viernes, 18 de febrero de 2022

Noche de pandemia

El tres de marzo de 2020 publiqué mi último trabajo en este blog. Por entonces, se abría para nosotros un mundo de posibilidades que quise simbolizar en una Gran Vía cosmopolita y brillante, y un edificio que acababan de reabrir después de una reforma que parecía no tener fin. Tanto en lo personal, como en lo profesional e intelectual, encaraba ese mes de marzo entrante cargado de buenos presagios. Apenas diez días después, el universo se paró, se detuvo de golpe, y con él quedaron emplazados sine die, suspendidos, cuando no arruinados y eliminados, millones de proyectos vitales, embarcados todos nosotros en un "eterno domingo", como llegó a afirmar un miembro del Gobierno. Pues bien, una noche del mes de abril tuve un sueño que plasmé tal cual en mi cuaderno pocas horas más tarde. Ese bloc nunca dejó de acompañarme. Pero ahí se quedaron las últimas cuatro o cinco páginas emborronadas calamo currente, paralizando desde entonces cualquier pretensión de escribir. Hoy, en un intento de desbloqueo (o exorcismo), lo transcribo tal cual lo viví, con unas mínimas modificaciones respecto al original

My little girl / drive anywhere / do what you want / I don't care / tonight / I'm in the hands of fate / I hand myself / over on a plate... / Sweet little girl / I prefer / You behind the wheel / and me the passenger
("Behind the wheel". Depeche Mode, 1987)





...desconozco cómo llegué ahí, abandonando el calor del lecho, sin alterar el plácido y profundo sueño de Carmen y de los niños, atravesando las sombras y el silencio espeso de la madrugada, pero con una levedad inusitada, como si mi consistencia fuese gaseosa, me encaramé de un salto en el frágil alféizar del ventanal, sin necesidad de subirme a la mesa donde Teo y Dido, sentados cada uno en un extremo de la misma, respetando el portátil y los papeles de Carmen, y mi cuaderno Miquelrius, observaban las evoluciones de un helicóptero de la policía que apuntaba con potente foco algún punto indeterminado del barrio, quietos, inmóviles, las orejas muy tiesas, como al acecho, dispuestos a saltar sobre una presa imaginaria pero indiferentes a mi proeza gimnástica, inmutándose solo mínimamente cuando alargué con desmesura mi brazo derecho para cerrar el cuaderno y salvarlo de la voracidad papirófaga de Dido, auténtica máquina trituradora de papel, protegiendo las últimas anotaciones, la letra del "Lascia ch'io pianga", deja que llore mi cruel suerte, el Händel arrebatado que ambientaba algún documental sobre el Palacio de Boadilla y el mundo del Infante D. Luis, y ajustándose mi altura a la del ventanal, sin recurrir a contorsiones ni encogimientos, sin padecer el vértigo que los quince metros que me separaban del suelo de otro modo me paralizara, formando una cruz con mis brazos, aspiré la fragancia de la noche oscura, y tanto me llené de su embrujo que me confundí con el aire, y desdibujando mi perfil en un delicado proceso de simbiosis con el entorno, mezclados de forma embriagadora los conceptos de tiempo y espacio, henchido de emoción y seguridad en mis escasas habilidades en la técnica del vuelo libre, me lancé al vacío, cayendo en picado a una velocidad pasmosa hasta que, a punto de estamparme contra el banco del jardincillo, arrestado con una cinta de plástico por orden de las autoridades municipales para evitar reuniones y su corolario de contagios de un virus tan desbocado como desconocido, rectifiqué mi singladura atraído por una fuerza invisible, cogí altura, notando en mi rostro el verde arañazo de la hiedra que trepa tapizando el talud salvador del desnivel que separa el parquecillo trasero de nuestro bloque de las vías del Metro, y ya por encima de los hangares, ganando unos metros más, planeé sobre la Avenida de los Poblados y el extenso centro comercial dormido, con sus bóvedas y grandes masas cuadradas que le dan ese raro aspecto de templo antiguo donde se adora a deidades desconocidas, y en su costado meridional, barrí de un vistazo la moderna y rutilante Calle Guareña, no mucho tiempo atrás animada por sus bares, cervecerías y restaurantes que desplegaban por la acera sus terrazas tan concurridas en las noches templadas, ahora desierta, triste, deshumanizada, las flamantes urbanizaciones apagadas, con sus jardines interiores y sus piscinas clausurados, extendidas hasta el enorme polideportivo de Aluche indefinidamente cerrado, que semanas atrás daba servicio a  esos barrios que ahora discurren por debajo de mí a medida que me aproximo a la carretera de Extremadura, y tomando su tantas veces transitado trazado como ruta involuntaria, me dejé llevar sobrevolando Parque de Europa, Cuatro Vientos, San José de Valderas, la enormidad de Alcorcón unida sin solución de continuidad a la de Móstoles, sus polígonos industriales y centros comerciales, Arroyomolinos y la bajada al Guadarrama, escenario no muchos días atrás de atascos monumentales, cuando se ponía en juego la paciencia y los nervios de aquellos que huían en estampida de la colmena de Madrid y ahora ven pasar el tiempo encerrados en sus ergástulas, resignados o convencidos de la necesidad de su gesto, de cualquier forma atemorizados, renunciando de forma acrítica a la sensación de libertad que proporciona superar con un ligero planeo Navalcarnero, Valmojado, Maqueda, las inmensas llanuras que se suceden hasta fundirse con el paisaje más accidentado que nos anuncia la proximidad de Talavera, la vega del Alberche, dehesas de encinas y alcornoques por las que un día imaginé perderme, Montes de Toledo a la izquierda, Gredos a la derecha, pero estoy flotando, brazos en cruz, piernas separadas, todos los músculos del cuerpo relajados, indefensos, al igual que cuando hago la `plancha sobre las olas suaves de un mar en calma y me abandono a su movimiento caprichoso, pero no es agua lo que me sostiene, es puro aire, o esa materia indefinida que nos envuelve en el sueño, y boca arriba, con mi cabeza como proa abriendo camino, las ondulaciones de la montaña toledana desfilan a la diestra mientras que a la siniestra, con su perfil dentellado, altivo y orgulloso, se pierde Gredos hacia las tierras de Ávila, y en la noche negra se derraman destellos por su ladera, y de niño pensaba que un dios burlón había dejado caer, esparcida como simiente rutilante por mano de sembrador experimentado, cientos, miles de lucecitas parpadeantes, pues no otra cosa eran esos pueblos a los que, a lomos de mi fantasía, años después me dirigía sin un plan preconcebido, ¿por qué no?, dar un volantazo, abandonar la calzada y enfilar cualquier camino, no hay prisa, ¡desbaratemos la idea inicial!, la posponemos, nos perdemos por esos pueblos que con sus bonitos nombres y sonoros apellidos escalonan la sierra, seguro que las fachadas de sus casas se engalanan con tiestos y flores de colores y por el centro de sus calles aún empedradas corre el agua fresca y limpia, susurrante y cristalina, pero nunca lo hice y ahora me arrepiento, como tampoco me atreví jamás a seguir las indicaciones que, alrededor del embalse de Cíjara, invitan a tomar una carretera en muy mal estado que, auténtica aventura, desemboca un centenar de kilómetros después en Navahermosa, o ascender un poco después, sorteando infinidad de curvas, pendiente de no salirme de la carretera mientras atisbamos al atardecer los ciervos y los jabalíes que bajan a la orilla del embalse a saciar su sed, a ese pueblo de nombre tan sonoro: Minas de Santa Quiteria, en otra ocasión será, siempre posponiendo pequeños proyectos, primeras intenciones, emplazando a un futuro incierto huidas y escapes inocentes, depende de nosotros, tiempo habrá, total, dos horas más en llegar a casa no va a ninguna parte, pero ya no está en nuestras manos, y me invade una sensación de tristeza, y a medida que mi cuerpo o ese otro yo que me usurpa se desliza a escasos metros sobre el nivel del suelo, me empapo de melancolía y nostalgia de lo que en su momento pudo haber sido y no fue, atrapando fogonazos de plenitud considerados como tales solamente en la distancia, momentos invocados, instantes ordenados por grados de intensidad, por la huella que en mí dejaron, convertidos por su impronta en lugares amenos, espacios que frecuento cuando persigo seguridad y sosiego, al pairo de vaivenes y temblores, de ruidos, seísmos y amenazas, solo lo efímero perdura: la llegada al Pantano una luminosa tarde otoñal con mis padres, los tres solos y la calle desierta, las hojas caídas de los plataneros arracimándose a los pies de los setos de arizónica  tras el paso de una borrasca, espesas, cargadas nubes cabalgando hacia el crepúsculo dejando entreabierta esa ventana de luz que todo lo incendia, sol al poniente, agua al saliente,  aroma de tierra mojada impregnándolo todo, instantáneas de imposible datación que me afano en dibujar una y otra vez, revivir esas sensaciones de lasitud, de refugio protector de la lluvia que anuncia su vuelta, al abrigo del mundo o en él inmerso o inventado o soñado, ¡qué más da!, ya ni sé qué es más real, salir de un bar del centro embriagado por las combinaciones baratas y el soberbio narcisismo de los veinte años, cuando pensamos que todo es posible, que está al alcance de nuestra mano por el solo hecho de proponérnoslo, una ráfaga de aire frío me revuelve el flequillo al salir del local, las farolas derraman una luz amarillenta y espesa, llueve, siempre llueve, y el asfalto refulge, y los neumáticos de los coches, al rodar sobre los charcos de la calzada, entonan una melodía calmante, como el de las olas en su vaivén arrastrando las piedrecillas en una estrecha e infinita playa bajo el blanco sol de mediados de septiembre, y esos sonidos, esos olores, inundan espacios que acostumbro invocar en momentos huérfanos, son siempre los mismos, el perfume de una mañana de primavera avanzada, cuando el sol comienza a caldear los arbustos y flores, esparciendo robustas oleadas entre dulzonas y frutales, la frenética y chillona algarabía de los vencejos en sus vuelos enloquecidos, casi suicidas, audaces aproximaciones a las fachadas de ladrillos, preludio de las últimas jornadas escolares, anuncio de vacación y lenta procesión de interminables horas muertas en la terraza de la casa de mis padres, toldos bajados rozando casi los geranios, la pista vacía en el sopor de la siesta canicular y hacia arriba, al final de los últimos bloques, los desmontes tapizados de chabolas que se suceden sin solución de continuidad hasta el perfil neoyorquino de la exagerada mole del Hospital Militar Gómez Ulla, altura insultante y desmesurada, de cualquier forma desconcertante, ascenso arrogante y lejano plantado en un Carabanchel que, en mi infancia, se me antojaba otro mundo, como los restos que a mis espaldas aguantaban impávidos el peso y paso de los años, apenas tres paredes con manchones de alicatado en ruinas, cobijo de ratas y basura, abrigo de mendigos, mudo testimonio de lo que fue una vivienda en la cima del terraplén que desciende hacia la pista, bajar por él arrastrando el culo, sin calibrar el peligro de aterrizar entre las ruedas de alguno de los vehículos que circulan por la vía, una y otra vez, azuzados por la atracción que ejerce en los niños lo prohibido, pantalones rotos, piernas arañadas, salpicadas de mataduras, greñas alborotadas, sucias de polvo, arena y sudor, sentados a la tímida sombra de esos tres muros astrosos que en mi ya por entonces morbosa imaginación se mantenían como fruto de un bombardeo durante el asedio a Madrid, esa ciudad que, superado el océano de miseria controlada en su fachada sur, se extendía delante de nosotros de forma anárquica e insolente, hermosa en su desorden, rutilante con los destellos que el sol de poniente arrancaba de su metal y cristal, y entonces creía adivinar el mar, necesariamente el mar tenía que estar detrás de estas apretadas filas, preludio de mar imaginado muchos años después en Atocha y hace unos meses reconstruido mientras convalecía en una cama del Hospital Clínico, un mar al que solo se llegaba tras largas horas de viaje en coche, los siete apretados en un Seat-1500, las ventanillas bajadas, madrugadas sin fin atravesando oscuridades entre paradas en gasolineras cerradas, perfume de adelfas, concierto de grillos, soledad en torno, luces mortecinas que nos acompañan hasta un escenario final de palmeras alineadas a las afueras de Santa Pola, zona de obras, apartamentos de reciente y compulsiva construcción, primera y última vez que, con la excusa de la abuela, compartimos el alquiler del piso que la tía Adela tenía por costumbre arrendar el  mes de agosto, larga caminata hasta Playa Lisa, ni una triste ola, mi padre nos llevaba a Guardamar para bañarnos en un mar auténtico, se mezclan los años en mis recuerdos y, en el vuelo, aumenta la sensación de vértigo y zozobra, imposible poner orden, sistematizar la barahúnda de momentos evocados, justificar la preeminencia de unos sobre otros, rastrear el porqué de esa vívida presencia que tanto me acongoja: la llegada al Pantano, los bares de mi primera juventud, una playa de Granada o Almería, el terraplén de Caramuel o Santa Pola, situaciones que no guardan relación unas con otras pero aparecen estrechamente imbricadas poniendo en riesgo la seguridad del vuelo, provocando remolinos y turbulencias, no voy a llegar jamás, ¡y barrunto que estoy tan cerca!, porque ya he dejado atrás Trujillo, la Sierra de Lares y sus casonas desperdigadas a la sombra de jaras, encinas y olivares que ascienden por la ladera, sucediéndose, en una suave transición hacia el valle, Herguijuela, Conquista, Zorita, dando paso al llano y, desde Madrigalejo, con el Macizo de las Orellanas o Sierra de Pela al fondo, veo o siento o imagino, ya no lo sé, una lucecita a lo lejos, un resplandor, una ceja abierta en el cielo que me llama, mi amor es mi peso, por él voy donde quiera que voy, verdes colinas suavemente perfiladas contra un firmamento que comienza a encenderse surcado por espesos nubarrones de panza grisácea y lomos blancos, algodonosos, mecidos ligeramente por encima de mi o de quien esto escribe, y comienzo a recordar con total nitidez y claridad que un día, en los primeros pasos emocionados de nuestra vida en común, cuando el amor nos lleva en volandas y nos consideramos poderosos frente a un mundo hostil, Carmen y yo fantaseamos con que un día fueran aventadas allí nuestras cenizas, entre amargas retamas y afilados dientes de perro, sobre una hierba fresca bañada de rocío, con el rumor de las esquilas de fondo y, en lo alto, enormes pajarracos flotando en el aire, dibujando círculos cada vez más amplios, el aliento de la mañana sobre mis mejillas, y lo demás, silencio insondable, ¡qué bien se debe estar así!, lejos de todo cuando ya nada importe, sin dolor y sin peso, ahora lo veo, era el lugar escogido, una garganta producida por la erosión donde se cruzan dos o tres cerros que contemplan desde lo alto el paso del Almorchón en su esplendor de primavera lluviosa, rumor lejano como de arrastre de piedras y barro, veo también la carretera que zigzaguea en esa maraña de lomas que rompen la monotonía de la estepa, y llega hasta mí un lamento apagado que pugna por hacerse oír escondido en la maleza, maullido de gato, llanto de niño, gemido lastimoso de animal herido que me derrumba y me hace renquear perdiendo altura, inundados mis ojos de lágrimas, mi pecho comprimido por la angustia y la ansiedad, y ese ruido alrededor, frufrú de plásticos que rozan unos con otros, estoy cayendo, cayendo, cayendo cada vez más cerca del suelo hasta despertar bañado en sudor...



martes, 8 de febrero de 2022

Jean Baptiste Verdussen I, 1625-1689

 


Gonzalès Frans van Heylen (Amberes, 1661-1720) es el autor de esta marca tipográfica que encierra una enorme carga simbólica en torno al amor (el propio lema –“signum amoris”-, los amorcillos...) que posibilita la abundancia (frutos), y la lealtad, fidelidad, fertilidad, respeto y cariño de los hijos hacia los padres, y ayuda mutua personificadas en la pareja de cigüeñas.

Esta imagen la encontramos, entre otras muchas, en la obra que compartimos hoy:





Lazari Riverij, consiliarij medici ac professoris Regij, necnon Regiorum in Universitate Monspeliensi medicine professorum Decani, opera medicaq universa quibus continentur I. Institutionum medicarum, libri quinque II. Praxeos medica, libri septemdecim III. Observationum medicarum, centuriae quatuor. Quibus accedunt observationes variae ab aliis communicatae, itemque observationes infrequentium moroborum, ac denique ipsissima arcana Riverij plene revelata. Omnia non tantum ab ipsomet authore ultimo revisa, emaculata, locupletata, sed etiam a Johanne Daniele Horstio adornata, necnon a Joh. Facobo Doebelio recensita. Nunc vero singula peculiaribus suis indicibus illustrata. – Antuerpiae : Apud Viduam JoannisBaptistae Verdussen, via vulgo Cammerstraet, sub signo duarum circoniarum, MDCLXXXIX

Curiosamente, la imprenta que sacó a la luz este libro se encontraba en la calle Cammerstraet, de Amberes, "sub signo duorum circoniarum", junto a una escultura que representaba a una pareja de cigüeñas

Gracias a Zanna Van Loon, historiadora del libro y líder del proyecto STCV.Bibliography of the hand press book, “base de datos de acceso abierto de descripciones bibliográficas de los primeros libros modernos impresos en Flandes (BE)”, conocemos el nombre de la viuda de Jean Baptiste Verdussen (1625-1689): Sara Anna van Wessenbeeck, que se hizo cargo de la imprenta familiar.






Esta saga de impresores la inauguró Hieronymos Verdussen a mediados del siglo XVI y finalizó con Hendrik Peter Verdussen (1778-1857).

Lo prolongado de la dinastía justifica, tal vez, la clara alusión en esta viñeta tipográfica a las bases que aseguraban la continuidad empresarial dentro del núcleo familiar, pues tradicionalmente se atribuye a esta ave, a la cigüeña, una natural inclinación a la gratitud hacia sus mayores, como nos recuerda Sebastián de Covarrubias Orozco en Emblemas morales (Madrid, 1610), con la necesaria cita de Ovidio: "Leve fit, quod bene fertur, onus" ("Se hace ligera la carga que se hace soportar, Los amores, Libro I) :

"Verguença avia de tener el hombre, de que los brutos le enseñen lo que la razón pide, y Dios le manda, no sin retribución temporal, ultra de la eterna. Sustenta la cigueña a sus viejos padres, pagando la solicitud y cuydado, que ellos tuvieron en criarla, traeles al nido la comida, y sacalos sobre sus espaldas a espaciar por el ayre sereno, y esle muy liviana esta carga, por la voluntad con que la lleva, y esto nos representa la figura" ("Centuria II, h. 189, emblema 89)






Terminamos haciendo mención a dos de los propietarios del ejemplar que hoy se conserva en la Biblioteca Histórica de la Real Academia Nacional de Medicina de España

Por Gregorio sabemos que el precio del volumen, en 1694, ascendía a 60 reales de vellón


Por último, en una fecha desconocida, entre 1733 y 1761, José Ortega Hernández (1703-1761) regaló este libro a la Real Academia Médica de Madrid, de la que fue uno de sus fundadores en la botica de la Calle de la Montera





martes, 3 de marzo de 2020

Cumpliendo ilusiones


A Carmen, siempre.

Vista nocturna de la Gran Vía desde una de las terrazas de la habitación 2028 del Hotel Riu Plaza de España


Sucede a menudo que lo no vivido se me hace presente de tal modo que, en virtud de unos extraños mecanismos, puedo reconstruir sus perfiles, trazar un plano con sus detalles e iluminarlo todo con esa luz que cada uno de nosotros irradia sobre lo que considera propio. Si tuviera que remontarme a los orígenes de esta “facultad”, que en no pocas ocasiones resulta ser un doloroso defecto, me veo de niño asistiendo como espectador no invitado, a veces incómoda presencia, a las conversaciones de los mayores, intentando desentrañar el sentido de sus gestos y ademanes, de sus pausas y silencios, el significado de aquellas palabras cuyo alcance se me escapaba pero que transmitían alegría o sufrimiento, serenidad o angustia. De cualquier forma, podía llegar a asumir como mías esas historias, padeciendo o gozando las circunstancias descritas en esas narraciones a las que, prudentemente, fingía no prestar la menor atención.





La cosmogonía infantil, edificada sobre los cimientos de una imaginación no pocas veces morbosa, a base de retazos de diálogos, interesadas tergiversaciones y recuerdos compartidos o robados, necesariamente acaba siendo contrastada con todo aquello que rodea al niño que fuimos, experimentando ambas, memoria y realidad, importantes matizaciones y trasvases de información. Creo que ahí radica la base del conocimiento primero, ese que nos permite encajar en el mundo que gira a nuestro alrededor y proyectarnos al futuro sin perder de vista el lugar de dónde venimos.




La nostalgia de lo que no se ha conocido es un recurso al que debe acudir el historiador, enriquece al poeta y, transformada en melancolía enfermiza, resulta letal en el político. Por lo demás, no deja de ser balsámico en algunos momentos, como el que me ocupa.




La entrada en escena de la generación de mis padres, esos años 40 y 50 que tantos imaginan en un triste y apagado blanco y negro, yo los percibí siempre a pleno color, con las tonalidades inherentes a una juventud, la suya, que sufrió en su primera adolescencia, y en carne propia, los crueles zarpazos de una guerra terrible para todos, pero que encaraba un futuro siempre incierto con unas dosis de optimismo, alegría, vitalidad y esperanza que envidiaríamos muchos de nosotros. Gracias a las fotografías que dormitaban en esos álbumes que de tarde en tarde visitábamos, de los objetos personales conservados (ropa, complementos…), de las anécdotas familiares que salpicaban sus historias, historias y anécdotas tantas veces repetidas, iba poniendo en pie una vida, la suya, de la que, en cierta medida, me consideraba (y considero) uno de sus depositarios y guardianes.





Sus interminables años de noviazgo, larga demora debida a la falta de vivienda que, entre otras cosas, caracterizó la precariedad previa a la etapa del desarrollismo, quedó inmortalizada por mi padre en las numerosas fotografías que conservamos de ellos. Recuerdo ahora una, fechada en 1947, que un tercero tomó a los dos paseando por la calle Bailén. ¿Paseando? Puede que mi padre acompañara a mi madre a su casa, en la calle de San Isidro, de vuelta del trabajo que compartían ambos en el las oficinas del Sindicato del Papel, en el edificio del Palacio de la Prensa, en la Gran Vía. Él, más bajito que ella, no para de hablar mientras camina por la calzada; ella, más alta que él, habiendo renunciado ya a los tacones, andando por la acera, parece ajena a su perorata. En otra instantánea, mi madre posa de perfil, en algún punto de la confluencia de las calles Ferraz y Bailén, con un vestido blanco de tirantes y (creo, ya me falla la memoria) un pañuelo en la cabeza. A sus espaldas se puede ver la “Torre de Madrid” en construcción e, imponente, el flamante y rutilante “Edificio España”




Calles de Ferraz, Bailén, Plaza de España, Gran Vía… Para un niño de barrio como yo, criado al otro lado del Manzanares, en un ambiente y entorno controlados donde cada cosa estaba en su sitio, siempre los mismos comercios, las mismas caras de los vecinos y de la gente con la que te cruzabas por la calle, idénticas rutinas de horarios y hábitos, el respetuoso silencio de la siesta y el más largo y profundo de la noche, para mí, digo, el centro de Madrid ejercía una poderosa atracción. La espontaneidad, la aparente ausencia de normas, la libertad con la que se movía la gente por la calle, entrando y saliendo del metro, de grandes almacenes y modernas cafeterías y restaurantes, el constante y ruidoso fluir de coches, motos y autobuses resultaba fascinante.




Más o menos a los once años, cogí el autobús sólo por primera vez, sin la preceptiva compañía de adultos, con mi amigo Arturo, para ver “El libro de la selva”, que ponían en el ya desaparecido Cine Imperial, de la Gran Vía. Y debió ser por entonces cuando, ahora no recuerdo con quién, nos colamos en el Edificio España con el objeto de vender unas papeletas. Las lámparas suntuosas del vestíbulo, el mármol verde que cubría sus paredes y los dos monumentales relieves que lo adornaban, le daban al conjunto un empaque propio de otros tiempos, rebosante de glamour y elegancia. Mezclados en la marea de los huéspedes que entraban y salían del Hotel Plaza, de los empleados de las numerosas oficinas y agencias de viajes que albergaba el edificio, y de los vecinos del mismo, alcanzamos uno de los ascensores sin que nadie se percatara de nuestra presencia y fuimos parando en las diferentes plantas. Venta de papeletas aparte, lo que de verdad me interesaba era asomarme por las ventanas de los pasillos que daban a la calle Maestro Guerrero y admirar la altura desde el piso 15, 20, 25…, con los tejados a nuestros pies y la gente y los coches diminutos allá abajo.




Desde siempre, ese edificio, así como la Gran Vía, representa para mí la faceta más moderna y cosmopolita de Madrid, sin renunciar en ningún momento a sus raíces, a su originalidad. Era el espacio que ocupaban mis padres, las calles que pateaban, el escenario de sus fotografías, donde desarrollaban sus vidas. De la mano de sus palabras, de lecturas posteriores (un coche bajando a toda velocidad por la Gran Vía en “Tiempo de destrucción”, de Martín Santos; los jóvenes descerebrados de “Nuevas amistades” de García Hortelano en Rosales…), de esas películas españolas tan inocentes y coloristas, de la música que tarareaban y las modas que seguían, alimentaba una imagen de aquellos años no vividos y, sin embargo, en cierta medida, añorados.




Hace poco más de un mes, cenando en un restaurante de la calle Guareña, Carmen sugirió que podíamos celebrar San Valentín en el Hotel Riu Plaza de España. Su propuesta no podía ser más original y oportuna. Mi apatía y abulia proverbiales se habían acentuado estos últimos años a causa de unos achaques periódicos que me estaban minando el ánimo y la moral de tal manera que, ocupándome únicamente de lo urgente y cotidiano, del puro día a día, había abandonado lo importante hasta el punto de poner en serio peligro nuestra relación. No quería ver lo que a todas luces era evidente. Es un error considerar eterno lo que nos ha sido dado de forma gratuita. El amor es una planta delicada, de la que hay que estar pendiente a diario si no queremos que se marchite o, lo que es más habitual, mute en cariño y respeto. Y en plena reconquista de un espacio común iniciada hace solo unos meses, la idea de enlazar esa parte que anidó en mi alma, con un presente ilusionado y que quiero cargado de porvenir, me llenó de emoción. No exagero al afirmar que la tarde-noche del viernes y la mañana del sábado fueron uno de los momentos más felices de mi vida.




Difícilmente tenían encaje en la realidad de 2020 el reparto y la escenografía de ese mundo de los 40-50 que un buen día comencé a soñar e imaginar. O quizás sí. Si lo poco o mucho que la cadena hotelera propietaria había sido capaz de conservar de la decoración original del edificio (mármoles y relieves del vestíbulo, escalera principal, cuadros de bronce de los ascensores…), los pequeños detalles de nueva creación pero inspirados en el momento (pienso en parte del mobiliario de la habitación que ocupamos), si todo eso, digo, con no poco esfuerzo, consigue trasladarte al año 1953, lo abigarrado de los huéspedes del hotel y la especie de discoteca acristalada de la planta 26 te anclan definitivamente a la actualidad. Pero poco importa ya todo aquello cuando se trata de cerrar un círculo, de incorporar el pasado al presente, o permitir que el ayer no sea atropellado por un hoy enloquecido. Alojados de forma imprevista en la lujosa Suite Presidencial ubicada en la planta 20 (habitación 2028), con dos enormes terrazas que propiciaban una panorámica privilegiada del más bonito Madrid, disfrutamos (creo poder hablar por los dos) como no puedo recordar hace tiempo. Cenar en el 360 Rooftop bar de la planta 27 es toda una experiencia, como atravesar la pasarela de cristal que une dos de los cuerpos posteriores del edificio que da a la calle Maestro Guerrero y sentirte suspendido en el aire…

Cumplido uno de mis sueños en la mejor compañía.


En un mundo tan supersticioso como el nuestro, se "eliminó" la planta 13 del Edificio España. La gran terraza que siempre ocupó la planta 26 y última, ahora está en la 27. 


Nota: Excepto la primera y última fotografía que ilustran el texto, el resto han sido tomadas del interesantísimo informe redactado el 4 de junio de 2014 por Madrid. Ciudadanía y patrimonio "El Edificio España"
Los paseantes de la Gran Vía fueron retratados por el genial Francisco Catalá Roca. 



viernes, 31 de enero de 2020

Una guerra sin fin. "Antes de decirte adiós" (Guillermo Galván Olalla, 2010)

"La verdad se puede contar de muchas formas. La novela es una de ellas" (p. 185)


Para Borges, el libro no es más que una extensión de la imaginación y la memoria. Nos ayuda, pues, a fijar el recuerdo, a solventar su intrínseca precariedad, a reconstruirlo cuando se trata de noticias sueltas o deslavazadas, o a levantar uno con el que nunca habíamos contado. Cuando un creador es capaz de tocar esa fibra en el lector, éste consigue establecer una relación con su obra muy difícil de romper. Algo similar me sucedió con la novela que paso a comentar, varias veces leída, anotada, manoseada, arrumbada en ese purgatorio de los libros que nunca se acaban de dar por amortizados, mientras acumula polvo componiendo un apretado pelotón que se niega a formar con aquellos otros que ya nos han dado todo lo que esperábamos de ellos.

De mi primer acercamiento a ella conservo la impresión que me causó, por un lado, la descripción de los alrededores del Puente de Segovia y de la Puerta del Ángel una fría noche de finales de marzo de 1939 y, por otro, la escena de unos niños de doce años hurgando entre los escombros de una casa bombardeada en el barrio de Lavapiés en busca de maderos con que alimentar el fuego.

Estos días se cumplen diez años de la aparición en las librerías de “Antes de decirte adiós”, sexta novela del escritor valenciano Guillermo Galván (Grao, 1950). Firmada en Tres Cantos en mayo de 2004, tardaría más de cinco años en salir de la imprenta, plazo a todas luces excesivo tratándose de un autor ya consagrado por aquel entonces. La propia dedicatoria de esta novela (“A mi padre, in memoriam por caprichos del mercado”) nos da una pista sobre el tipo de obra que tenemos entre manos: novedosa, atrevida, ¿tendrá fácil acogida?...



Efectivamente, en “Antes de decirte de adiós” se combinan a la perfección el género policíaco (la intriga, el suspense, un final insospechado), el picaresco, el romántico y el histórico, con el siempre exitoso tema del “manuscrito encontrado”, la denuncia política y la Guerra Civil (considerada prácticamente un género en nuestro mundo literario) como hilo conductor de la trama. Su estilo, que muy a menudo alcanza altas cotas de lirismo, se sirve a discreción del ritmo proporcionado por la técnica periodística, e incluso, en más de una ocasión, cinematográfica.

Su armazón estructural, de una solidez y firmeza poco comunes, vertebra  la narración en dos (quizá tres) partes perfectamente diferenciadas.


Guillermo Galván Olalla

La primera, “Cuatro días de marzo”, título que nos recuerda a los “Tres días de julio” (Luis Romero, 1967) es una novela en sí misma. En ella asistimos a las últimas jornadas de la guerra civil en Madrid. Matías Cabedo, Marcos Tobera “Marquitos”, Nick y Fidel Ubiazu, soldados pertenecientes a un batallón penitenciario de Los Llanos, bajo la atenta vigilancia del sargento Burgallo y del teniente Laviana, se trasladan a la capital para cumplir una misión un tanto extravagante, absurda y bastante arriesgada ordenada por el capitán Gandarias: rescatar el cadáver de Anselmo Carrachano, un antiguo profesor de Azaña.

“La senda de los vencidos” es el título de la segunda parte. Cambiamos completamente de registro y damos un salto de más de 20 años. Abril de 1961. Plena Guerra Fría. Fidel Castro ha afianzado su poder en Cuba, la Unión Soviética supera a Estados Unidos en la carrera espacial, un grupo de exiliados franceses en Madrid, mezclados en la trama de la independencia de Argelia, es protegido por policías españoles destinados en la Brigada de Extranjería. Uno de estos agentes, Dimas Tallón, hijo mayor de un conocido notario y consejero nacional del Movimiento, ante la insistencia de Mercedes Dávila, madre de Rosa, la novia de su hermano Rodrigo, acepta investigar los sucesos recogidos en un manuscrito que ha llegado a sus manos titulado “Cuatro días de marzo".

Podríamos considerar “Vivos y muertos” como una tercera parte de la novela, aunque parece más bien un acelerador al que llegamos después de atar los cabos que han ido quedando sueltos a lo largo de la trama. En una tensión cada vez más acentuada y, en cierto punto, frenética, se nos muestran los aspectos más turbios del ejército de África de los años 20 (informe Picasso), el mundo del cine, el soborno, la corrupción… desencadenando un desenlace verosímil que con toda seguridad satisface al lector.

“Media docena de hombres en busca de un olvido del presidente, o ex presidente, qué coño importaba ya, Azaña” (p. 20)




¿Otra novela sobre la guerra…? Sí… y no. Me voy a detener únicamente en un par de aspectos

“Cuatro días de marzo”, efectivamente, es una narración de guerra cuya trama se desarrolla en Madrid los cuatro últimos días de marzo de 1939. Se trata de una unidad independiente, autónoma, un relato de 136 páginas que tendría vida propia desgajado del conjunto de “Antes de decirte adiós”; sin embargo ésta no tendría sentido sin “Cuatro días de marzo”. Sus protagonistas están nítidamente caracterizados, huyendo del arquetipo fácil, lo que hace de ellos unos personajes creíbles, muy realistas y cercanos. Con algunos recuerdos iniciales de la ofensiva contra Huesca o la batalla del Alfambra, necesarios para comprender las especiales circunstancias del “héroe” principal, Matías Cabedo, un hombre hecho a sí mismo, con una infancia que no deja de recordarnos a la de los pícaros de las novelas de nuestro Sigo de Oro. Las alusiones al momento histórico concreto vienen de la mano de las notas de prensa (Heraldo de Madrid, El Sol, El Mercantil Valenciano), de los anuncios de la cartelera (“Gary Cooper y la Marion Davis en La espía número trece […] Pompoff y Thedy que dice el papel que están en el Variedades”, p. 79…); de las alocuciones radiofónicas en Unión Radio de miembros de la Junta; de la definitiva ruptura del frente en el sector de Pozoblanco y en Toledo, “camino de Ocaña” (p. 74); de las menciones a los escasos bares y restaurantes (El Vencejo, Casa Luis, Chicote…); y, por último, de las descripciones, a pinceladas gruesas pero expresivas, de esos lugares de una ciudad fría y gris, alfombrada de cascotes y miseria, por los que pulula el grupo de soldados de paisano un tanto alucinado, siempre desubicado: el pueblo de Vallecas, Atocha, Embajadores, Lavapiés… y el Puente de Segovia, con su glorieta, el Paseo de Extremadura y la Puerta del Ángel, escenario del prolegómeno impactante y dramático de un final no menos cruel e inesperado:

“La piedra centenaria del puente disfrazada ahora de sombra esculpida, cañada para reses destino al matadero…. A la derecha [del Puente de Segovia], el pardo cemento de la Casa de Socorro se alzaba mudo y ciego; a la izquierda, en medio de la plazoleta, el viejo cuartel de carabineros […] A una orden […] se plantaron ante los muros de un bloque evacuado, como lo estaban todos los del barrio desde que en noviembre del treinta y seis el ejército franquista se presentó en las puertas de la ciudad: a partir de esa fecha, y tras los iniciales escarceos de vaivén, ni un palmo se había movido el frente, instalado un kilómetro largo más arriba, en lo alto de la ancha calle, una zona donde cada acera estaba dominada por un bando y los combatientes se hostigaban de un lado a otro de la calzada desde parapetos y ventanas, o bajo tierra como topos cargados de dinamita. […] Bajo la protección de muros y sombras, siguieron sus pasos hasta los alrededores de la iglesia de Santa Cristina sin percibir el menor movimiento humano y, desde allí, por la Puerta del Ángel, se sumergieron entre la arboleda de la Casa de Campo hasta las cercanías de un edificio de planta baja con muros calados por la metralla y tejado milagrosamente intacto. A su pie, y junto a lo que en tiempos debió de ser un pequeño y coqueto cenador, el chico descubrió una boca de tierra bien oculta bajo un disco de metal…” (p. 114 y 116)


Vista del Puente de Segovia

Respecto a otras “novelas de/sobre la guerra” que hemos comentado en este blog, y a falta de establecer un esquema o estructura común en el que se sientan cómodas, “Cuatro días de marzo” comparte ciertos rasgos con ellas.

La ciudad de Madrid con un papel que, en cierto modo, trasciende al de mero “escenario de los hechos” (“Madrid parecía asumir con estoicismo lo inevitable” p. 42), adquiriendo un rol protagonista, humanizado (“Acero de Madrid”, de José Herrera "Petere"; "A lo lejos, una lucecita", de Manuel Chaves Nogales,  “Celia en la revolución”, de Elena Fortún, “Las últimas banderas”, de Ángel María de Lera, “San Camilo, 1936”, de Camilo José Cela…)

El héroe o actor principal como un ser desarraigado, con una vida rota, truncada (“Celia…”, “Duelo en El Paraíso”, de Juan Goytisolo, “Las últimas banderas…”,  “San Camilo…”) que concibe América como un Edén. En palabras del protagonista de “Las últimas banderas”, ese lugar “que les esperaba y donde, en su opinión, el trabajo valía más que nada y la libertad era, para los hombres, como el aire para los pájaros”

Para Matías Cabedo, encerrado en el batallón penitenciario del acuartelamiento del aeródromo de Los Llanos, la proximidad de los aviones le inspiraba, necesariamente, “Volar. Y llegar a América, a esa tierra cuya noche es nuestro día y el día nuestra noche, donde los inviernos se hacen veranos y los hemisferios se disputan la hegemonía de los puntos cardinales. América, el lugar donde se palpan estrellas nunca vistas y promesas diferentes. Buenos Aires, Caracas, Río quizá, ciudades cuyos cielos son distintos y en las que los sueños pueden ser soñados bajo otras constelaciones” (P. 28-29)

Al igual que en la novela de Ángel María de Lera, asistimos en “Cinco días de marzo” a la socorrida y exitosa escena cervantina del escrutinio de libros: “[Inés Alfaro] con una caja a su lado llena de libros y papeles que ella iba depositando ritualmente en el fuego y removía con un atizador como si cocinase un caldo de brasas […] Libros de Marx, Bakunin, Engels y otros autores que le sonaban a personajes revolucionarios, documentos de trabajo de la Agrupación Socialista Madrileña y de la UGT, proclamas y octavillas llamando a la resistencia antifascista.” (p. 50-51) De la quema se salvará "Crimen y castigo", de Dostoievski. La personalidad de su protagonista, Raskòlnikov, gravitará sobre la figura de Matías Cabedo y el ejemplar rescatado de la segura destrucción adquirirá una importancia vital hacia el final de la novela.

Con “Acero de Madrid” y “Tiempo de héroes”, de Jorge Martínez Reverte, “Cinco días de marzo” comparte una ausencia, una renuncia: en ningún momento, ni autor ni protagonistas se plantean la necesidad de proponer una reflexión sobre el conflicto que están sufriendo. Desprecian aventurar una explicación de largo alcance, lo menos circunstancial posible; parecen cerrarse a indagar en las actitudes propias y ajenas, tanto políticas como sociales, del presente y del pasado, las causas del desastre.

“También los muertos tienen derecho a que se piense en ellos” (p. 201)

Nos preguntábamos si “Antes de decirte adiós” es otra novela de guerra. Podemos añadir que es la novela de una guerra que no ha terminado aún.

El título que encabeza la segunda parte o narración, “La senda de los vencidos” y el delirante desenlace “Vivos y muertos”, parecen bastante elocuentes. Por si fuera poco, abundan las referencias a las luchas de poder dentro del Régimen, duras críticas a Franco y a su dictadura, alusiones a Millán Astray, Pemán, Manuel Aznar, la amargura de los vencidos por su doble derrota (militar y civil) o la impotencia a la hora de hacer frente a la nueva situación política. 

En abril de 1961, Madrid es una ciudad de claroscuros. Ya no es el lugar frío, gris, húmedo, con ese cielo de acero que amenaza con desplomarse sobre los actores de “Cuatro días de marzo”. Pero las borrascas no terminan de disiparse. Guillermo Galván recurre sistemáticamente a la simbología del tiempo atmosférico para ambientar el estado de ánimo de sus personajes. La guerra, como los nubarrones que descargan inopinadamente, sigue presente, y a Dimas Tallón, el agente de Extranjería protagonista de esta “segunda novela”, encargado de “custodiar” a Salan, uno de los militares franceses enredados en el conflicto por la independencia de Argelia perseguido por el gobierno De Gaulle, le recuerda todo eso al 18 de julio, “primero África y después la metrópoli” (p. 205)

Dimas Tallón, policía fumador de grifa, gran escéptico, unido sentimentalmente a una prostituta, un poco de vuelta de todo ("tiene que ser reconfortante creer en algo", p. 209), sin esperanzas ni ilusiones, enfrentado con su padre, destacado jerarca del Régimen, que representa lo que más odia, se vuelca en el esclarecimiento de los hechos narrados en un manuscrito titulado “Cuatro días de marzo”, lo que le da nuevo sentido a una existencia anodina en virtud de la similitud de lo expuesto en el texto con su propia vida.

“Al avanzar en el último capítulo, con referencias concretas al paseo de Extremadura, tuvo que tomarse un respiro. Abrumado por la familiaridad del escenario, por un aluvión de recuerdos infantiles que le llegaban en tromba como una horda invasora […] El cuartel de carabineros frente al puente de Segovia, la Casa de Socorro, la tienda de jabones de don Manuel en el número 8…; la carnicería de doña Silvestra en el 10… [el] colegio del Ave María de doña Antonia Medrano. Y de nuevo su madre, el vientre hinchadísimo como nunca y sin apenas poder dar un paso, organizando la evacuación de su casa, como se evacuaban todas las del barrio porque los fascistas, así los llamaban todos, tiraban ya desde muy cerca. Y el grupo de milicianos que cargaba su escasa media docena de muebles hasta un camión, y entre ellos, vestido como un miliciano más, a don Simón Valera, el cura de Santa Cristina” (175-176)


El estilo y el ritmo cambian de forma radical en "Vivos y muertos". La narración nos traslada a otros escenarios, como Aranda de Duero, Aranjuez, Chinchón y Pau, y se intercalan los largos testimonios en primera persona de Rodrigo Tallón, Néstor Plaza y Pedro Gandarias que, al modo cervantino de novela dentro de la novela, ponen en pie las vidas de los personajes de "Cuatro días de marzo", salvándolos de un casi inevitable olvido.


En conclusión, y para no alargar más de lo debido este comentario, "Antes de decirte adiós", con la excusa de un impecable "manuscrito encontrado", entra de lleno en el género policíaco, de suspense muy bien trabado, donde se aclaran todos y cada uno de los puntos oscuros planteados con una enorme pericia y se cierra un círculo que nos mantiene suspendidos durante toda su lectura.


"No le ibas a abandonar, y yo no podía contártelo todo antes de decirte adiós para dejarte con esa verdad comiéndote la vida" (p. 396)

Guillermo Galván. Antes de decirte adiós. 1ª edición. Madrid: Santillana Ediciones Generales, 2010. Colección "Suma de Letras". 421 p.



miércoles, 22 de enero de 2020

Una justificación circular


Aquel día, ya anochecido, regresaba a casa con los pequeños después de dar un paseo por el parque. Era uno de los previos a Reyes, cuando las fiestas declinan a la espera de la traca final y el tiempo nos regala, como anticipo de lo que ha de venir, algunos minutos más de luz y unos olores nuevos, como de estreno.

Durante la caminata habíamos tocado, como en tantas otras ocasiones a lo largo de la última semana, con la intención de dulcificar el desencanto que rumiaba Sara desde que el día de Navidad recibiera como un jarro de agua fría la “mala nueva” de la humanidad de Papá Noel y de Sus Majestades de Oriente, de la permanencia de la magia, de la ilusión, de la creencia en lo que no se ve; de mantener encendidas unas tradiciones, costumbres o hábitos que nos van a acompañar, moldeándonos de alguna manera, durante toda la vida; de la necesidad de cierta liturgia, de cultivar unos ritos que reconocemos como propios y auténticos, asumimos de nuestros padres y esperamos transmitir a nuestros hijos.

Mientras esperábamos en silencio que bajara el ascensor, recibí una llamada de Carmen. Desde algún centro comercial apalabraba con urgencia los últimos regalos.

-“¿Qué tienes de Ayn Rand?”, preguntó a bocajarro.

“Todo, o casi todo”, pensé

Patricia Neal y Gary Cooper
En ese instante, de una duración incalculable, como invocados por el nombre de la rusoamericana, se agolparon en mi cabeza un par recuerdos, más o menos recientes, y una sensación agridulce.

El recuerdo amargo de una tarde de junio, cubriendo a pie la distancia entre Alonso Martínez y Plaza de España después de renovar nuestros carnets de identidad en Santa Engracia. Bajábamos por Fuencarral callados los tres, (Sara, Carmen y yo), sin atrevernos a pronunciar una palabra que sonara a reproche o a culpabilidad utilizados como armas arrojadizas, intentado encajar de la mejor forma posible la última ocurrencia de la dirección de colegio de la niña. A la altura de la Casa del Libro, en Gran Vía, mientras ellas continuaban su camino, me detuve sorprendido al ver que uno de los escaparates lo ocupaba, creo que en su totalidad, un buen número de ejemplares de una recientísima edición de “La rebelión de Atlas”.

El recuerdo sensual asociado al tacto, al olor, a los colores que siempre acompaña al libro de segunda mano, cuando compré en una librería de viejo “Los que vivimos”, con ese papel tan ácido y precario de los años cuarenta, áspero, demasiado oscuro, como sucio, casi quebradizo; y “El manantial”, este ya era otra cosa, con su cubierta a todo color protegida por una solapa de plástico, en la que Patricia Neal y Gary Cooper, los protagonistas de la película de King Vidor, posaban sonrientes.

-“¿Qué tienes de Ayn Rand?”. Insistió

-¿Por qué? – Respondí con una pregunta retórica, pues ya adivinaba la respuesta, sujetando la puerta del ascensor mientras entraban en la cabina Sara y Alejandro,

- “La rebelión de Atlas”, ¿lo tienes?


Siempre había querido tener una edición en papel que facilitara su lectura lenta, anotada, reposada; que permitiera registrar todos sus detalles, los guiños, los mensajes reiterativos que contiene… Aunque ya han pasado muchos años de mi inmersión apresurada, un tanto agitada y muy superficial, en la obra de A. Rand, (1, 2, 3, 4 y 5),  reconozco ahora que el deslumbramiento que me provocaron sus novelas, como tantas veces me ocurre, se transformó en poco tiempo en una obsesión, y fue uno de los motivos que me empujaron a iniciar la andadura de este proyecto truncado de blog un 27de mayo de 2011

Últimamente recurro a menudo a la idea del retorno a los orígenes, a visitar de nuevo esos lugares del alma en los que uno se reconoce y sosiega; allí encuentro tantas explicaciones como fuerza para afrontar lo venidero. Con ese símil circular, donde ignoramos qué ocurrirá cuando se cierre la figura, me identifico plenamente.

Creo que fue en ese momento, mientras subíamos en el ascensor, cuando resolví volver a escribir. De ahí la sensación agridulce, teñida de ilusión y de temor, que acarrea la intención que hoy asumo de recuperar y reanudar una relación que rompí por pereza y desidia, sin dar ninguna explicación, el 25 de julio de 2017.

Desde el 6 de enero el grueso tomo de “La rebelión de Atlas”, en su edición española revisada de 2019, me vigila desde la mesita del sofá como el testigo de un compromiso que espero no defraudar esta vez.