“Celia en la revolución”
no es ni más ni menos que la vida de Celia Gálvez durante la guerra civil,
narrada en primera persona y de forma básicamente dialogada. Alcanza en la
brevedad de la descripción de lugares, situaciones, emociones y sensaciones
altas cotas de expresividad y de lirismo, rayando a veces un tremendismo poco
común, teniendo en cuenta la trayectoria anterior de su autora. Ese mismo
dominio se deja ver en el manejo de los diálogos, bordando diferentes registros
sin caer en esos largos periodos tan tentadores teniendo en cuenta la temática
tratada. Se puede decir que nos encontramos ante una novela básicamente
dialogada y el acierto de la elección da el tono de una novela que no pretende
adoctrinar, sino dar fe y testimonio. A lo largo de poco más de trescientas
páginas, recorremos los entresijos de la retaguardia republicana, teniendo como
escenario Madrid, Valencia y Barcelona, con una breve estancia en Albacete, las
tres ciudades en las que vivió Elena Fortún durante la contienda antes de
embarcar hacia Francia en marzo de 1939. Habla de lo que conoce, no de oídas;
es una novela vivida, como podremos comprobar.
Tras la sublevación
triunfante en la ciudad de Segovia, donde vivía Celia con sus dos hermanas
pequeñas (Teresina y Fuencisla) en casa del abuelo materno (Juan Antonio), de
ideas republicanas, apresado y fusilado casi de inmediato, Valeriana, la
sirvienta siempre fiel, decide huir una noche, a escondidas, con las tres niñas
hacia Madrid, a lomos de una mula y con lo puesto, para reunirse con el padre,
militar de alta graduación fiel al Gobierno.
La llegada a la capital el
25 de julio, a los pocos días de la toma del Cuartel de la Montaña, supone el
primer contacto directo con la auténtica realidad. Hasta entonces la revolución
se había reducido a un viaje pintoresco,
de cinco días de duración, durmiendo al raso, sintiendo a lo lejos los
“fogonazos y los gritos” que llegaban como un “ruido apagado” (44), sin conocer
hasta pocos días después el desdichado final del abuelo. Pero al desembocar en la
Plaza de España, después de subir la Cuesta de San Vicente, el grupo recibe la
primera impresión:
“- Mu puerco está esto pa
tener la capital tanta nombradía -dice [Valeriana] gravemente. Es verdad. Los
árboles de la plaza están como si hubiera pasado por ellos un huracán, y el
suelo cubierto de ramas rotas, de hojas caídas, pero no secas -¡estamos en
pleno verano!-, de papeles, de libros y de pedazos de plomo. Tomo uno y me lo
pongo en la mano.
-Es una bala.
-¡Suelta eso!- dice
Valeriana asustada” (52)
La sensación de que ha
“pasado un huracán”, lógica en una niña de 17 años, perteneciente a la
burguesía madrileña y que hasta entonces había tenido una vida confortable y
muelle, la percibe no solo en el aspecto de las calles (“Preciados está
levantada y los raíles del tranvía al descubierto…” (53)), sino también en las
gentes, en la forma de narrar, por ejemplo, lo sucedido en el Cuartel:
“… Murieron
achicharraítos como chinches… a algunos los arrastraron por aquí.
-¡Pobres! –se lamentó
Valeriana.
-¡Qué pobres ni que ná!
Cochinos, digo yo, que se beben la sangre de los pobres.
-Pero ¿cuáles tienen
razón? –preguntó Valeriana.
Y Teresina y yo atendemos
también, deseando ponernos del lado de la justicia.
-¿De dónde sale usted,
señora? –pregunta con sorna la otra mujer-. El pueblo es el que tié razón…”
(52)
Los coches que circulan
“desatinados, como manejados por quien no sabe”, por cuyas ventanillas asoman
cañones de fusil; el tuteo generalizado, los hombres y mujeres con la “cabeza
al aire”, las tiendas con los cierres a medio echar… “¡Si me encontrara a
alguna de mis antiguas compañeras del Instituto! Debo parecer una obrerita con
su madre que viene del pueblo. Y no sé por qué me pongo colorada” (54), todo
nos va introduciendo en una atmósfera irreal que se completa en casa de tía
Julia, en Goya, donde esperaban encontrar a su padre:
“Tu padre es un loco y
esta mañana se ha ido a la sierra con la escopeta de caza de Gerardo. Dice que
por allí andan los fascistas… ¡Quién le meterá a él en lo que no le importa…!
hubierais hecho mejor en quedaros en Segovia donde todo está tranquilo y mandan
las gentes de orden... Don Juan Antonio estará asustado sin ustedes.
-El señor ya no nos
necesita –dijo Valeriana sordamente-. Lo han afusilao.
-¡Dios mío!
Teresina me tira de la
falda y me mira con sus ojos redondos como interrogándome.
En estas primeras páginas
de la novela convergen las líneas maestras de la trama, dirigida a la búsqueda
de las hermanas de Celia cuyo albergue, después de trasladarse de Madrid a
Valencia y de allí a Barcelona, se ha instalado en Francia, y a la
reunificación de la familia en torno al padre. Constituyen el esqueleto de la
misma que se irá encarnando a lo largo de la narración, por eso me he extendido
tanto. En ellas ya se perfila el sentimiento de abandono de la joven Celia, la
incomprensión de lo que está sucediendo, la ruptura de un ámbito familiar y, no
es exagerado afirmar, moral que hasta entonces parecía inquebrantable,
provocando un distanciamiento respecto a cualquiera de los bandos en liza, por
mucho que intente, por simple lealtad filial, tomar partido.
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