miércoles, 15 de octubre de 2014

Resurrección de Lazar(ill)o






Si Carmen no quiere sacarle partido a su reflexión, lo haré yo: es lo malo que tiene no registrar adecuadamente las ideas que se nos ocurren, que viene cualquier mandria desocupado y se apropia de ellas sin el menor recato y disimulo. No es mi caso, que conste. Yo citaré, de hecho estoy citando, la fuente autorizada y, con un poco de suerte, le animo de esta manera a plasmar negro sobre blanco este y otros muchos pensamientos que comparte conmigo.

El asunto tiene enjundia, y como punto de abordaje de un análisis de la cultura resulta impecable y atractivo. Admitiendo que las cimas literarias y biográficas de un pueblo o comunidad son representativas y dicen mucho de aquellos que las produjeron y dieron cobijo, y del ambiente que respiraron y de alguna manera transmitieron generación tras generación hasta el día presente, basta con dar una vuelta por el panorama español para echarnos las manos a la cabeza y pedir asilo político a Liechtenstein.
Un puñado de ejemplos tomados de la literatura y de la vida real son suficientes para mover a una meditación convulsa y sobresaltada, pues nuestro Siglo de Oro, aquel en el que consciente o inconscientemente nos queremos ver singularizados y diferentes de los demás, parió nada más y nada menos que a Alonso Quijano, Celestina, Lazarillo y Cristóbal Colón. Obviamente, a muchos más. Pero si desgajamos estos cuatro pilares del edificio que conforma nuestra cultura, lo que quedaría de ella no sería más que un amasijo deforme e irreconocible, un monigote en el que no sabríamos (ni querríamos) vernos retratados.
Quijote, Celestina, Lazarillo y Colón que, aunque genovés de nación, su vida solo cobra sentido en nuestro suelo... Un loco, una puta, un golfo ladronzuelo y un visionario irresponsable.... Un zumbado que tenía a torteruelo a todos los que le rodeaban, una vieja bruja intrigante y aduladora que se lucraba explotando y estimulando los instintos más rastreros de la gente, y un constructor de castillos en el aire que, sin la más mínima certeza científica de la viabilidad de su proyecto, se embarcó en el mismo con el dinero de los demás y murió sin tener la menor idea del lugar al que había llegado.

Parece triste que cinco siglos no sean suficientes para que estos tipos dejen de encarnarse una y otra vez y regresen definitivamente a su mundo de fantasía y pesadilla, de cuyos ropajes literarios nunca se debieron desprender. Hoy, como ayer y como mañana, padecemos la resurrección del Lazarillo (!ay, el episodio de Lázaro y el ciego!) que, amarradito a otros espectros del mismo jaez, y sin ocultar sus aviesas intenciones, se pavonea por esta triste España con tremenda desfachatez y trompetería, adueñándose de carteras ministeriales, escaños parlamentarios, cargos directivos de partidos y sindicatos, consejos de administración, fundaciones sin fundamento, puestos de responsabilidad (para los que no están ni medianamente preparados) de pequeñas, medianas y grandes empresas públicas, privadas y mediopensionistas, donde sientan sus reales hasta hundirlas en el fango.

Ya va siendo hora de que los locos, las furcias, los ladrones y los carísimos soñadores dejen de manejar y alterar  el curso natural de nuestras vidas, y queden reducidos de una vez y para siempre a eso que los ingleses llaman lunatic fringe, ese fleco demencial, aislado y manejable que una sociedad sana es capaz de asumir y gestionar como un mal menor. 

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