lunes, 24 de septiembre de 2012

Sorteando las olas de calor. Pantano del Zújar-Lisboa, 10-25 de agosto de 2012


Como siempre, el Pantano, cuartel general, centro de avituallamiento

 
Siglos atrás, cuando resultaba complicado fijar el tiempo, tanto para el contemporáneo como para el historiador, se solía datar éste en virtud de hechos que los cronistas, meros encargados de levantar acta de los mismos, consideraban extraordinarios. Así, sabíamos que Fulanito nació cuando la enorme sequía que causó estragos, o que Mengano inauguró su reinado durante las lluvias torrenciales que arrasaron los campos provocando tremenda hambruna.


El río Zújar, a primera hora de un día de calor. La quietud de la superficie del agua y el polvo sahariano en suspensión presagian una jornada apoteósica
 
Por mucho que nos empeñemos, en la actualidad seguimos condicionados por la meteorología y sus trastornos, de manera que muchos momentos de nuestras vidas quedan enredados, en la memoria, con datos fuera de lo normal arrojados por el termómetro o el barómetro. Bastaría con hacer un minutaje de los informativos para comprobar que, sumado a los sucesos, los acontecimientos deportivos y las catástrofes naturales, el tiempo puede ocupar la mitad de un noticiario.

Un acceso al río a través de la alameda (¿la primera, la segunda..)

Este verano, por ejemplo, será recordado, entre otras muchas cosas, por las olas de calor, tanto las padecidas como las que nos amenazaban con que íbamos a sufrir.

Bosque de eucaliptos, más conocido como Segunda Alameda. Su porte escuálido
apenas defiende el suelo de la primera luz de la mañana

De hecho, el 10 de agosto dieron comienzo nuestras vacaciones con el preludio de una gran ola de calor. Llegamos al Pantano como a las cuatro de la mañana, de acuerdo con el uso horario DDM (Díaz-Delgado Menchero) sin que descendiera el mercurio de los 32-33º C. “Te estás obsesionando con el calor”, protestaba Carmen. Y es cierto.

 
Sara e Itziar. A sus pies, la Alfama


La crisis siempre presente.
Un auténtico alegato anarco-liberal sobre los muros de Santa Apolónia


Alejandro y C armen en el Cabo da Roca
 
A las pocas horas, una vez deshechas las maletas, y mientras regresábamos de hacer la compra en Orellana para (casi) todas las vacaciones, sobre las tres de la tarde, ya nos habíamos plantado en los 47º C, o solo los 45º C, como se encargó de aclararnos el Telediario de aquella noche. Ese día, Castuera y Córdoba compartieron la medalla a las más altas temperaturas, honor que disfrutaron, creo, dos días seguidos. Con ese tiempo tan incompatible con la vida, la única salida posible era mantenerse como los garbanzos, todo el día en remojo, a la espera de que cambiaran las tornas.

Afortunadamente, el lunes 13 nos escapamos a Lisboa.

Cualquier calle de Lisboa nos depara sorpresas como esta...


... o como esta, bordeando el convento de San Vicente da Fora



Gigantesca cúpula del Panteón Nacional en la iglesia de Santa Engracia. Su construcción duró
la friolera de 300 años

Hace más de 25 años, y en unas circunstancias muy similares, estábamos mi hermano José Ramón y yo en casa de mis padres, en el Pantano. Mi padre, bastante comedido y paciente por lo general, se veía tan crispado por el calor que tomó una decisión arriesgada y aventurada. Cogimos el coche (yo me acababa de sacar el carné, esto sería sobre el 85-86) y con lo puesto (“Y lo que me quito cuando me acuesto”, como apostillaba mi madre cuando se refería al equipaje más escueto posible) nos marchamos a Lisboa. Recuerdo que cogimos un par de habitaciones en el hotel Ambos Mundos, muy próximo a la Rua da Prata y durante las dos o tres noches que pasamos allí nos lavaban la ropa del día para tenerla lista a la mañana siguiente. También me acuerdo del pánico que me entró, conductor novato tenía que ser, al atravesar el puente de Salazar (perdón, “25 de abril”) y desembocar en una glorieta donde no había una triste señal que regulara el tráfico. “Respeta siempre a la derecha”, me repetía mi hermano. Incapaz de controlar el desbarajuste, le dejé el volante y no volví a cogerlo. Durante esos días que pedimos asilo vital en Lisboa, tomábamos el autobús que nos llevaba a Caparica, la playa más popular de la capital, y pasábamos el día como una familia lisboeta más. Entre la playa y los paseos por la ciudad, a pie o en tranvía, transcurrieron los más agobiantes días de aquella ola de calor un cuarto de siglo atrás.


En Lisboa casi todo es monumental. Por ejemplo, la estación de Santa Apolónia,
a cinco minutos de la casa de Marisa

El lunes 13 de agosto, al mediodía, llegamos al piso de la Rua Dom Fuas Roupinho que nos había alquilado Marisa, a la que desde aquí enviamos nuestro más sincero afecto por los tristes y desgraciados días que le está tocando vivir. En una ubicación privilegiada, entre el convento Madre de Deus y la estación de Santa Apolónia, a pocos metros de la larguísima Avenida Infante Dom Henrique, comparte la tranquilidad de un barrio que dispone de todo tipo de servicios, con la proximidad del centro de la ciudad, apenas a un cuarto de hora andando.


Uno de los miradores sobre la Alfama. Al fondo, el herreriano templo de
San Vicente da Fora, tan en contraste con el resto de las iglesias lisboetas


Anochece sobre el Tajo. Por toda la ciudad abundan
los avisos de precaución ante los hurtos

Después de comer nos echamos a la calle sin ninguna meta definida. Arrimados al Tajo y a las vías del tren, dejando a la izquierda la estación de Santa Apolónia, nos desviamos hacia la Alfama por una zona que no conocíamos. Las calles bullían de turistas como hace mucho no veo por Madrid. Bordeamos la imponente Iglesia de Santa Engracia (Panteón Nacional), llegamos al convento de San Vicente da Fora, brujuleamos por callejas y miradores hasta que, ya anochecido, pasando la , tomamos un taxi que nos llevó de vuelta a casa.

Los renqueantes tranvías, cargados de turistas, una atracción más



Espectacular fachada en la Baixa

A la mañana siguiente retomamos, en parte, el mismo camino, aunque a la altura de Santa Apolónia y el Museo del Ejército, seguimos por Infante Dom Henrique hasta la Rua do Arsenal y la Plaza del Comercio, bastante remozada.


Sin desmerecer el resto, lo que más me gusta de Lisboa es la Plaza del Comercio y sus alrededores.
Diseñada con cierto espíritu mercantilista, las plantas bajas se reservaron a establecimientos comerciales
y las superiores a secretarías de Estado. Aunque el arco triunfal levantado 100 años después
desentona un poco, no deja de tener su aquél.


Otra perspectiva de la plaza



Sara y Alejandro en Guincho. El niño desconfía de lo que se desarrolla a sus espaldas

En esos momentos limpiaban la verdosa y enorme estatua ecuestre de José I. La grandiosidad de la plaza, con su pegote de arco triunfal custodiado por Vasco de Gama y Pombal, y coronado por dos musas y una especie de Victoria, levantado cien años después de terminado el conjunto a modo de conmemoración del mismo, debía imponer mucho respeto a los barcos que descargaban las inmensas riquezas traídas de Brasil y el resto de sus colonias.

Doca de Santo Amaro bajo el Puente 25 de abril. El cielo se está cerrando

 


Un "poco" más allá, junto al monumento a los exploradores, ya se ha cerrado completamente







Iglesia de la Encarnación

 


Iglesia de Loreto, en el Chiado, frente a la de la Encarnación

Comimos subiendo al Chiado en una tarraza que nos facilitaba la visión, en perspectiva, de la figura de Pedro IV encaramado en su alta columna presidiendo el Rossio. Por primera vez nos acoplamos al horario local y pudimos ver el interior de una de las iglesias del Chiado, la de la Encarnación, enfrentada a la de Loreto, en la que se combina a la perfección el neoclasicismo de la fachada con el rococó más delirante en la decoración de su nave y capillas, derroche de mármol rosa y estuco. En un costado, en la calle que desemboca en el Tajo, se abre una tienda de azulejos, donde entramos por aquello de sentir cómo se alargaban nuestros dientes. Seguimos caminando en dirección a Belém, que yo creía que estaba más cerca, mientras el cielo se cubría de espesas nubes que venían del Atlántico en cabalgada.
-          ¿Falta mucho?- Preguntaba Carmen, sospechando, con razón, que no tenía ni idea
-          No, no… Pasado el Ponte
Y el Ponte no llegaba nunca.
Seguimos las vías del tren, con el río y los muelles a la izquierda, en un paseo que, en cualquier otra ciudad, hubiera comportado un riesgo no pequeño. Cruzamos el tendido del ferrocarril y ya no nos separamos del Tejo


Itziar, ALejandro y Sara, en el Museo del Azulejo

A la altura del Puente se levantó el aire tiñéndolo todo de un color gris y otoñal. En las aguas de la Doca de Santo Amaro flotaba alguna que otra medusa, haciéndonos temer su proliferación en Huelva, en aguas más cálidas que aquellas. Todo ese paseo, perfectamente recuperado para el uso de la gente, es muy aconsejable. Te cruzas con corredores, ciclistas, patinadores o, como nosotros, simples caminantes. Cuando alcanzamos el monumento a los exploradores comenzó a chispear, por lo que aceleramos el paso, salvamos la Avenida de India por un paso subterráneo que nos dejaba en los jardines frente a los Jerónimos, donde la lluvia arreció de lo lindo, hasta tal punto que tuvimos que refugiarnos en un Starbucks de la Rua de Belém.


Mi gente apaoyada en una barandilla sobre la Alfama

En el Cabo da Roca


Nada menos parecido al plan primitivo, que era acercarnos a la Pastelería de Belém. Una vez recuperados de la mojadura, y debido al horario de nuestros vecinos, tan de los Lunnis, tomamos un taxi.

Itziar con el Ponte a sus espaldas. Obsérvese que hace frío

Atardeciendo en la playa de Caparica
 
Nuestra experiencia con los taxis/taxistas lisboetas no pudo ser más satisfactoria. Siempre te llevaban por el itinerario más corto y no te ponían ninguna pega para montar los cinco. Por otra parte, resultaba más económico que el metro o el autobús, y más relajado que desplazarte en tu propio coche por la ciudad.

Cabo da Roca

 
San Vicente da Fora

 
La plaza del Comercio



 
Llovió durante toda la noche. Una lluvia lenta, tranquila, de esas que limpian el aire y las calles. Aprovechamos para visitar el Museo Nacional del Azulejo, en el Convento de la Madre de Dios, a muy pocos metros de la casa de Marisa. Cuando salimos, ya se había despejado el cielo. Comimos y nos acercamos a Caparica.

Carmen e Itziar (y Alejandro colándose en la foto) con el hotel Costa da Caparica al fondo.
La última vez que estuvimos allí, la rubia tendría unos tres añitos

Por fin una foto él solito



Pura escenografía de azulejo en el Chiado
 
Durante dos o tres años, los primeros de la vida de Itziar, solíamos pasar una semana del mes de julio en Caparica. Por las tardes cogíamos el coche hasta Almada o Caçillhas y de allí el ferry hasta la Plaza del Comercio y dábamos una vuelta por Lisboa; o nos llegábamos con el coche a Belem, Estoril, Cascáis o Mafra… Hacía, pues, diez años que no habíamos vuelto por allí, tiempo suficiente para observar un cambio espectacular.


Con escaso éxito, Carmen intenta imitar un gesto característico de Sara. Cabo da Roca



Alejandro, Sara e Itziar bajo el Puente


De momento, el trenecito desapareció; al único hotel que había por entonces, el Costa da Caparica, le han surgido competidores; y en la playa, antes completamente desierta de terrazas, merenderos o chiringuitos, menudean unas casetas al más puro estilo chill-out que le proporcionan un aire muy, muy agradable y, digamos, europeo, tan diferente del que se respira en las playas españolas al uso.


En la Plaza del Comercio, abrasado por el sol

 
Entrada al Museo del Ejército, frente a la estación de Santa Apolónia


Caparica
 
Al día siguiente, el último de nuestra estancia en el piso de Marisa, teníamos pensado hacer algo más de turismo y llegar a Óbidos, quizás. Pero los niños ya habían olido la sangre, esto es, la playa, y por nada del mundo iban a tolerar no volver a bañarse. Fuimos hacia el norte por la carretera de la costa. Sara, desde su ventanilla, veía el mar allá abajo, azul y picado, con sus blancas cejas de espuma.

Olas en Caparica

Más olas en una cala, en Guincho

-          !Es que yo ya no aguanto más…!- Protestaba, la pobre, cuando le mentíamos con que faltaba poco para bañarse
Atravesamos Estoril y el mar se acercaba todavía más. Llegando a Guincho la revuelta se agudizó. Les decíamos que en unos días íbamos a estar en la playa, que hoy podíamos ver otras cosas, que… No había manera. En una cala aparcamos el coche junto a un restaurante que no habría desentonado en absoluto en pleno barrio de Salamanca. Tomamos una cerveza mientras decidíamos el plan y llegábamos a un compromiso: comíamos los bocatas en la playa y luego, al menos, nos acercábamos a Sintra.


Os Jeronimos bajo la lluvia

Itziar sobrelleva con dignidad las gracias de sus hermanos


Guincho

 
La cala, pequeña y limpia, no reventaba de bañistas, lo que era de agradecer. Dos socorristas vigilaban que la gente no se metiera demasiado, pues las olas, altas como una persona, te podían estrellar contra las rocas que asomaban en medio. Carmen, que se oponía en principio a esa parada, disfrutó como una enana, así como Itziar. A Alejandro, el hombre, le preocupaba que nos tragara el mar, pues no había visto uno tan espectacular en su vida, y Sara quedó alucinada con las olas.

 
Sintra

Sintra

Y más Sintra

De paso a Sintra, parada obligada en el Cabo de Roca, el punto más occidental de la Península. Nunca habíamos entrado en esa ciudad, pues siempre que nos acercábamos a ella ya era de noche, uno de los mayores atractivos de Portugal, a medio camino entre estación balnearia centroeuropea y superproducción Disney.


Itziar, en un "robado", camino de Belém










Sara e Itziar en la Isla del Zújar


 
Lo más impresionante: el paisaje, esos bosques cerrados, de feraz vegetación, paraíso en el que se licuarían las quimeras de los románticos, auténtico microclima donde instalaban sus residencias de recreo las familias aristocráticas. Aparte de eso, Sintra es un auténtico muestrario del pastiche, de esa arquitectura amanerada, con sabor antiguo desde el mismo momento que se diseñaron sus mansiones.









Preparados para un infructuoso día de pesca en la Isla del Zújar
Al día siguiente, jueves, regresamos al Pantano, donde nos esperaban unos días de calor, aunque no tan sofocantes como los que dejamos al partir, transcurriendo las jornadas entre caminatas mañaneras, baños por la tarde y veladas nocturnas para aprovechar el pequeño descenso de la temperatura.

(Continuará...)

 
Los niños en la Isla del Zújar




Anochece sobre la playa de Orellana que, por segundo año consecutivo,
disfruta de bandera azul. Se lo merece

4 comentarios:

Carmen MdlR dijo...

¿Primera o segunda Alameda?... ninguna de las dos, querido, la foto está tomada desde el Molino del Capellán. :-)

Eduardo dijo...

Un buen relato de las vacaciones y una magnífica descripción de Lisboa. Leyéndola, casi me ha gustado más la ciudad que cuando estuve por allí. Saludos.

Rafael Santos dijo...

Excelente descrição da passagem por Lisboa, acompanhada de excelentes fotografias ;)

Anónimo dijo...

felicidades por el blog, me encanta el atractivo de su redacción, estuve recientemente en lisboa, caparica y Sintra, revivir el viaje y verlo con otros ojos siempre es enriquecedor, un apunte, donde poneis, " espectacular fachada en la Baixa"., se trata de la Fuente Chafariz el Rei, esta en la Alfama pero en la parte baja, ya que la Baixa empieza a partir de la rua conçeçao Vella . felicidades por el buen blog, un saludo; Jorge.