jueves, 5 de mayo de 2016

Una novela para la tercera España (Elena Fortún. “Celia en la revolución”. Sevilla, Editorial Renacimiento, 2016.) Tercera parte


Gran Vía, bombardeada

En la conferencia pronunciada en la Fundación Juan March, Carmen Martín Gaite dice, como de pasada: “Elena Fortún ha matado a Celia para salvarse a si misma” Ese mundo cuyas normas se empeña en modificar la Celia niña, ya no existe; y su creadora, que cuenta con cincuenta años cuando le toca vivir ese nuevo escenario dislocado, renuncia a la protesta, reduciendo su papel al de mera observadora que narra lo que ve, agarrándose, en un principio, a la figura y a las excusas del padre (“Yo soy… lo que sea papá” (189)), más tarde a las de su amigo Jorge, (al que se llamará, también, “Don Quijote en la revolución”), hasta quedar desengañada de todo. En este sentido, destacan las figuras de las mujeres fuertes, como es el caso de Valeriana y Guadalupe, o de las jóvenes Fifina, Lydia y María Luisa que, con los pies en el suelo, intentan salir adelante, permaneciendo en un plano relativamente secundario los personajes masculinos, como el padre, Jorge, Juan…
Avanzada la novela, en Barcelona, Lydia hará un símil del que más adelante se apropiará Celia, comparando la sociedad con un hormiguero al que, por mucho que se desbarate, siempre consigue encontrar el camino:

“… Pues todo sigue igual… ¿No ves? Se revolucionan los soldados, los presos se echan a la calle, se cierran las escuelas, fusilan a la gente, no hay nada que comer… Bueno, pues al año y medio los niños van a los colegios, se come a la una, se compran guantes y cuellos planchados… [] En la puerta de casa había un hormiguero y tía Dolores le echó un cubo de agua… Allá se fueron las pobres hormigas nadando en el agua, y aquello debió de ser una catástrofe. Imagínate cómo correría el agua por dentro del hormiguero, por los dormitorios, y los salones, y las cocheras, y el salón de toillete, etc…. Bueno, pues al otro día por la mañana, el hormiguero estaba como si nada hubiera pasado… [] ¡lo mismo que nosotras! ¡Es inútil! No se puede acabar con las gentes organizadas a hora fija… A las ocho, a levantarse, a las nueve al colegio, a las doce a casa, a la una a comer..[]

-¡Ay, hija, qué atrocidad!” (227)

Como apelando a ese mundo femenino que comenzó a cuajar y a tomar conciencia a principios de siglo, Valeriana sentencia con la seguridad y el aplomo de los que siempre hace gala:

“a mí se me hace que toos los hombres juntos parlando de lo que no entienden, son los que arman las revoluciones… Las mujeres, unas mejor y otras peor, saben cómo arreglar su casa… Si los hombres tienen que arreglar el mundo, ¿por qué no los enseñan?, digo yo” (48)

En contraposición, el jardinero de la casa de Chamartín, dominado por la debilidad y la impotencia, no puede más que lamentarse:

“-¡Ni casi paece que pasara ná! [] ¡Y mire usté si pasa…! ¡Y cualquiera sabe quién tié la razón…! Los de las derechas y los de las izquierdas empeñaos en que tién la receta pa hacernos felices, pero en el entretanto a machacarnos los liendres a los que no sabemos ná de ná… Yo discutía esto con mis pobres hijos… y ellos me decían que no luchaban por ellos, que esta generación se tenía que sacrificar… ¡Cosas que habían oído en los mítines y en los discursos del centro!… Que luchaban por los que venían detrás de ellos…! ¡Mire usté qué necesidá tenían de ocuparse ellos de los que no han nacío aún…! ¡Ya ni siquiá nietos voy a tener…!” (140-141

Eduardo López Ochoa (1877-1936)

Sea como fuere, independientemente de quién tenga la razón o quién haya encendido la llama, ha estallado la revolución (en toda la novela, muy pocas veces se utiliza “guerra civil” para denominar a lo que está sucediendo), que define con gran ingenuidad la todavía inocente Celia hilvanando con los detalles que ve por la calle y lo que oye en las tórridas noches estivales de Madrid un tejido de precariedad y desazón:

“Por las noches oigo descargas y tiros aislados, gritos algunas veces, y carreras desatinadas que pasan debajo de los balcones y se alejan, dejando algo trágico en el aire.

-Esta mañana había tres hombres fusilados en esos desmontes de la esquina –me ha dicho tía Julia-. Yo no sé lo que va a pasar… Todo por no tener creencias ni fe en Dios []

¡Esto es la revolución! Yo me había figurado las revoluciones con muchedumbres aullando por las calles, hombres subidos a los árboles y a las farolas pidiendo cabezas; banderas y oradores que gesticulan en los balcones… Tal vez todo eso lo he visto en algún cuadro de la revolución francesa… Aquí hay silencio, polvo, suciedad, calor y hombres que ocupan el tranvía con fusiles al hombro... pero que en lugar de atacar parece que nos defienden de un enemigo misterioso y oculto debajo de la tierra… No se trabaja en las edificaciones ni en las obras de la calle…tal vez tampoco se trabaje en las fábricas… Los obreros se han ido a la sierra a luchar contra los fascistas o andan por las calles con el fusil preparado. ¿Quiénes son los que por la noche fusilan? Y ¿a quién fusilan?” (57-58)

Muy pronto verá de cerca la muerte y las reacciones que provoca su proximidad. Uno de los capítulos más logrados de la novela, “El Hospital Militar de Carabanchel”, se refiere a la estancia en dicho centro del padre de Celia, herido los primeros días de la guerra durante las escaramuzas en la sierra. Todos los días, al principio desde casa de la tía Julia y, poco después, desde el chalet de Chamartín, se desplaza nuestra protagonista en el tranvía que parte de la Plaza Mayor y que, atravesando el río por el puente de Toledo, termina su recorrido a pocos minutos de lo que es hoy el Gómez Ulla. En una ocasión, cruzando el Manzanares, presencia un espectáculo dantesco:

“-Hoy hay más de cien besugos.

Y todos se arriman

-¿Dónde? ¿Se les ve desde aquí?

-Ayer había doce.

-Yo no los vi.

La conversación se hace general. Comprendo, al fin, que se refieren a los fusilados de la noche.

Todos miran puestos en pie, y yo también me levanto a mirar… Sí, allí veo un montón oscuro… Distingo el blanco de las caras. ¡Cuantísimos, Dios mío!

-¡Bien muertos están! –dice una mujer gorda, cruzando sonriente las manos sobre la barriga cubierta con delantal a cuadros.

-Son fascistas… Chupadores de la sangre del pobre.” (60-61)

En el hospital de Carabanchel, desde donde “aparece a trechos el campo árido, amarillo y seco del que viene olor a rastrojos y también un repugnante hedor a carne putrefacta” (62), convalece de una enfermedad el General de División Eduardo López Ochoa. Es el 17 de agosto de 1936:

“…en el Hospital hay un general que se hace el enfermo para que no le maten… El otro día le querían sacar en una caja de muerto, pero estos son muy vivos y se dieron cuenta…

-¡Qué horror! ¿Y le matarán?

-Mira, hija, yo en esas cosas no pienso, porque si le das vueltas pierdes la alegría, y no, ¿sabes?, no.

[] Oigo decir unas palabras sueltas al pasar:

-¡Llevaba la cabeza en la mano!

-Se la lleva para que la vean…

-Era la cabeza de López Ochoa…

-¡Canalla, qué crimen hizo en Oviedo!

Se oye cantar a los grillos…el sutil viento de la sierra trae un olor nauseabundo al pasar por estos campos.

Me tiemblan un poco los pies al subir al tranvía” (67-71)
Cuartel de la Montaña

Elena Fortún no escatima detalles en la descripción de los paseos. En esta ocasión, al regresar de casa de María Luisa, que había sufrido un registro por parte de los milicianos, a consecuencia del cual es detenido uno de sus hermanos, a Celia le acompañan unos policías:

“Ya subimos hacia Serrano. Es noche de luna, veo el edificio del Albergue iluminado de luz azulada. De pronto el coche se para. El que conduce dice en voz baja al otro:

-Es mejor que no pasemos ahora. Van a dar el paseo a alguien.

De pie, veo un trozo de la tapia del jardín iluminado por los focos de carretera de un auto… Junto a la tapia se mueven varios hombres… luego solo queda una mujer vestida de negro… Su cara se confunde con el fondo iluminado… Súbitamente, una voz llega hasta nosotros: es la mujer que reza:

-Dios te salve, María, llena eres de gracia…

La descarga acaba con la voz y la mujer cae en dos veces, como un muñeco sin goznes…

Me dejan en la puerta, pero cuando voy a bajar, el ruido del motor de un aeroplano me hace levantar la cabeza. Casi al mismo tiempo, un estallido espantoso… y luego otro, y otro…

-¡Están bombardeando Madrid! –dicen.

-¡Era lo único que faltaba para empeorar las cosas…! ¡Qué desatino! Esta noche esos bribones van a fusilar a medio mundo” (99)

Más adelante, en la “colonia suburbana” de Chamartín, mientras hacían cola de madrugada a la espera de recibir algún alimento, pasa un vehículo transportando a una anciana que saluda:

“-Pues ella le ha dicho adiós a alguien, y se me hace que es doña Mariana, la cambista… ¡Menuda sanguijuela, la tal vieja! Y luego mucho ir a misa...- de pronto se da un golpe en la boca-. Anda, si está ahí la hija… en la cola… Es esa medio cegata que ni se ha enterao de ná… Pues me paece a mí que a la madre le iban a dar el paseo…

El corazón se me aprieta, y me duele, y me tiemblan las manos… ¡La madre decía adiós porque la iban a fusilar y la hija está ahí sin saberlo! ¡Dios mío!” (153)

Retrato de Laura de los Ríos. Con Celia e Isabel García Lorca
trabajará en el albergue de niños.


La frecuencia de los asesinatos supone un problema para los residentes en el Albergue infantil donde están alojadas, junto a otros niños huérfanos o cuyos padres están en el frente, las hermanas de Celia y un grupo de cuidadoras, de voluntarias que prestan allí sus servicios de forma desinteresada, entre las que figura Isabel García Lorca (hermana del poeta) y Laurita de los Ríos (hija del ministro Fernando de los Ríos).

“-Lo mejor –me dice [Laurita de los Ríos]- es cerrar las ventanas… y en la madrugada abriremos… cuando la hora de los paseos termine… Anteanoche un pobre hombre pedía socorro cuando le iban a fusilar… ¡Es horrible! Se despertó un niño aterrado… No todos tienen el valor de morir en silencio” (106)

Además del horror de la muerte (la fiel Valeriana protestará: “… a toos los afusilan por esto o por lo otro” (79) o “-¡Tiros!... Siempre tiros… No saben hacer otra cosa más que matar…” (83)), Elena Fortún recoge las reacciones que provoca en algunas personas:

“-¡Lechuzas! Corred, corred a ver los muertos… ¡Qué mujeres, que tienen que meter el cuezo en todo!

-¡Esta noche ha habido una escabechina! –dice el hombre que está sentado frente a mí [en el tranvía]-. ¡Menuda escabechina! Y es lo que tié que ser… Cuanti más bombarderos y más obuses vengan hacia acá… pues más zafarrancho se va a armar. Ya parecía que se estaba calmando too, y ahora otra vez. Van a sacar a toos los de las cárceles o checas, o lo que sea, y no va a quedar ni uno… Ellos se lo están buscando… ¡Mirad, mirad allí! ¡Otro besugo en la cuneta!” (118)



Hospital Militar de Carabanchel




Cuarta parte
Quinta parte
Sexta parte


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