Finca "El Barranco". Navaluenga (Ávila) |
La reunión se venía preparando tiempo atrás, aunque los detalles, creo, se cerraron la última semana. Yo, al menos, desconocía los motivos de la convocatoria y el número de asistentes a la misma, y casi hasta el final tampoco sabíamos si podríamos acudir. Nuestro (mi) inveterado cansancio habitual, aderezado de nuevo con un encanallamiento de la hernia, y la acumulación de exámenes de Itziar, me hacían deseable la anulación de la “macroquedada”, posibilidad nada remota teniendo en cuenta las espantosas previsiones del tiempo. Sólo la ilusión de Alejandro, que estaba como loco por ir a una “casa rural”, me contuvo a la hora de adoptar la postura de un borrico en un cañaveral: inflexible e intransigente en mi negativa. Aunque tampoco creo que dicha contumacia hubiera servido de nada, pues Carmen es muy capaz de sacar fuerzas de flaqueza y embarcarse(nos) en cualquier empresa en las peores condiciones posibles.
Y aquel sábado 9 de marzo el tiempo decidió pactar una tregua con Marie y con Merche, las organizadoras del evento.
Hace más de doce años que nos conocemos, al coincidir esas interminables tardes en el patio del colegio de nuestros hijos, esperando de pie o mal sentados en un escueto poyete a que se cansaran de sus juegos y carreras, y no consideraran una afrenta inadmisible regresar a casa. Y a través de esos pequeños y comunes intereses que giran alrededor de los hijos, y que se agigantan cuando estos son únicos (o los primeros), se fue fraguando una amistad que, lejos de enfriarse con el cambio de colegio de Itziar hace cinco años, se fue consolidando con la celebración de los cumpleaños de los críos, que ya van camino de los quince años, y alguna comida o cena en fechas especialmente señaladas.
Esos cumpleaños tumultuosos que tenían lugar en el comedor del colegio, cuando se invitaba a toda la clase y allegados, prolongándose hasta cerca de las ocho de la tarde, momento en que, no sé por qué, comenzaba a sonar la canción de Anastacia que dice, más o menos: “All my life I’ve been waiting for you to bring a fairy tale my way…”, y había que recoger las mesas y todo lo que dejaban tirado por el suelo. “Left outside alone”, la canción de la americana que arrasó hacia el 2004, quedará siempre asociada a esas fiestas de las que tardé mucho tiempo en aprender a escaquearme, poniendo como excusa algún recado urgente que no podía esperar más.
Alrededor de esas mesas del comedor, (con las paredes cubiertas por carteles con mensajes edificantes -en la mesa y en el juego se conoce al caballero-, el olor a pizza que se escapaba de la cocina mezclado al de la emoción sudorosa de los niños que, siempre tan suyos, no hacían el menor caso a la merienda que les preparaban) se sentaban Merche y Marie, pocas veces Pedro y Rafa. Pero también han estado con nosotros en los malos momentos, cuando tanto se agradece que alguien nos brinde su apoyo desinteresado, su ayuda más sincera. Si con Marie el trato era diario, más que con Merche coincidía con su marido, Pedro, al que, no recuerdo muy bien por qué, le endosé el apodo de Tío Pedro cuando Alejandro era un bebé de meses y nos acompañaba, al volver de la guardería, un buen trecho de la calle Maqueda. Y con ese apelativo se ha quedado. A quien tardamos más en tratar fue a Rafa, la otra mitad del lobby parisinoleonés (sí: Marie representa el 50 %), que por cuestiones de horario tenía la suerte (o la desgracia, según se mire) de no hacer patio, ya que llevaba todas las mañanas a Adrián al colegio, al igual que hacía Merche con Gonzalo. Así que, en resumidas cuentas, el equipo titular de aquellas tardes de patio, solo suspendidas por la inclemencia del tiempo, éramos Marie-Adri, Pedro-Gonza, Vicente-Sergio, Maite-Fran y nosotros. Los nombro tal cual aparecen en la agenda del teléfono…
Toda esta tropa se conoce desde antes de cumplir los tres años. De izquierda a derecha: Gonzalo, Sergio, Adrián, Laura y María Florindo, Carolina, Itziar y Laura Cruces |
Como iba diciendo, el sábado amaneció con un tiempo más o menos estable, como si quisiera evitar que una borrasca enturbiara la reunión, al igual que lo hacía en el patio del Arcángel Rafael.
Una vista lateral del caserón. Detrás, la última planta del torreón |
Sobre la una salimos de casa, Alejandro enredado en un manojo de nervios, diana perfecta de las burlas de Sara, que gozaba repitiendo como un eco las preguntas atemorizadas de su hermano: “¿Sabéis ir?, ¿vamos a llegar a tiempo?, ¿seguro que no nos hemos perdido?...” Cogimos la carretera de los Pantanos hasta El Tiemblo, dejamos a un lado el Valle de las Iruelas (si cuadra, en otra ocasión hablaré de las dos veces que estuvimos en el embalse del Burguillo y por la tarde nos acercamos a Ávila a tomar café), y cuando llevábamos recorridos unos 110 kilómetros, llegamos a Navaluenga, donde la buena voluntad de unos chavales del pueblo impidió que nos perdiéramos, guiándonos hasta el camino sin asfaltar que en un par de kilómetros desembocaba en la Finca El Barranco, que así se llamaba la casona, rodeada por cuatro o cinco hectáreas de terreno en la cara norte del sector oriental de Gredos, nuestro lugar de reunión.
Por todas partes, agua |
Franqueamos la puerta a la finca y al fondo, a unos 500 metros de la cancela almenada, se levantaba el caserón. A orillas del camino se alineaban rosales y árboles frutales con sus yemas a punto de estallar. A nuestra izquierda, la piscina, y a ambos lados más frutales y mucha, mucha agua que se precipitaba veloz y caudalosa por tres o cuatro zanjas abiertas para aliviar la afluencia producida por el deshielo de las cumbres de Gredos. Porque a muy pocos metros se elevaban los riscos agrupándose, como haciendo un corrillo a la que más nieve exhibía en su cima. Lugar idílico a más no poder, donde sólo se escuchaba el rumor cristalino del agua, pudiéndose adivinar el frú-frú del aleteo de los buitres, allá en lo alto.
Gredos desde nuestra habitación |
Dejamos el coche en un lateral de la casa. En la parte trasera, una escalera estrecha y pina subía hasta la planta principal. Debajo de esa escalera, una puerta nos llevaba a la parte baja, una vivienda completamente independiente. Adosado al otro costado del edificio, un torreón cuadrado, de tres plantas, encerraba las dos grandes habitaciones reservadas a los chavales.. Subiendo la escalera se llegaba a la cocina, y de ahí se pasaba al salón, al que daban cinco dormitorios y el acceso principal.
Más Gredos, coronado de nieve y nubes |
El conjunto de la edificación y del entorno compartía las características de un pabellón de caza, un pazo gallego y la villa toscana (sin cipreses) a la que tan acostumbrados nos tienen las imágenes estereotipadas de aquella parte de Italia. Porque algo de cinematográfico había en todo aquello, con Pedro, Eduardo y José preparando, a nuestra llegada, una paella en un hogar bajo un techado de obra en medio del prado, seis o siete mesas alineadas, con una treintena de sillas alrededor, la cerveza y el resto de bebidas refrescándose en una fuente sobre la que manaba un potente chorro de agua helada. Y la interminable sucesión de presentaciones, con la impotencia que casi nos abruma al sabernos incapaces de recordar el nombre de nuestro interlocutor, pues los que ya nos conocíamos formábamos una gran minoría dentro del total, que se completaba, en un número superior a la veintena, con compañeros del trabajo, y amigos asturleoneses, de Marie, Rafa, Merche y Pedro.
En la entrada principal, dos ídolillos prerromanos, restos de columnas y alguna estela funeraria |
Con la ayuda del vino y del paisaje, se fue creando entre todos una camaradería, o complicidad que dirían los cursis, una atmósfera tan agradable que nadie sospecharía que era la primera vez que nos encontrábamos todos juntos. Pero el auténtico mérito de la creación de ese ambiente no recae verdaderamente en el alcohol ni en la geografía, si no en el buen hacer de los anfitriones, en esa bondad que desprenden Marie y Merche, en su disposición, siempre al quite de las necesidades de los amigos, así como en el espíritu campechanote y bonachón del Tío Pedro, pozo sin fondo de sabiduría antropológica, y en el humor inclasificable de Rafa, que uno muchas veces no sabe muy bien si va o viene…
Después de la comida, nos echamos a andar, muy de cerca vigilados por las alturas de Lanchamala y Gavilanes, los riscos de Miravalles y el Torozo. Con el temor de la lluvia, caminamos entre encinas y castaños, robles y mielojos, saltando charcos y arroyos que por doquier dificultaban el paseo. Y el cielo descargó por fin cuando llegamos a Navaluenga, y temimos por momentos que el Alberche abandonara su curso, saltando por encima de uno de sus puentes. Y regresamos al caserón, unos a pie y otros en dos coches escoba…
Otra vista lateral de la casa |
En mi opinión, el éxito de la reunión fue rotundo, un homenaje en toda regla y a satisfacción de todos. Y cada cual, en su fuero interno, tenía motivos que celebrar, como la salud (!sí, la salud¡), el trabajo, ver cómo crecen los hijos y te van dejando atrás (y con más canas)... Comprobar que, después de tantos años y de tantas vueltas que ha dado la vida, con la gente que ya no está con nosotros aunque sigue a nuestro lado de alguna manera, podemos responder a una llamada y reunirnos alrededor de una mesa, o frente a un hogar bien alimentado, para hablar y escuchar, reír y callar cuando es preciso, deseando detener el tiempo en esos instantes…
Gracias Marie y Merche
por haber contado con nosotros, por considerarnos parte de vuestras vidas.
2 comentarios:
¡Cuánto me alegro, Nacho, que la ilusión y la "locura" de Alejandro, y la indudable fuerza de Carmen os llevaran a Navaluenga!
Recorriendo el viaje con vosotros he vuelto a mi juventud temprana, cuando con un grupo de amigos (que aun lo siguen siendo)me escapaba algún que otro fin de semana a la casa de los padres de Juan.
¡Qué fría el agua del río! ¡Qué sensación de libertad adolescente! ¡Cuánto disfrutábamos!
¡Qué tristeza da el saber que ya nunca más volveremos todos juntos a Navaluenga!, pues el martes, fatídico martes, Lola, mi querida amiga Lola nos dijo adiós, en silencio, sin decir nada. Nos deja el corazón incompleto, falto de su alegría y su coraje.
Mis ojos y mi corazón lloran, pero mi alma está con ella allá donde esté (quizás esté en el cielo, bailando, como dice su pequeña sobrina. Y sus amigos, el grupo que iba a Navaluenga, nunca podrán olvidarla.
Hermosísimas y emocionantes esas palabras que has dedicado a tu amiga Lola. No me hace falta conocerla para darme cuenta, por lo que te ha inspirado, de su calidad humana y de la suerte que tuvísteis al disfrutar de su compañía. Un beso
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