Revisando el blog,
compruebo que llevo unos cinco meses, o más, sin escribir nada de política.
Parecería a simple vista que suscribo lo que está perpetrando el PP, o que
apruebo a pies juntillas las tácticas puestas en práctica por sus adversarios,
y por eso guardo un silencio cómplice con unos o con otros. Nada más lejos.
Sucede a veces que al
volcar toda nuestra energía en un trabajo determinado, ya salga este adelante o
no, llega un momento que acabamos exhaustos, agotados y tan saturados que nos
quema, y huimos de todo aquello que tenga algo que ver con lo que, para bien o
para mal, consideramos concluido. También, con frecuencia, se cruzan asuntos
que despiertan nuestro interés hasta el punto de abandonar el camino ya emprendido
para enfilar una senda cuyo destino último desconocemos. Y ese nuevo itinerario
nos entretiene y cautiva, porque en él todo está por descubrir. Y aunque
echemos la vista atrás para saber qué ha sido de lo que hemos desechado, cuesta
trabajo retomarlo, la misma pereza que provoca recuperar unas relaciones que,
cuando estaban en vigor, no eran lo suficientemente sólidas.

De cualquier manera,
nos ha tocado vivir unos tiempos en que todo es posible, sin excluir el
panorama más disparatado. En lo que ahora nos atañe, hemos pasado, casi sin
solución de continuidad, de una fe ciega, diríase sagrada, en la política y sus
gestores, a una demonización sin paliativos de la clase dirigente. No seré yo
quien defienda ni a una ni a otros. Las críticas que reciben, en mi opinión,
están mal orientadas, y son más suaves que las que tendrían que padecer si
estuvieran formuladas con criterio. Pero habitamos un mundo maravilloso en el
que todo se mezcla, lo real con lo imaginado, lo esperado con lo temido…; y si
esto tiene su encanto y su tirón en la poesía, en política genera confusión y
desmán.
Todos sabemos que el
amor y la guerra difícilmente se sujetan a reglas. En ellos todo está
permitido, pues son procesos orientados a la obtención de fines teóricamente
intangibles, inmensurables: el bienestar, el resarcimiento de afrentas reales o
fingidas, el honor, la tranquilidad o la venganza. La relación que ha mantenido
el español tradicionalmente con la política podría calificarse de amorosa, pero
en su faceta más tormentosa y patológica, con sus ingredientes de malos tratos,
infidelidades, mentiras y dependencia abusiva. “Tal para cual” se titulaba la
canción de Luz Casal (que, en parte, ha motivado estas líneas) donde se
narraban las dificultades en la convivencia de una pareja que cayó en picado al
formalizar su relación mediante un “contrato social”. Como esos amantes que un
día se tiran los trastos a la cabeza para, acto seguido, perdonarse con la
seguridad compartida de que el culpable de sus males es, necesariamente, un
tercero en discordia, así ha transcurrido históricamente nuestra relación con
la política.
Hoy, el agente
distorsionador es la gran banca (o las humildes
cajas). Quienes han malmetido con sus chismorreos, introduciendo el hedor
de la suspicacia, son las multinacionales y las instituciones europeas (con
Alemania a la cabeza, of course),
deteriorando la convivencia entre los españoles y la política que, aun con los
altibajos propios de un matrimonio ya mayor, discurría por unos cauces
adecuados a tantos y tantos años de vida en común.
Cuando se elimina la
razón en la interpretación de la cosa pública, pasa lo que pasa: en el fragor
de la pasión, se confunde al enemigo, proporcionando un balón de oxígeno al
verdadero responsable de nuestro tremendo estado de cosas. Esa percepción
desenfocada del entorno hunde sus raíces en las creencias difusas que informan
y amalgaman nuestra existencia. Si las creencias son frágiles e insolventes..
¿qué textura tendrán las ideas que puedan concebir? José Ortega y Gasset
escribió sobre ese feliz distingo entre creencias, especie de molde o
continente inherente al ser humano, e ideas, las herramientas que dichas
creencias fabrican para entender y dominar el mundo que nos rodea.
Independientemente de todas las connotaciones peligrosas que esta teoría pueda
arrastrar consigo, posee un mérito evidente, y nos facilita una clave para, si
no resolver, al menos enfrentarnos con mayores probabilidades de éxito al
problema que nos acucia.
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Si asumimos la libertad
del hombre, el respeto a su integridad y la fe en sus infinitas capacidades
para identificar y alcanzar por sus propios medios la felicidad, así como para
establecer las oportunas asociaciones con otros individuos con el fin de
obtener objetivos comunes…; si abrazamos con toda sinceridad dicha radicalidad,
estaríamos cimentando una creencia con tanta solidez que no tendrían cabida
todas las quimeras que han pululado por doquier, inspirando esas políticas tan
nefastas que nos han traído hasta el paisaje yermo y desesperanzado que hoy
habitamos.
Esas creencias frágiles
y difusas en que hemos crecido las últimas dos o tres generaciones, no obstante
su intrínseca debilidad, se han extendido como un virus malsano con asombrosa
facilidad. Como las arcillas expansivas sobre las que se edificaban muchos
bloques de viviendas, llevaban la marca de la muerte al instante de nacer.
Cuando el hombre, implícitamente, renuncia a ejercer la plenitud de sus
facultades, delegándolas en entidades superiores al individuo a cambio de una
falsa paz, entidades que, como los Estados, ostentan una inconfesada vocación
de metástasis, está renunciando igualmente a su condición de ser humano, poniendo el fin último de su
existencia, esa búsqueda incansable de la felicidad, con todos los medios y
recursos que ha conseguido allegar para su consecución, en manos de unas
terceras personas que no tienen porqué compartir, ni siquiera conocer, el
concepto de felicidad que alberga el individuo en cuestión.

Y como en esas parejas
repentinamente malavenidas, se suceden los reproches, las acusaciones mal o
bien fundadas, los donde dije digo, digo
Diego. Y toda una vida construida de
común acuerdo se tambalea, y lo que por ambas partes era aceptado con gozo,
ahora se torna insoportable. Y la propia institución, ese “contrato social”, su
misma esencia, es puesta en entredicho con una violencia no disimulada.
Las normas y las reglas
que nos hemos dado durante 200 años de repente pierden su valor. O, al menos,
eso parece, a tenor de las exigencias y protestas de una gran parte de la gente
que viene sufriendo de forma cada día más encarnizada los rigores de una crisis
que se empeñan en resolver los propios autores de la misma.

Sin embargo, me gusta
conservar cierto optimismo (¿anarquista a fuerza de liberal o liberal a fuerza de anarquista?), y creo que aún estamos a tiempo de enderezar la
situación, aunque el proceso va a ser largo y doloroso. Más de un siglo de
“mala educación” no se corrige de un plumazo. Pero disponemos de los
conocimientos y enseñanzas, de toda la historia acumulada que nos puede
facilitar las herramientas precisas para alcanzar ese objetivo. Está claro. A
estas alturas, a nadie se le puede ocultar que la montaña, esto es, la
política, es inamovible, que por mucho que elevemos la voz, como un grito en el
desierto, ella seguirá allí, impertérrita y sorda, alimentándose y
engrandeciéndose con nuestra energía, cada día más inaccesible y segura de sí.
Si la montaña no va a Mahoma, ¿cuándo sonará la hora de que Mahoma vaya a la
montaña?

1 comentario:
Interesante por lo inusual del planteamiento... entre anarquista y libertario (dicho sea "desde el cariño")...
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