólogo de esta nueva edición, que saca a la luz la editorial sevillana
Renacimiento, corre a cargo de Andrés Trapiello, al que sigue una pequeña,
demasiado escueta introducción de Marisol Dorao, biógrafa de Encarnación
Aragoneses (1886-1952), la escritora que se oculta detrás del pseudónimo de Elena Fortún, y a cuya tesis doctoral en
curso hacía referencia, lamentando no haber podido ocuparse de este trabajo,
Carmen Martín Gaite en un ciclo de conferencias que dictó en la Fundación Juan
March en otoño de 1992 bajo el título “Elena Fortún y su tiempo”. Antonio
Gallego actuó como maestro de ceremonias en dicha ocasión, anunciando que en
cualquier momento TVE proyectaría la serie “Celia”, con guión escrito al alimón
por la salmantina y José Luis Borau. Dicha serie, que consiguió grabar en video
mi cuñado después de mil insistencias de su madre y cuando habían pasado ya
diez años de su estreno televisivo, se veía una y otra vez, independientemente
de la calidad de una cinta gastada por exceso de uso, en casa de mis suegros
con la intención de entretener, con mayor voluntad que éxito, a nuestra hija Itziar,
que no contaría con más de cuatro o cinco años y que apenas era capaz de
entender el aparentemente sencillo argumento de la trama. Qué duda cabe que con
ello la abuela Clara recuperaba un paraíso infantil a través de una niña en la
que podía verse reflejada, al haber compartido unas circunstancias vitales
similares, a lomos del recuerdo de los momentos de placer que le proporcionó la
lectura de su vida y andanzas. También disfrutaba sacando parecidos entre la
niña que interpretaba a la preguntona e inquieta Celia e Itziar que, como no
podía ser menos, salía ganadora de toda comparación.
Yo no sé si mi madre leyó
alguna novela de Elena Fortún, aunque
conocía los cuentos de Celia y su hermano Cuchifritín
(apelativo que siempre he considerado a medio camino entre lo ñoño y lo pijo) y
probablemente cayera en sus manos antes de la guerra algún ejemplar de Celia editado por Aguilar y que fueron
prohibidos por la censura en 1945, curiosamente el mismo año en que se alzara
Carmen Laforet con el Premio Nadal con su novela “Nada”, una novela en absoluto
complaciente con la realidad que le rodeaba. Cosas de la censura. Lo cierto es
que al leer “Celia en la revolución”, no he dejado de pensar en ella, en mi
madre, y de recordar todas esas anécdotas que nos contaba de pequeños, mil
veces repetidas, pero que en cada ocasión parecía única, ya fuera por la
entonación o la emoción que se adivinaba detrás de sus palabras y sobre todo, de sus silencios.
Los miedos, las penalidades, los bombardeos, el hambre, el ingenio desplegado
para paliar en lo posible las necesidades y las ausencias son los motores que
impulsan la vida de Celia Gálvez en la novela que vamos a reseñar, los mismos
que padecieron Merche, Pili y Menchu, mi madre y sus hermanas, tres chicas de
la misma edad que la protagonista, que compartían el miedo a los coches que
frenaban en seco delante del portal y que, seguidos de pasos apresurados por la
escalera, no auguraban nada bueno, las incursiones aéreas, o las ratas que
campaban a sus anchas por las calles. De haber tenido entonces las inquietudes
que ahora me acompañan, habría intentado apurar al máximo ese caudal de
recuerdos, retomando un hilo ya imposible de recuperar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario