El tres de marzo de 2020 publiqué mi
último trabajo en este blog. Por entonces, se abría para nosotros un mundo de posibilidades que quise simbolizar en una Gran Vía cosmopolita y brillante, y un edificio que acababan de reabrir después de una reforma que parecía no tener fin. Tanto en lo personal, como en lo profesional e intelectual, encaraba ese mes de marzo entrante cargado de buenos presagios. Apenas diez días después, el universo se paró, se detuvo de golpe, y con él quedaron emplazados
sine die, suspendidos, cuando no arruinados y eliminados, millones de proyectos vitales, embarcados todos nosotros en un "eterno domingo", como llegó a afirmar un miembro del Gobierno. Pues bien, una noche del mes de abril tuve un sueño que plasmé tal cual en mi cuaderno pocas horas más tarde. Ese bloc nunca dejó de acompañarme. Pero ahí se quedaron las últimas cuatro o cinco páginas emborronadas
calamo currente, paralizando desde entonces cualquier pretensión de escribir. Hoy, en un intento de desbloqueo (o exorcismo), lo transcribo tal cual lo viví, con unas mínimas modificaciones respecto al original
My little girl / drive anywhere / do what you want / I don't care / tonight / I'm in the hands of fate / I hand myself / over on a plate... / Sweet little girl / I prefer / You behind the wheel / and me the passenger
("Behind the wheel". Depeche Mode, 1987)
.
...desconozco cómo llegué ahí, abandonando el calor del lecho, sin alterar el plácido y profundo sueño de Carmen y de los niños, atravesando las sombras y el silencio espeso de la madrugada, pero con una levedad inusitada, como si mi consistencia fuese gaseosa, me encaramé de un salto en el frágil alféizar del ventanal, sin necesidad de subirme a la mesa donde Teo y Dido, sentados cada uno en un extremo de la misma, respetando el portátil y los papeles de Carmen, y mi cuaderno Miquelrius, observaban las evoluciones de un helicóptero de la policía que apuntaba con potente foco algún punto indeterminado del barrio, quietos, inmóviles, las orejas muy tiesas, como al acecho, dispuestos a saltar sobre una presa imaginaria pero indiferentes a mi proeza gimnástica, inmutándose solo mínimamente cuando alargué con desmesura mi brazo derecho para cerrar el cuaderno y salvarlo de la voracidad papirófaga de Dido, auténtica máquina trituradora de papel, protegiendo las últimas anotaciones, la letra del "Lascia ch'io pianga", deja que llore mi cruel suerte, el Händel arrebatado que ambientaba algún documental sobre el Palacio de Boadilla y el mundo del Infante D. Luis, y ajustándose mi altura a la del ventanal, sin recurrir a contorsiones ni encogimientos, sin padecer el vértigo que los quince metros que me separaban del suelo de otro modo me paralizara, formando una cruz con mis brazos, aspiré la fragancia de la noche oscura, y tanto me llené de su embrujo que me confundí con el aire, y desdibujando mi perfil en un delicado proceso de simbiosis con el entorno, mezclados de forma embriagadora los conceptos de tiempo y espacio, henchido de emoción y seguridad en mis escasas habilidades en la técnica del vuelo libre, me lancé al vacío, cayendo en picado a una velocidad pasmosa hasta que, a punto de estamparme contra el banco del jardincillo, arrestado con una cinta de plástico por orden de las autoridades municipales para evitar reuniones y su corolario de contagios de un virus tan desbocado como desconocido, rectifiqué mi singladura atraído por una fuerza invisible, cogí altura, notando en mi rostro el verde arañazo de la hiedra que trepa tapizando el talud salvador del desnivel que separa el parquecillo trasero de nuestro bloque de las vías del Metro, y ya por encima de los hangares, ganando unos metros más, planeé sobre la Avenida de los Poblados y el extenso centro comercial dormido, con sus bóvedas y grandes masas cuadradas que le dan ese raro aspecto de templo antiguo donde se adora a deidades desconocidas, y en su costado meridional, barrí de un vistazo la moderna y rutilante Calle Guareña, no mucho tiempo atrás animada por sus bares, cervecerías y restaurantes que desplegaban por la acera sus terrazas tan concurridas en las noches templadas, ahora desierta, triste, deshumanizada, las flamantes urbanizaciones apagadas, con sus jardines interiores y sus piscinas clausurados, extendidas hasta el enorme polideportivo de Aluche indefinidamente cerrado, que semanas atrás daba servicio a esos barrios que ahora discurren por debajo de mí a medida que me aproximo a la carretera de Extremadura, y tomando su tantas veces transitado trazado como ruta involuntaria, me dejé llevar sobrevolando Parque de Europa, Cuatro Vientos, San José de Valderas, la enormidad de Alcorcón unida sin solución de continuidad a la de Móstoles, sus polígonos industriales y centros comerciales, Arroyomolinos y la bajada al Guadarrama, escenario no muchos días atrás de atascos monumentales, cuando se ponía en juego la paciencia y los nervios de aquellos que huían en estampida de la colmena de Madrid y ahora ven pasar el tiempo encerrados en sus ergástulas, resignados o convencidos de la necesidad de su gesto, de cualquier forma atemorizados, renunciando de forma acrítica a la sensación de libertad que proporciona superar con un ligero planeo Navalcarnero, Valmojado, Maqueda, las inmensas llanuras que se suceden hasta fundirse con el paisaje más accidentado que nos anuncia la proximidad de Talavera, la vega del Alberche, dehesas de encinas y alcornoques por las que un día imaginé perderme, Montes de Toledo a la izquierda, Gredos a la derecha, pero estoy flotando, brazos en cruz, piernas separadas, todos los músculos del cuerpo relajados, indefensos, al igual que cuando hago la `plancha sobre las olas suaves de un mar en calma y me abandono a su movimiento caprichoso, pero no es agua lo que me sostiene, es puro aire, o esa materia indefinida que nos envuelve en el sueño, y boca arriba, con mi cabeza como proa abriendo camino, las ondulaciones de la montaña toledana desfilan a la diestra mientras que a la siniestra, con su perfil dentellado, altivo y orgulloso, se pierde Gredos hacia las tierras de Ávila, y en la noche negra se derraman destellos por su ladera, y de niño pensaba que un dios burlón había dejado caer, esparcida como simiente rutilante por mano de sembrador experimentado, cientos, miles de lucecitas parpadeantes, pues no otra cosa eran esos pueblos a los que, a lomos de mi fantasía, años después me dirigía sin un plan preconcebido, ¿por qué no?, dar un volantazo, abandonar la calzada y enfilar cualquier camino, no hay prisa, ¡desbaratemos la idea inicial!, la posponemos, nos perdemos por esos pueblos que con sus bonitos nombres y sonoros apellidos escalonan la sierra, seguro que las fachadas de sus casas se engalanan con tiestos y flores de colores y por el centro de sus calles aún empedradas corre el agua fresca y limpia, susurrante y cristalina, pero nunca lo hice y ahora me arrepiento, como tampoco me atreví jamás a seguir las indicaciones que, alrededor del embalse de Cíjara, invitan a tomar una carretera en muy mal estado que, auténtica aventura, desemboca un centenar de kilómetros después en Navahermosa, o ascender un poco después, sorteando infinidad de curvas, pendiente de no salirme de la carretera mientras atisbamos al atardecer los ciervos y los jabalíes que bajan a la orilla del embalse a saciar su sed, a ese pueblo de nombre tan sonoro: Minas de Santa Quiteria, en otra ocasión será, siempre posponiendo pequeños proyectos, primeras intenciones, emplazando a un futuro incierto huidas y escapes inocentes, depende de nosotros, tiempo habrá, total, dos horas más en llegar a casa no va a ninguna parte, pero ya no está en nuestras manos, y me invade una sensación de tristeza, y a medida que mi cuerpo o ese otro yo que me usurpa se desliza a escasos metros sobre el nivel del suelo, me empapo de melancolía y nostalgia de lo que en su momento pudo haber sido y no fue, atrapando fogonazos de plenitud considerados como tales solamente en la distancia, momentos invocados, instantes ordenados por grados de intensidad, por la huella que en mí dejaron, convertidos por su impronta en lugares amenos, espacios que frecuento cuando persigo seguridad y sosiego, al pairo de vaivenes y temblores, de ruidos, seísmos y amenazas, solo lo efímero perdura: la llegada al Pantano una luminosa tarde otoñal con mis padres, los tres solos y la calle desierta, las hojas caídas de los plataneros arracimándose a los pies de los setos de arizónica tras el paso de una borrasca, espesas, cargadas nubes cabalgando hacia el crepúsculo dejando entreabierta esa ventana de luz que todo lo incendia, sol al poniente, agua al saliente, aroma de tierra mojada impregnándolo todo, instantáneas de imposible datación que me afano en dibujar una y otra vez, revivir esas sensaciones de lasitud, de refugio protector de la lluvia que anuncia su vuelta, al abrigo del mundo o en él inmerso o inventado o soñado, ¡qué más da!, ya ni sé qué es más real, salir de un bar del centro embriagado por las combinaciones baratas y el soberbio narcisismo de los veinte años, cuando pensamos que todo es posible, que está al alcance de nuestra mano por el solo hecho de proponérnoslo, una ráfaga de aire frío me revuelve el flequillo al salir del local, las farolas derraman una luz amarillenta y espesa, llueve, siempre llueve, y el asfalto refulge, y los neumáticos de los coches, al rodar sobre los charcos de la calzada, entonan una melodía calmante, como el de las olas en su vaivén arrastrando las piedrecillas en una estrecha e infinita playa bajo el blanco sol de mediados de septiembre, y esos sonidos, esos olores, inundan espacios que acostumbro invocar en momentos huérfanos, son siempre los mismos, el perfume de una mañana de primavera avanzada, cuando el sol comienza a caldear los arbustos y flores, esparciendo robustas oleadas entre dulzonas y frutales, la frenética y chillona algarabía de los vencejos en sus vuelos enloquecidos, casi suicidas, audaces aproximaciones a las fachadas de ladrillos, preludio de las últimas jornadas escolares, anuncio de vacación y lenta procesión de interminables horas muertas en la terraza de la casa de mis padres, toldos bajados rozando casi los geranios, la pista vacía en el sopor de la siesta canicular y hacia arriba, al final de los últimos bloques, los desmontes tapizados de chabolas que se suceden sin solución de continuidad hasta el perfil neoyorquino de la exagerada mole del Hospital Militar Gómez Ulla, altura insultante y desmesurada, de cualquier forma desconcertante, ascenso arrogante y lejano plantado en un Carabanchel que, en mi infancia, se me antojaba otro mundo, como los restos que a mis espaldas aguantaban impávidos el peso y paso de los años, apenas tres paredes con manchones de alicatado en ruinas, cobijo de ratas y basura, abrigo de mendigos, mudo testimonio de lo que fue una vivienda en la cima del terraplén que desciende hacia la pista, bajar por él arrastrando el culo, sin calibrar el peligro de aterrizar entre las ruedas de alguno de los vehículos que circulan por la vía, una y otra vez, azuzados por la atracción que ejerce en los niños lo prohibido, pantalones rotos, piernas arañadas, salpicadas de mataduras, greñas alborotadas, sucias de polvo, arena y sudor, sentados a la tímida sombra de esos tres muros astrosos que en mi ya por entonces morbosa imaginación se mantenían como fruto de un bombardeo durante el asedio a Madrid, esa ciudad que, superado el océano de miseria controlada en su fachada sur, se extendía delante de nosotros de forma anárquica e insolente, hermosa en su desorden, rutilante con los destellos que el sol de poniente arrancaba de su metal y cristal, y entonces creía adivinar el mar, necesariamente el mar tenía que estar detrás de estas apretadas filas, preludio de mar imaginado muchos años después en Atocha y hace unos meses reconstruido mientras convalecía en una cama del Hospital Clínico, un mar al que solo se llegaba tras largas horas de viaje en coche, los siete apretados en un Seat-1500, las ventanillas bajadas, madrugadas sin fin atravesando oscuridades entre paradas en gasolineras cerradas, perfume de adelfas, concierto de grillos, soledad en torno, luces mortecinas que nos acompañan hasta un escenario final de palmeras alineadas a las afueras de Santa Pola, zona de obras, apartamentos de reciente y compulsiva construcción, primera y última vez que, con la excusa de la abuela, compartimos el alquiler del piso que la tía Adela tenía por costumbre arrendar el mes de agosto, larga caminata hasta Playa Lisa, ni una triste ola, mi padre nos llevaba a Guardamar para bañarnos en un mar auténtico, se mezclan los años en mis recuerdos y, en el vuelo, aumenta la sensación de vértigo y zozobra, imposible poner orden, sistematizar la barahúnda de momentos evocados, justificar la preeminencia de unos sobre otros, rastrear el porqué de esa vívida presencia que tanto me acongoja: la llegada al Pantano, los bares de mi primera juventud, una playa de Granada o Almería, el terraplén de Caramuel o Santa Pola, situaciones que no guardan relación unas con otras pero aparecen estrechamente imbricadas poniendo en riesgo la seguridad del vuelo, provocando remolinos y turbulencias, no voy a llegar jamás, ¡y barrunto que estoy tan cerca!, porque ya he dejado atrás Trujillo, la Sierra de Lares y sus casonas desperdigadas a la sombra de jaras, encinas y olivares que ascienden por la ladera, sucediéndose, en una suave transición hacia el valle, Herguijuela, Conquista, Zorita, dando paso al llano y, desde Madrigalejo, con el Macizo de las Orellanas o Sierra de Pela al fondo, veo o siento o imagino, ya no lo sé, una lucecita a lo lejos, un resplandor, una ceja abierta en el cielo que me llama, mi amor es mi peso, por él voy donde quiera que voy, verdes colinas suavemente perfiladas contra un firmamento que comienza a encenderse surcado por espesos nubarrones de panza grisácea y lomos blancos, algodonosos, mecidos ligeramente por encima de mi o de quien esto escribe, y comienzo a recordar con total nitidez y claridad que un día, en los primeros pasos emocionados de nuestra vida en común, cuando el amor nos lleva en volandas y nos consideramos poderosos frente a un mundo hostil, Carmen y yo fantaseamos con que un día fueran aventadas allí nuestras cenizas, entre amargas retamas y afilados dientes de perro, sobre una hierba fresca bañada de rocío, con el rumor de las esquilas de fondo y, en lo alto, enormes pajarracos flotando en el aire, dibujando círculos cada vez más amplios, el aliento de la mañana sobre mis mejillas, y lo demás, silencio insondable, ¡qué bien se debe estar así!, lejos de todo cuando ya nada importe, sin dolor y sin peso, ahora lo veo, era el lugar escogido, una garganta producida por la erosión donde se cruzan dos o tres cerros que contemplan desde lo alto el paso del Almorchón en su esplendor de primavera lluviosa, rumor lejano como de arrastre de piedras y barro, veo también la carretera que zigzaguea en esa maraña de lomas que rompen la monotonía de la estepa, y llega hasta mí un lamento apagado que pugna por hacerse oír escondido en la maleza, maullido de gato, llanto de niño, gemido lastimoso de animal herido que me derrumba y me hace renquear perdiendo altura, inundados mis ojos de lágrimas, mi pecho comprimido por la angustia y la ansiedad, y ese ruido alrededor, frufrú de plásticos que rozan unos con otros, estoy cayendo, cayendo, cayendo cada vez más cerca del suelo hasta despertar bañado en sudor...